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ОглавлениеRAYOS LÁSER Y PAPAS FRITAS
De vuelta al presente, papá me espera en el auto cuando salgo de la escuela. Hoy es mi segundo día de tratamiento. El centro de radiación está a pocos minutos de la escuela, y él ya pasó por un McDonald’s para comprar un par de órdenes de papas a la francesa y Coca-Cola.
—Un tentempié —dice, embutiéndose un puñado de papas fritas.
Hay una carpeta tipo acordeón repleta de documentos en el espacio frente al sillón del copiloto. Pongo un pie a cada lado de ella.
Arranca el motor.
—¿Estás listo para el día número dos de tratamiento?
Tomo una sola papa.
—No tengo más opción.
—Cierto, supongo que no —traga el bocado con un sorbo de Coca-Cola—. ¿Estás bien?
Lo pienso unos momentos, mientras observo a un señor que barre las hojas de un color naranja intenso que se amontonan en su jardín.
—Creo que sí. Es decir, supongo que sí —lo miro. Aún se ve cansado—. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Voltea a mirarme, sorprendido.
—¿Quién? ¿Yo? Seguro, sólo un poco ocupado. ¿Por qué?
Me encojo de hombros.
—No sé —una ráfaga de viento dispersa la mitad del cuidado cúmulo de hojas que el hombre había recogido—. Ya pasaste por esto. Quiero decir, sé que debió ser horrible… con mamá. Seguro que sí. Y ahora sucede de nuevo. Me siento… culpable.
Papá va mirando hacia delante, pero veo que una expresión casi de furia cruza velozmente por su cara.
—Ross… no. No quiero que te sientas así nunca. Ni se te ocurra pensarlo. Tú no pediste que te pasara esto.
Recuesto la cabeza.
—Ya lo sé, pero… es que no es justo.
Da vuelta en una esquina, con un giro demasiado abierto porque va distraído.
—No, es cierto —sonríe en forma cómica—. ¿Pero quién dijo que la vida era justa?
Tomo un trago grande de mi bebida.
—Supongo que nadie.
—Exacto —guarda silencio unos momentos—. Tú y yo estamos juntos en esto. Los dos. Nuestra misión es tratar de esquivar los golpes.
Tomo otra varita de papa frita.
—Esquivar los golpes. Ya veo.
—La vida nos golpea, nosotros hacemos lo que podemos por esquivar los puñetazos —levanta las cejas—. ¿Entendido, hermano?
Se acerca a mí. Está diciendo cosas para hacerme reír.
—Te dije que no digas hermano.
—Hecho, hermano —se acerca más. Levanta las cejas. Así es papá.
Medio sonrío para que no siga, y algo acude a mi mente.
—Hey… ¿sería muy raro si te digo que quiero entrar yo solo y pasar por esto sin nadie más? Como… no sé… ¿para mostrar que ya no soy un niño pequeño?
Se endereza, sorprendido, pero lo piensa unos momentos.
—No, no es tan raro —asiente—. Te entiendo.
—¿Estás seguro? Yo ni siquiera sé bien por qué lo estoy proponiendo.
Mira unos instantes por la ventana. Estamos en el estacionamiento justo frente al centro de radiación. Cuando vuelve a mirarme noto que tiene los ojos más brillantes de lo normal. Llorosos. Yo no estaba buscando un momento sentimental ahora, pero parece que hacia allá vamos.
—¿Te he dicho que estoy muy orgulloso de ti?
Aquí vamos…
—Sí, me lo has dicho, papá… como mil veces.
—Ja —su risa es húmeda—. Bueno, pero así es. Por la manera en que estás enfrentando todo esto… es… tu mamá hubiera estado… —se le quiebra la voz y sacude la cabeza. Se enjuga los ojos y con un gesto me indica que descienda del auto—. Muy bien. Como sea. ¡Largo, largo de aquí! Vete antes de que empiece a lloriquear.
Abro la portezuela del coche.
—Demasiado tarde.
En la sala de espera, Jerry está en la misma silla con una taza de café, como si no se hubiera movido desde la última vez. Levanta la mirada de su revista de la Asociación Nacional de Jubilados.
—Ya está aquí, el joven Ross —su voz suena tan pedregosa que parece que le doliera al hablar—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Me siento en un sofá frente a él. Agito la mano. Más o menos.
—Te entiendo. ¿Vienes directamente del colegio?
Le respondo asintiendo con la cabeza. Él asiente también.
Me concentro en buscar entre mis carpetas del colegio.
—Entonces, ¿de qué tipo es? —pregunta Jerry. Enrolla la revista entre sus grandes manos.
Lo miro.
—¿Qué? ¿Qué tipo de escuela?
—Tu cáncer. ¿Dónde es? El mío lo tengo aquí —señala con un dedo largo y torcido entre sus piernas. Eso me deja frío—. No importa. Era curiosidad. Soy un viejo curioso —ríe, y la risa se convierte en un ataque de tos ruidoso y jadeante.
Espero hasta que estoy seguro de que no se va a morir por eso.
—En el ojo.
Jerry se limpia la boca y la barbilla con un pañuelo amarillento. Resopla un par de veces.
—Me lo imaginaba —señala el centro de su frente.
