Читать книгу Guiño - Rob Harrell - Страница 8

4

Оглавление

DIVERSIÓN ESCOLAR. YUJUUUUU

Cuando llego a la escuela a la mañana siguiente, Abby no está contenta conmigo: me quedé dormido y no vi un montón de mensajes que me envió. Pasamos por el salón de música a dejar su viola y, mientras avanzamos por el corredor frente a un chico que suelta cantidades increíbles de saliva por el extremo de su trompeta, me lo deja bien claro.

—¿Se te olvida cómo contestar un mugroso mensaje? ¡Y yo que llegué a pensar que habían fallado el disparo con el rayo y te habían freído el cerebro! —rebusca algo en su mochila, probablemente protector labial.

Abby es la única persona que bromea sobre mi situación. Lo ha venido haciendo a lo largo de toda esta difícil experiencia. Y yo no tengo palabras para agradecérselo. Me hace sentir que todavía queda algo normal en el mundo.

Quiero decir, no me malentiendas: sería raro que el resto de la gente también bromeara al respecto.

Pero Abby es caso aparte.

Abby Peterson ha sido mi mejor amiga desde el tercer día de primer grado, cuando me atraganté con un sorbo de leche, y una gomita de vitaminas de los Picapiedra salió expulsada por mi nariz. Creo que tenía la forma de Dino. Rio tanto que por poco se vomita, y desde entonces se formó un vínculo entre nosotros.


Cuando estábamos en cuarto grado, creo, le dimos la bienvenida a nuestro pequeño grupo a ese eterno zopenco que es Isaac Nalibotsky. Encajó muy bien con nosotros, pero últimamente ha estado comportándose de forma extraña. Desapareció de pronto, al menos en lo que tiene que ver con pasar el tiempo con nosotros. En otras circunstancias, haría este camino con nosotros, y me sigue extrañando que no esté aquí.

—No tenía ganas de hablar —dije—, ni de mensajear. Ni de levantar la cabeza de la almohada. ¿Hiciste la tarea de Lengua? Se me olvidó por completo.

—Psss, creo que la profe Bayer no te reprenderá. Al fin y al cabo, tienes la mejor excusa del mundo: Oh, lo siento tanto, pero ayer me dispararon un rayo de energía en la cabeza —se aplica el protector labial con tal generosidad que hubiera alcanzado para tres personas—. ¿Y cómo fue? ¿El rayo estaba caliente?

Nos detenemos frente a mi casillero para que yo saque mi libro de matemáticas.

—Fue… no sentí nada. Sólo tuve que quedarme ahí tendido un rato, y luego ya había terminado. Muy extraño.

Abby me mira pensativa unos momentos.

—Ya veo. Eso no nos va a servir. Cuando la gente te pregunte, tienes que añadirle un poco de drama… por ellos, no por ti.

—Está bien —cierro mi casillero de un portazo. Noto que un par de niñas nos miran. Estoy casi seguro de que están en sexto grado—. Tal vez puedo decir que olía a carne quemada. O que alcancé a oír que mi ojo chisporroteaba como tocino al freírse.

—Lo dirás en broma, pero yo no me detendría ahí —Abby se pone una liga elástica entre los labios, para recoger su cabello ondulado y anaranjado en una coleta. Guarda su diadema en la mochila—. Aprovecha todo lo que quieras el componente de ciencia ficción que tienen los rayos láser, mi amigo. Eres famoso en la escuela.

Un comentario muy propio de Abby. Si hay algo que a ella le guste es llamar la atención. Lo cual es bueno, porque su cabello color mandarina alcanza a verse desde el espacio. A eso hay que agregarle su sentido algo excéntrico de la moda, que algunos llamarían chiflado, y así se convierte en alguien a quien es imposible no ver. Su estilo desquiciado me viene bien. A su lado, resulto invisible.

En realidad, yo solía ser invisible. Podía atravesar una biblioteca abarrotada de gente y escapar sin que nadie me notara. Sano y salvo. Casi nadie me dirigía la palabra, y yo vivía tranquilamente debajo del radar, como un cazabombardero encapuchado. Nunca me di cuenta de que las cosas eran así, pero resultaban una maravilla.


Y entonces, ya saben… cáncer.

Hasta ahí llegaron mis planes de mantenerme de incógnito hasta séptimo grado con mi nada notable promedio, sin que profesores ni estudiantes repararan en mí. Ahora no puedo recorrer un pasillo sin que alguien me observe y analice. O, peor aún, que me pregunten cómo me siento.

