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PRÓLOGO

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En términos generales, no creo que los escritores sepan quiénes son: es una incapacidad —y una ventaja— que comparten con los actores. Y probablemente es mejor así. El conocimiento de uno mismo puede conducir a la falta de naturalidad, y en un escritor la falta de naturalidad solo conduce a la parodia. O al silencio.

Mientras los actores reciben una interminable provisión de identidades sustitutivas por medio de los papeles que les corresponde interpretar, los escritores tienden a iniciar la búsqueda de la identidad entre sus predecesores. Todos nosotros hemos empezado imitando a los escritores que nos gustaba leer. Esos escritores habían creado unos mundos tan reales y atrayentes para nosotros que intentamos trasladarnos a ellos y vivir allí.

Yo tenía la edad adecuada en el momento adecuado para que la aparición de los libros de Gold Medal ejercieran una gran influencia sobre mí. Estaban integrados en el tipo de ficción conocido como novela; pero en realidad no lo eran —o eso parecía al principio. Eran escuetos, desiguales y toscos, como un buggy. La mayor parte de las veces parecían poco más que cuentos cortos de cincuenta mil palabras, con preliminares, muchos personajes y mucha preparación del ambiente, de las emociones, escenas y relaciones, para terminar con un tiroteo en un pantano. Esos libros de bolsillo con lomo amarillo tenían fuerza pero carecían de belleza, como el rock ácido; sin embargo, eran interesantes.

Y, o los libros mejoraron o mi sentido crítico empeoró. En cualquier caso, empecé a distinguir gradualmente las flores de ese nuevo jardín, y a darme cuenta de que también aquí había gradaciones, desde lo muy bueno hasta lo muy muy muy malo. Una vez hube separado a los escritores de los chapuceros, todo fue bien.

Gold Medal me dio a conocer a John D. MacDonald, Vin Packer, Chester Himes, David Goodis y a alguien mucho más importante: Peter Rabe. (Su libro Kill the Boss Goodbye [Despídete de tu jefe y mátale], de 1956, es uno de los mejores, con uno de los peores títulos que he leído jamás.) La moderada descripción de la violencia, resultante del modesto carácter de Rabe más que de una modesta experiencia (razón por la que Hammett no la dominaba y Chandler nunca pudo utilizarla con éxito), estaba reducida en estos libros a una precisión lacónica que yo solo podía admirar en secreto.

(Y sigo haciéndolo. No he llegado a conocer a Rabe, y aunque me habría encantado, no estoy seguro de que hubiera sido conveniente. ¿Qué le habría dicho? ¿Qué se habría sentido obligado a decirme el pobre hombre?)

Rabe no fue mi único maestro, ni extraje todos mis conocimientos de la novela policíaca. Uno de los primeros libros de Gold Medal, una bonita novela del Oeste de Clifton Adams, titulada The Desperado (1950), cuyo tratamiento de la violencia era igualmente conciso, reticente y casi reacio, me familiarizó con el personaje que intenta adaptarse a su forzada separación de la sociedad. Peter Rabe, novela tras novela, perfeccionó esa idea.

Descubrí que era escritor cuando tenía once años; el mundo tardó bastante más en llegar a la misma conclusión. Sin embargo, en 1960, con más de veinticinco años, era finalmente un escritor publicado (por Random House y algunas revistas), había abandonado mi último empleo estable, y avanzaba con pasos vacilantes por el sendero de mi vocación. Lo que quería hacer era reunir brazadas de palabras tal como reunía brazadas de bolas de nieve cuando era niño; todas ellas con una pequeña piedra en medio. Quería explicar, pero más que eso quería impresionar. Todos sabemos lo que se siente cuando el director del colegio te llama a su despacho; mientras iniciamos esa mentira laberíntica, mientras echamos a andar sobre esa fina capa de hielo, aterrados pero obligados a defendernos por medio de evasivas, recurrimos al detalle sugerente, la deducción significativa, la referencia aparentemente ingenua, las palabras de doble intención, esperando que la acumulación de técnica anule el hecho de que el director tiene las pruebas de nuestra culpabilidad y nosotros no tenemos en qué basar nuestra defensa. Es entonces cuando el uso de las palabras crea un nerviosismo, y era ese nerviosismo lo que yo quería recrear, tanto para mí como para mis lectores, en mi elección de las palabras, cada una de ellas con una piedra en medio. (Más tarde me enteré de que la comedia utiliza los mismos métodos por motivos incluso más dudosos, pero ahora estoy hablando de mis primeros años.)

