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Su cadáver yacía, desnudo, sobre la cama. Se quedó mirándola un momento en el umbral. Las cortinas cerraban el paso al sol del mediodía, y la habitación estaba tan fresca y oscura como la sala de una funeraria. El olor a perfumes, cosméticos y colonia encerraba el vago recuerdo de las flores. Una brisa imperceptible agitó las cortinas, y la luz del sol osciló entre ellas como la llama de una vela. A lo lejos se oía el zumbido del tráfico.

Ella yacía de espaldas; los senos y el vientre estaban aplanados. Había diseñado una postura para recibir a la muerte, con las piernas juntas, las manos cruzadas sobre la cintura y los codos pegados a los costados. Sin embargo, al quedarse dormida, se había movido, destruyendo la simetría.

Había doblado una rodilla, y la pierna derecha, estirada, le daba al conjunto una rara forma de ele, rematada por la arrugada planta del pie derecho contra el interior de la rodilla izquierda, en una torpe parodia de bailarina. Su mano izquierda aún reposaba, con la palma hacia abajo, sobre su ombligo, pero el brazo derecho se había desplazado y estaba extendido, con la palma hacia arriba y los dedos doblados. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha y la boca abierta.

Parker entró en la habitación, rodeó la cama y cogió el frasco de píldoras vacío que había en la mesita de noche. La etiqueta mostraba el nombre, la dirección y el número de teléfono de una farmacia. Más abajo podían leerse, mecanografiados, el nombre de Lynn, el de un médico, un número de teléfono y las indicaciones: «Una al acostarse cuando sea necesario. No sobrepasar la dosis».

Parker movió los labios al leer.

Lo leyó dos veces; el nombre de la farmacia y la dirección y el número de teléfono, así como el nombre de su difunta esposa y el nombre del médico, el número y las indicaciones. Después tiró el frasco a la papelera medio llena que había junto a la mesita de noche, y se volvió para mirar nuevamente el cadáver.

Hizo ademán de tocarle la muñeca, para buscarle el pulso, pero no llegó a hacerlo. Un cadáver es un cadáver; no hay error posible. La piel está demasiado blanca, el pecho demasiado inmóvil, los labios demasiado secos, los ojos demasiado hundidos tras los párpados cerrados.

Tenía que deshacerse de ella. Él debía pasar tres días allí y no podía dejarla en el apartamento. A pesar de todo su odio y de haber estado seis meses en la cárcel, nunca había planeado matarla. Golpearla, sí, mutilarla, hacerle daño y cicatrices, pero no verla muerta.

Encontró un vestido de cremallera colgado al fondo del armario. Se lo puso, introduciendo a duras penas sus rígidos brazos por las mangas, después le dio la vuelta, cerró la cremallera y volvió a darle la vuelta. Le enfundó unos zapatos. Eran demasiado pequeños. Puede que los pies hubiesen empezado a hincharse, o quizá ella prefería los zapatos más favorecedores que cómodos.

Vestida, parecía menos muerta. Sin embargo, tampoco parecía dormida. Inconsciente. Como si la hubiesen golpeado. Le cerró la boca y se quedó cerrada.

En el umbral, la miró unos momentos. Luego dijo:

—Siempre fuiste una estúpida. Nunca cambiaste.

Cerró la puerta.

Había un televisor en el salón. Encontró una botella de whisky en un armario de la cocina, rompió el precinto y se puso a mirar dibujos animados. Después vio varias reposiciones de comedias de enredo y programas infantiles.

Las cortinas del salón estaban cerradas, pero supo cuándo oscureció por el reloj que había encima del televisor. Vio el informativo de la noche y no le mencionaron. No lo harían. La fuga había sido hacía tres semanas. En el otro extremo del continente. Un guardián muerto y un vagabundo fugado no son noticia en el otro extremo de un continente.

Jamás debería haber sucedido. Otra consecuencia de la estupidez de Lynn. Sesenta días por vagabundeo, y ahora tenían sus huellas dactilares en los archivos. El nombre que las acompañaba era Ronald Casper, pero no importaba. Podía utilizar cualquier nombre, incluso su nombre verdadero, pero sus huellas dactilares jamás cambiarían.

Le condenaron a sesenta días. Veinte días y agredió a un guardián, y añadieron seis meses. Ocho meses de su vida, escardando malas hierbas en una granja penal. Aguantó seis, tuvo la oportunidad de fugarse y la aprovechó… y dejó tras de sí a un estúpido guardián con la cabeza medio desprendida de los hombros.