Un niño se me acercó y en voz baja me preguntó si me estaba muriendo. Él estaba en sexto, así que creo que honestamente no sabía qué otra cosa decir. Otro niño, de octavo, Billy Herrold, se acercó y asintió, para luego contarme que su tío había muerto de cáncer.

Yo no sabía muy bien cómo reaccionar ante esa información, así que medio sonreí y le dije: Qué mal. Se alejó caminando como si se sintiera orgulloso de haber compartido algo con el niño enfermo, pero a mí se me hizo un nudo de preocupación en el estómago, que se mantuvo durante dos descansos de ese día.

Creo que esos niños tratan de ser amables, o al menos actúan con amabilidad, pero yo estaría dispuesto a dar mi ojo derecho por volver a ser el chico anónimo, aunque decirlo es una completa tontería porque mi ojo derecho es justamente donde tengo el tumor.

Uno de mis peores momentos relacionados con el cáncer sucedió cuando en la escuela hicieron algo que se suponía que era amable. Como la operación me la hicieron al final del verano, perdí la primera semana de clases en recuperación. El primer día que volví a la escuela, me esperaba una enorme tarjeta firmada por mis profesores y todos mis compañeros de curso.

Habían escrito mensajes por todas partes: “¡Mejórate!” y “¡Sentimos mucho tu enfermedad!”, y el siempre útil “¡Anímate!”.

Quedé horrorizado. Habían pasado unas cuantas semanas desde la operación, y fuera de unos moretones que ya lucían amarillentos, me veía más o menos bien. Pero esa tarjeta daba a entender: Olvídate de pasar desapercibido como el señor Normal. Era como si alguien hubiera puesto un enorme letrero luminoso sobre mi cabeza, anunciando lo que había sucedido: ¡Niño enfermo aquí!

Cuando entro al salón, la profe Bayer aparece justo junto a mi lugar.

—¿Cómo estás, Ross? Ayer comenzaste tu tratamiento, ¿cierto?

Siento varios pares de ojos fijos en nosotros.

—Sí, y estoy bien.

Se apoya en el escritorio separado del mío por el pasillo, y me mira con gesto de preocupación. Un montón de brazaletes se entrechocan y suenan cuando posa una mano tranquilizadora en mi brazo. He notado que a mucha gente le gusta hacer cariños tranquilizadores en el brazo de una persona enferma.

—De acuerdo. Dime si necesitas algo, o si los deberes te parecen exhaustivos.

Muevo la cabeza en asentimiento y pienso en Abby, con eso de que tengo la mejor excusa.

—Yo… mmm… estaba muy cansado cuando volví a casa ayer. No hice los ejercicios de tarea, pero…

La profesora Bayer sonríe y se inclina hacia mí como si fuera a decirme un secreto, envolviéndome en la nube de su penetrante perfume.

—No te angusties. Hazlos cuando puedas, ¿está bien? —y levanta tanto las cejas que uno pensaría que es una caricatura—. Sólo avísame, ¿de acuerdo? Mantenme al tanto —se pone en pie y regresa al frente del salón.

Parpadeo, algo aturdido. Bayer tiene fama de ser muy estricta entre los profesores de la escuela.

¿Qué magia es ésta?

Me estoy preguntando qué tan lejos puedo llevar este nuevo poder que poseo cuando Sarah Kennedy hace su entrada y el salón se ilumina como si alguien hubiera aumentado la potencia de todas las lámparas.

Se dirige a su pupitre, justo delante del mío. Una energía torpe recorre mi cuerpo mientras me dedico a buscar plumas y papel para tomar notas. Tengo que esforzarme por parecer natural, aunque sé que ella no estará ni remotamente mirando en mi dirección.

Pero sucede que me observa.

—Hey…

Miro detrás de mí para asegurarme de que no está hablándole a otra persona. Y no.

—¿Ajá? —todos los ruidos del aula se han silenciado, salvo por un pitido agudo en mis oídos.

—Se me acabó el papel. ¿Me puedes prestar unas hojas?

Me ofrece su sonrisa ridículamente deslumbrante y siento que se forma un nudo en mi garganta. Sarah Kennedy tiene ese efecto sobre mí. El mismo que tiene sobre muchos otros en la escuela, para ser sinceros. Sé que no hay algo particularmente inteligente en derretirme por una niña que apenas conozco, pero… bueno, culpemos a la pubertad.