En 1962, estaba intentando escribir una novela en primera persona en la que no se describiese ninguna emoción; solo quería relatar los efectos físicos secundarios de la emoción, mientras diversos acontecimientos de alta tensión acosaban al narrador y a su entorno. Por fin terminé el libro y Random House lo publicó en tapa dura con el título 361 (1962), pero cuando tuve escrita la mitad me detuve una temporada, obsesionado por la idea de un libro que consideraba digno de ser un Gold Medal.

Esto es lo que yo quería, claro, tener dos editores para mi obra, uno para tapa dura y otro para rústica. Me parecía muy profesional disponer de una segunda opción a la que recurrir. Aunque Random House me había publicado un par de libros, estaba muy lejos de poder ganarme holgadamente la vida como escritor y, por desgracia, ya sabía que el robo era una táctica de última instancia.

La idea del libro se me ocurrió de un modo muy trivial: mientras caminaba por el puente George Washington. Había ido a ver a un amigo que vivía a unos cincuenta kilómetros al norte de Nueva York, y había cogido un autobús para regresar a la ciudad. Sin embargo, tomé el autobús equivocado, uno que terminaba en el lado del puente de Nueva Jersey en vez del lado de Nueva York (donde podía enlazar con el metro). Así que atravesé el puente a pie, sorprendido del viento que hacía allí —cuando apenas soplaba en ningún otro sitio— y de lo mucho que temblaba y se balanceaba aquel puente aparentemente sólido bajo los impulsos del viento y del tráfico. Los coches pasaban a gran velocidad, el puente vibraba bajo mis pies, había tensión en toda la atmósfera.

Mientras iba en el metro, fui desarrollando mentalmente el personaje adecuado para ese ambiente, cuya propia velocidad, solidez y tensión pudieran equipararse a las del puente. Pasé revista a todas las personas que conocía, pero él adquirió rápidamente su propia fisonomía y su propia forma de andar; le vi cierto parecido con Jack Palance y me pregunté: ¿Por qué atraviesa el puente a pie? No es porque se haya equivocado de autobús. Porque está dominado por el furor. No un furor ciego, sino un furor sereno. Porque hay ocasiones en las que las herramientas no sirven, ni martillos ni coches ni pistolas ni teléfonos; ocasiones en las que lo único que te satisface es el uso de tu propio cuerpo y el áspero roce de tus propias manos.

Así que escribí el libro sobre este hijo de perra llamado Parker, y en el curso de la historia no pude evitar que empezara a gustarme, porque era muy definido; nunca tendría que meditar lo que haría después. Él siempre lo sabía. Y el interrumpido experimento sobre la ausencia de emociones de aquella novela en tapa dura, escrita en primera persona, era algo ligeramente distinto en este libro en rústica, escrito en tercera persona. Supongo que, hasta cierto punto, Parker me gustaba por lo que no me decía de sí mismo.

Me gustaba, pero le maté. Al fin y al cabo, era un maleante y mataba a gente, y yo quería que alguien publicara el libro. En 1962, la mentalidad de «mando y control» de Hayes seguía predominando en las artes populares; los malos acababan mal. Lo máximo que podían esperar era un castigo «irónico». Así que, al final del libro, Parker era abatido por las balas de la policía.

Yo también fui abatido; Gold Medal rechazó el libro. Fue algo muy deprimente. No se me había ocurrido que Gold Medal no apreciaría el hecho de que yo hubiera escrito un libro Gold Medal. A fin de evitar problemas contractuales con Random House, que tenía una opción sobre mi próximo libro, incluso había firmado el manuscrito con un seudónimo de Gold Medal: Richard, por Richard Widmark en El beso de la muerte (1947), y Stark, porque quería un nombre/palabra que significara ‘sin artificios, sin adornos’. En otras palabras, me disfracé, pero mi familia natural no me reconoció, así que no tenía ningún sitio adonde ir.

Afortunadamente, los agentes literarios no son dados a la desesperación, e hicieron más contactos, y finalmente un editor llamado Bucklyn Moon, de Pocket Books, me telefoneó y me dijo: «Me gusta Parker. ¿Hay modo de que rehaga el libro para que Parker se escape, y después nos escriba cada año dos o tres libros de él?».

