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Tres días sin más sonidos que los del televisor. El apartamento olía mal, como si ella aún estuviera allí. No se le daban bien las esperas.

En la pared de la cocina había un calendario, con la fotografía de dos cockers ante un rosal. Pasó mucho tiempo mirando las fechas, sentado ante la mesa de la cocina con una taza de café en la mano.

Al tercer día arrancaba el mes. Parker deambulaba por el salón y se acercaba constantemente a la puerta principal. Se quedaba cinco minutos frente a la puerta, escuchando, esperando a que sonara el timbre, y regresaba al salón. En dos ocasiones alargó la mano y tocó el pomo, pero no abrió la puerta.

Aún había dos botellas de whisky en el armario de la cocina, pero no las tocó. Ella no le haría eso, nunca más. Le había perturbado por última vez.

Estaba preparando café cuando sonó el timbre. Se quedó inmóvil, con la cuchara en la mano y la cabeza levantada, y se volvió hacia el sonido. Terminó lo que estaba haciendo y atravesó el apartamento hasta la puerta principal. Abrió la mirilla y escudriñó la cara del mensajero. Nunca le había visto.

El mensajero era bajito y gordo y tenía un aspecto muy desfasado. Iba ataviado con un traje de solapas estrechas, de un azul chillón que nunca había estado de moda, y que solo llevaba abrochado por un botón. El del medio. Su camisa era de un blanco como el de la nieve en un día de sol, aunque la guinda estaba a la altura del cuello, donde lucía una pajarita multicolor. Era como si toda la camisa estuviese almidonada. No solo el cuello.

La cabeza que coronaba tanta elegancia era gordinflona y risueña. Los ojos eran azules y pequeños, muy separados por un monte de grasa. Una estúpida media sonrisa le curvaba los labios. Tenía las orejas rosadas, grandes y carnosas. Y encima de la cabeza, ladeado con desenfado, llevaba un sombrero de paja.

Llevaba la chaqueta tan ceñida que Parker vio el contorno del sobre del dinero en el bolsillo interior. Mal debía de estar muy seguro de sí mismo para enviar una cosa así.

Parker abrió la puerta. Bola de sebo le miró como con sorpresa y la media sonrisa se le desvaneció. Hizo una mueca, frunció las cejas y dijo en una voz muy aguda:

—¿Me he equivocado de apartamento? Sí, debo de haberme equivocado.

—¿Busca a Lynn Parker?

—Sí. Sí. —Bola de sebo dobló la cintura y miró hacia el interior del apartamento—. ¿Está aquí?

—Entre —dijo Parker.

—No, no. No debo. ¿Está ella aquí?

Parker alargó un brazo y le agarró por el cuello de la camisa. Tiró de ella y bola de sebo entró tambaleándose, con los ojos y la boca muy abiertos, y las manos extendidas como si fuera a caerse. Parker dio una ojeada al rellano, vio que estaba vacío y volvió a entrar, dando un portazo.

Bola de sebo empezaba a recuperar el equilibrio, y Parker le empujó otra vez, ahora hacia el salón, donde aterrizó después de que su cuerpo rodara varias veces. De un modo u otro se las arregló para no caer de cara.

Parker le siguió al salón, observando detalles que no había podido ver a través de la mirilla, como los zapatos, que eran de un color teja con orlas perforadas en la punta. Y entre el borde superior de los zapatos y el borde inferior de las perneras de los pantalones había un espacio de unos tres centímetros, en que se podían ver unos calcetines de un tono amarillo canario.

Bola de sebo se quedó estremecido, en medio de la habitación. Tenía las manos encima del pecho, con los dedos separados, bien para protegerse a sí mismo, bien para proteger el sobre que debía entregar.

Parker alargó la mano.

—Dame la pasta.

—¡No debo! Debo… debo ver a la señorita Parker.

—Soy su marido.

Al parecer, eso no significaba nada para bola de sebo, era evidente.

—Me dijeron… me dijeron que se lo entregara solo a la señorita Parker.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Parker.

—¿Dónde está la señorita Parker? Debo… debo ver a la señorita Parker.

—Yo me he hecho cargo de todo. Dame la pasta.