Ella fue la culpable de eso, como de tantas otras cosas. Le había traicionado, engañado y encarcelado, y puesto sus huellas en los archivos de Washington D.C. Le había obligado a atravesar un continente. Ella lo había hecho.

Ninguna otra mujer habría podido. Ninguna mujer le había complicado nunca la existencia, hasta que la conoció. No volvería a suceder.

Y ahora le había dejado un cuerpo del que tenía que librarse. No podía dejarla allí, tenía que recibir a un mensajero. No podía mantenerla allí, no lo soportaría. No podía llamar a nadie para que se la llevara, como haría un ciudadano respetable, porque les bastaría una mirada inquisitiva para descubrir que no era un ciudadano respetable.

La odiaba. La odiaba y la amaba, y nunca había experimentado estas emociones por nadie más. Nunca amó, nunca odió, nunca a nadie. A Mal, pensaba matarle, pero esto no era odio. Había cuentas que ajustar; deudas que saldar. Eso era rabia, eso era furia y orgullo, pero no era odio.

El nivel de la botella de whisky siguió bajando, y la televisión empezó a transmitir programas de humor y películas del Oeste. Parker continuó sentado. El resplandor blanco y azul se reflejaba en su cara y perfilaba las aristas de sus pómulos. La hora de máxima audiencia pasó, comenzaron las películas antiguas, y las miró. Las películas terminaron, un cura rezó una oración, y un coro cantó el Star-Spangled Banner, mientras una bandera ondeaba en la pantalla, y después la emisión concluyó. El sonido se redujo a un penetrante silbido y la pantalla se llenó de trémulas manchas blancas y negras.

Se puso en pie, apagó el televisor y encendió las luces. La botella estaba vacía. Se sentía un poco achispado, y eso era malo. También ella tenía la culpa de eso, de hacerle beber demasiado cuando no debía.

Fue a la cocina a prepararse un bocadillo, que engulló junto con medio litro de leche. Después se sintió cansado, de modo que hizo café, tomó tres tazas y se mojó la cara en el fregadero.

El dormitorio estaba a oscuras. La luz procedente del salón iluminaba los pies calzados de Lynn. Parker encendió la luz y vio que se había movido. Se le habían torcido los brazos y las piernas como si buscaran el torso; tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos abiertos, clavados en las cortinas cerradas.

Le bajó los párpados y se quedaron cerrados de nuevo. Sus miembros se resistieron cuando intentó estirarlos. La cogió en brazos, como un recién casado a punto de cruzar el umbral con su esposa, y se la llevó del dormitorio, atravesó el salón hasta la puerta principal.

El rellano estaba vacío. Apretó el botón y el ascensor subió desde la planta baja. Bajó hasta el sótano, con ella en brazos, y buscó la salida trasera del edificio.

Un callejón le llevó a la calle, a una manzana de la entrada principal del edificio. Giró a la derecha y caminó la media manzana que le separaba de la Quinta Avenida y Central Park. Por el camino, un hombre pasó junto a él, apresuradamente, sin dirigirle apenas una mirada. En la esquina, un taxi aminoró la velocidad y el conductor sacó la cabeza por la ventanilla y preguntó:

—¿Quiere un taxi, señor?

—Vivimos al final de la manzana.

El taxista sonrió.

—Lleva una buena taja, ¿eh?

—No está acostumbrada al vodka —dijo él.

El taxi siguió adelante. No había peatones. Esperó a que pasara un Jaguar sedán, que se dirigía hacía el norte de la ciudad, y la pareja que iba dentro le miró, sonrió y apartó la mirada. Cruzó la calle y pasó por encima del muro bajo de piedra que bordeaba el parque.

La depositó entre unos arbustos. A tientas, sin ver lo que hacía, volvió a quitarle el vestido y los zapatos. Sacó su navaja. Sosteniéndole la mandíbula con la mano izquierda para guiarse en la oscuridad, le rajó la cara con un corte largo y profundo. De lo contrario, se publicaría una fotografía en los periódicos para tratar de identificarla. Y Mal leería los periódicos.

No había sangre en sus manos, apenas nada en la navaja. Los cadáveres no sangran tanto. Secó el cortaplumas con el vestido, lo cerró y volvió a metérselo en el bolsillo. Enrolló los zapatos en el vestido, se puso el fardo bajo el brazo izquierdo, salió del parque y regresó al apartamento.

Estaba muy cansado y apenas se sostenía en pie cuando llegó. Apagó todas las luces y se echó en el sofá. Se quedó dormido inmediatamente.

A quemarropa

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