Naturalmente, mi primera reacción fue de entusiasmo, pero la segunda fue de preocupación, y la tercera de confusión. ¿Quería escribir una serie? Nunca había pensado realmente en hacer una, nunca me había considerado esa clase de escritor —cualquiera que fuese el sentido que yo le diera a eso—, pero la idea, una vez expuesta, era muy tentadora. Había dinero, claro, y el dinero siempre es un factor importante. El dinero es la red, el asidero. El dinero es la gravedad. El dinero es lo único que nos impide caer en el negro vacío interestelar.

Pero también estaba Parker, el personaje en sí. Un problema para mí, cuando por primera vez me propuse hacer una serie, había sido siempre que mis personajes persistían en agotarse a sí mismos en el curso de la primera historia. Una vez habían resuelto sus problemas, limpiado su nombre, vencido a sus enemigos, conquistado a la chica y obtenido todo lo que querían —como un héroe corriente—, habiendo luchado hasta la palabra «Fin», se suponía que cada uno de ellos empezaba a llevar una vida normal para siempre.

Pero no fue así con Parker, que me proporcionó cantidad de historias desde el mismo principio, y la verdad es que hasta el sexto libro de la serie no tuve que idear una trama que no procediera directamente de las semillas plantadas en The Hunter [El cazador] (1962). (Quizá por eso el número seis sea el más mediocre de toda la serie.)

Como he dicho, Parker había salido o había sido formado en cierto modo por aquel experimento en la carencia de emociones de 361 y su costumbre de hacer en lugar de reaccionar le ha convertido para mí en el personaje de serie ideal; como no me dirá lo que realmente quiere, nunca puede agotarse por un exceso de satisfacción.

No pretendo ser hiperbólico cuando sugiero que mi propia creación aún me resulta misteriosa en ciertos aspectos. Anoto sus actos, y sé cuándo lo que escribo está bien, pero no siempre puedo explicarlo, y aún menos a mí mismo. ¿Por qué espera Parker en habitaciones oscuras? ¿Por qué es tan sumamente leal sin mostrar jamás camaradería? ¿Para qué es el dinero?

Volviendo a la sugerencia de Buck Moon, titubeé durante un tiempo, inseguro de lo que podría encontrar más adelante por ese camino. Era muy consciente de los peligros inherentes a las segundas partes. Gran número de escritores han vuelto a un pozo y lo han hallado envenenado. (Se escribió la segunda parte de The Desperado [Un malhechor peligroso], esa novela del Oeste de Gold Medal, y fue tan mala que casi destruyó al original.) Sin embargo, por fin, gracias a Parker, y también gracias al dinero —una motivación que Parker entendería—, y también gracias a la prueba implícita de mis habilidades —otro asentimiento de Parker—, dije a Buck Moon que lo intentaría.

El cambio en El cazador fue enormemente fácil. Enseguida resultó evidente que mi primer final había sido erróneo, que Parker no se habría permitido un final tan malo. Cuando le dejé liberarse de aquellos policías, fue incluso más rápido y menos emocional que de costumbre; supongo que porque yo le observaba, y la vida estaba comenzando. La mirada que me dirigió por encima del hombro mientras salía por la puerta giratoria no expresaba gratitud, pero por otra parte tampoco expresaba desprecio. No es un engreído.

Unos cuantos años después de su nacimiento, hablé de Parker con un director cinematográfico que quería hacer una película —al final abortada— sobre uno de los libros, y este director declaró que en realidad Parker era francés, ya que la diferencia entre los ladrones de ficción franceses y los ladrones de ficción americanos es que los franceses roban porque eso es lo que hacen, mientras que los americanos roban con el fin de conseguir dinero para la operación de su sobrina tullida. Los malhechores de lengua inglesa —aparte de Yago— tienen que ser explicados, mientras que los malhechores de lengua francesa son existenciales.

Se trataba de una distinción interesante, pero en aquel tiempo yo la consideré mínima y sigo considerándola así, ya que en todos los demás aspectos Parker es tan americano como Dillinger. De hecho, creo que puede haber aparecido de vez en cuando en el pasado, en historias bélicas, policíacas e incluso del Oeste, un individuo silencioso y moralmente neutral apenas visible en un oscuro rincón del decorado, que súbita e inexplicablemente ayuda al héroe a salir de una situación apurada, y después vuelve a desvanecerse lacónicamente en las sombras, sin pedir o dar ninguna explicación. Naturalmente, eso era un falso romanticismo; sería necesario más que un héroe en apuros para impulsarle a prestar su ayuda. Pero los escritores sabían que estaba allí, escondido, y querían utilizarle de algún modo. Yo también, pero sin poner en un aprieto a ninguno de los dos.

DONALD E. WESTLAKE

Nueva York

A quemarropa

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