—Debo… debo telefonear. ¿Puedo telefonear?

Miró a su alrededor y después volvió a fijar los ojos en Parker.

Parker se le acercó rápidamente y dio un tirón a la solapa de su chaqueta. El único botón abrochado saltó por los aires y Parker le arrebató el abultado sobre del bolsillo. Lo tiró al sillón que había a su izquierda.

Bola de sebo agitó los brazos exclamando:

—¡No debe hacerlo! ¡No debe hacerlo!

Parker levantó la mano izquierda, con los dedos juntos y extendidos, y le pegó un izquierdazo en el abdomen, justo encima de la hebilla del cinturón, adornada con un sello de oro. Bola de sebo abrió la boca, pero no salió ningún sonido, tampoco nada de aire. A cámara lenta, se puso las manos sobre el estómago, sus rodillas se doblaron y cayó hacia delante sobre el puño derecho de Parker. Después se desplomó en el frío suelo.

Parker le vació los bolsillos y examinó todos los objetos. En la cartera había un carné de conducir, la tarjeta de una biblioteca, un décimo de lotería con el número 342, y catorce dólares. El carné y la tarjeta coincidían en que bola de sebo se llamaba Sidney Chalmers y vivía en la calle Noventa y dos Oeste.

En otro bolsillo había setenta y tres centavos y un encendedor con las iniciales S. C. grabadas en letra gótica en uno de los lados. En el bolsillo lateral de la americana había un trozo de papel con el nombre de Lynn y su dirección. Nada indicaba dónde había recogido el sobre destinado a Lynn.

Parker le dejó tendido sobre la alfombra y fue a la cocina. Registró todos los cajones y finalmente encontró un rollo de cordel fino pero fuerte. Volvió al salón, ató las muñecas y los tobillos de bola de sebo, y le sentó con la espalda apoyada en el sofá y la cabeza recostada en un almohadón. Seguidamente, Parker le abofeteó y pellizcó hasta que empezó a gemir y retorcerse, y abrió los párpados.

Parker se incorporó, alto y ominoso como era, y miró inexpresivamente a la horrorizada bola de sebo.

—Dime dónde está Mal Resnick.

Bola de sebo se lamió los trémulos labios.

—¿Quién?

Parker se inclinó, le pegó un revés, se irguió y repitió la pregunta.

Bola de sebo parpadeó como un metrónomo. Le tembló la barbilla. Le cayeron gruesos lagrimones por las mejillas.

—No sé a quién se refiere —gimió.

—Al tipo que te dio el sobre.

—¡Oh, no debo!

—Oh, sí que debes —dijo Parker imitando su voz. Le aplastó los tobillos con el pie derecho, y fue añadiendo peso gradualmente—. Por supuesto que debes.

—¡Socorro! —sollozó bola de sebo—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Parker le dio una patada en el estómago.

—Te equivocaste de palabra —dijo—. Que no vuelva a pasar. —Esperó a que bola de sebo hubiera recobrado el aliento—. ¿Cómo te llamas?

—Por favor… me matarán.

—Ya lo haré yo. Preocúpate por mí.

Bola de sebo cerró los ojos, y su cara adoptó una expresión de total y cómica desesperación. Parker esperó, y al fin dijo, sin abrir los ojos:

—El señor Stegman. El señor Arthur Stegman.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En… en Brooklyn. En la Compañía de Taxis Rockaway. En Farragut Street, cerca de Rockaway Avenue.

—Muy bien. Te has ahorrado un problema.

—Me matarán —sollozó—. ¡Me matarán!

Parker se apoyó sobre una rodilla, desató el cordel que rodeaba los tobillos de bola de sebo, se incorporó y le dijo:

—Levántate.

No pudo hacerlo por sí mismo; Parker tuvo que ayudarle.

Bola de sebo se tambaleó, respirando como un fuelle. Parker le hizo dar media vuelta, le empujó a través del salón hasta el dormitorio, le puso una zancadilla y lo envió de bruces al suelo. Volvió a atarle los tobillos, salió y cerró la puerta del dormitorio con llave.

Cogió el sobre con el dinero, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y se fue del apartamento.

A quemarropa

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