Entre las cejas, tengo una cicatriz. Parece una ranura de dos o tres centímetros justo en el sitio donde uno arrugaría el entrecejo al enfadarse.
Meneo la cabeza para asentir.
—Sí. Por ahí me dispararon unos balines en el cráneo, para que la máquina supiera adónde apuntar el rayo.
En realidad, son cuatro cicatrices, pero las demás quedan ocultas bajo mi cabello. Por el momento, al menos.
Jerry asiente.
—Es como la ranura de las monedas de un teléfono público.
—¿Ranura de monedas de teléfono público?
Agita su enorme mano.
—Las máquinas expendedoras de golosinas tienen una para meter las monedas, o las alcancías. Los teléfonos públicos tenían una así también —levanta sus cejas peludas y ríe—. ¡Teléfono público! Ni siquiera sabes lo que es. No importa. En tus tiempos, imagino que es más como una cicatriz de Harry Potter.
Me sorprende el comentario.
—¿Conoce a Harry Potter?
Ríe y desenrolla su revista.
—Podré ser viejo, ¡pero no estoy muerto! Y tengo nietos. He visto un par de las películas —me mira de arriba abajo—. ¿Y también es por eso que tienes ese ojo cerrado?
—Sí —desvío la vista.
Las puertas que conducen al pasillo se abren, y Frank hace su entrada. Se detiene unos momentos para enterarse de lo que sucede.
—Muy bien, Ross. Aquí los jóvenes vamos a tener un rato de diversión con los protones. Dejemos que este anciano caballero se dedique a sus revistas para jubilados.
Tomo mi mochila y lo sigo, agitando la mano para despedirme de Jerry.
Levanta la mano y sonríe.
—Nos vemos, Alcancía.
Frank me mira.
—¿Alcancía?
Pongo los ojos en blanco y señalo mi cicatriz. Frank suelta una risotada.
—Me encanta.
—¿¡¿U2?!?
Frank parece decepcionado. Suspira, mirando el disco compacto que tiene en la mano.
—Bueno, Ross… yo pensé… Esto es rock de padres, pero… bueno, es mejor que lo de la vez pasada. Creo… —su voz se apaga mientras da media vuelta y camina lentamente hacia la repisa del estéreo. Parece que tuviera que arrastrar los pies a través de arena movediza.
La noche anterior había pasado un rato explorando la colección de discos compactos de papá, y estaba seguro de haber elegido uno en verdad bueno.
Callie no me ha colocado el candado de bicicleta, así que todavía puedo hablar.
—Entonces, para no decepcionarte en el futuro, ¿qué era lo que esperabas que trajera?
Eso hace que Frank se detenga. Regresa a la mesa metálica.
—U2 está bien. Son una banda buena, bien armada. Sí. Pero ¿nunca te aventuras a explorar cosas fuera de lo común? En términos de música, quiero decir. ¿Nunca oyes algo diferente o que se salga del terreno conocido? ¿O al menos en las márgenes de ese terreno?
Permanezco ahí tendido, dado que no me puedo mover.
—Supongo que no.
—Muy bien. Mañana quiero que traigas algo que te guste, pero que no estás seguro de si le gusta a alguien más. Algo extraño y quizás un poco arriesgado.
Espero un momento antes de responder.
—Bueno… lo hubiera hecho… pero los compactos son para… para viejos…
Se queda mirándome fijamente.
—¿Oíste lo que acaba de decir, Callie? ¿Lo oíste? Te dije que había indicios de vida interior en éste —cuando Callie llega con la pieza en forma de U, Frank se hace a un lado—. Callie dijo que eras medio aburrido, pero yo dije que no, que no te perdiéramos de vista porque había algo en tu interior, pero teníamos que hacerlo salir a la luz.
Callie sonríe y mueve la cabeza para dirigirse a mí:
—Si quieres que lo echemos, pestañea dos veces.
Frank da media vuelta y se dirige al estéreo, agitando las manos en forma teatral.
—¡Aquí vamos, Ross! Aquí viene tu rock de estadio, ¡con sello de aprobación de deportistas! Aquí vamos, hacia el lugar de las calles sin nombre.
Callie revisa que la masa azul para mi nariz haya quedado bien colocada, y me pide que ignore a Frank.
El tratamiento me parece largo ese día, y no sé bien por qué. En varios momentos siento que mi ojo se desvía de la X y me insulto mentalmente. Lo último que necesito ahora es un ojo frito.
Al terminar, le digo a Frank que debería traer algunos de sus discos para el día siguiente, ya que siempre me han interesado las antigüedades.
—Lo dice el muchacho que trajo un álbum de hace treinta años —Frank oprime el botón de las puertas eléctricas y pasamos a la sala de espera, que está prácticamente vacía. Jerry debe estar en su tratamiento en la otra sala de radiación.
—Ya lo verás. Te voy a quitar las ganas de volver a oír eso de los 40 principales en cuestión de días.
Y entonces, la recepcionista me avisa que el doctor Throckton, el hombre que tiene todas las respuestas, quiere hablar conmigo, si es que tengo un momento libre. Dos minutos después, estoy sentado frente a él en un consultorio, y me entero de que las cosas van de mal en peor, directo hacia lo catastrófico.