Sarah no sólo es popular, bella e increíblemente lista. Hace un par de años la vi en el parque con sus hermanos mayores… y estaba haciendo piruetas en una patineta. ¡En una patineta! ¡Y lo hacía bien! Fue la cosa más genial que he visto en la vida. Era como ver a la Reina de Inglaterra haciendo acrobacias en el filo de una acera.

Aquella imagen se me quedó grabada en mi memoria para siempre. Incluso llegué a pensar en aprender a usar una patineta. Luego le pedí prestada la suya a Isaac y por poco me mato, así que decidí que no seguiría con ello. La coordinación y yo no somos amigos.

—Claro que sí —saqué un par de hojas, pero mi motricidad fina había huido del lugar. Mi mano decide arrugarlas cuando salen, así que las embuto en mi mochila y hago de cuenta que nada de eso sucedió. Abro mi carpeta para sacar otras y se las ofrezco.

Luego se oye una voz grave a mi derecha.

—Entonces, ¿qué? ¿Ya tienes superpoderes y toda esa mierda?

Me volteo lentamente.

Es Jimmy Jenkins.

—No —le digo—. Nada de superpoderes. Todavía.

Jimmy es el chico más grande de mi curso. Y, sin duda, el más simplón. He oído lo que se cuenta por ahí, que es malo o que está chiflado, o ambas cosas a la vez, y la verdad es que me aterra pensar que debo sentarme a su lado. Un encuentro con Jimmy es como enfrentar a un oso pardo. Una simple palabra equivocada puede ponerlo de muy mal humor, y eso es lo último que uno quiere que suceda.


Me enteré de que en quinto grado le dio a un niño un coscorrón tan fuerte que tuvieron que llevarlo al hospital. Y el año pasado cuentan que se enfrentó con uno de secundaria por una apuesta de un juego de futbol americano o algo así.

Con total destreza, la lengua de Jimmy ajusta una enorme esfera de goma de mascar (seguramente sabor uva, de esa que promocionan beisbolistas) mientras piensa un momento. Siempre está masticando una grandísima pelota de esa cosa. Es asqueroso. La boca se le ve toda húmeda y babeante cuando masca, y luego termina dejando esas plastas donde quiera que se le ocurra, una vez que se aburre. He pisado un par de esas plastas de Jimmy, como se conocen en la escuela, y me he llegado a sentar en alguna.

Para empeorar lo asqueroso de la situación, perdón pero es inevitable, carga adonde quiera que vaya con una pequeña botella que era de jugo y que ahora usa para escupir. No sé si pensará que lo que tiene en la boca es tabaco de mascar, o si tiene algún problema de salivación, pero es lo más repugnante del mundo. Hasta he tenido pesadillas con eso.

—Peor para ti. ¿Y ese rayo para el cáncer te hizo cagarte en los calzones o algo así?

Siento que toda mi sangre se ha ido a mis orejas y me arden, y puedo sentir que Sarah se mantiene atenta a nuestra conversación.

—No, para nada —se me quiebra la voz—. Claro que no.

—Ajá. Y qué hay de tu orina… ¿Brilla en la oscuridad? He oído que puede pasar.

Esto es más difícil que enhebrar una aguja. No debo enfurecer al oso, y tengo que mantener la dignidad frente a Sarah.

—No… no que yo haya notado.

—Ahh… qué mal —resopla, y vuelve a masticar su pelota de goma azucarada. Mueve la plasta enorme otra vez hacia la parte frontal de su boca. Ya ha perdido por completo el interés en mí.

Sarah sigue mirando hacia atrás, con las hojas en la mano. ¿Estará viéndome la cicatriz? ¿Mi ojo medio bizco? Muevo la cabeza para salir de su vista, por si acaso.

—Bueno, gracias por esto. Utilicé todas mis hojas en… —levanta una gruesa pila de volantes impresos y me entrega uno—, el concurso de talentos de Navidad. Será en diciembre. Al final del año. ¿Quizá puedes dibujar a algunos de tus personajes frente a todos, en el escenario, o algo así?

Tomo el volante e intento imaginar cómo sería eso: yo, dibujando ante la vista de todos, mientras ellos se mueren de aburrimiento y bostezan en primera fila.

De sólo pensarlo, me sonrojo hasta ponerme muy colorado.

Soy un dibujante, no un artista. Hay una gran diferencia entre ambos. Mamá era una artista. Ilustradora, en realidad. Trabajaba ilustrando libros para niños y revistas y otras cosas antes de enfermarse. Era endiabladamente buena en lo que hacía, y tenemos sus obras por toda la casa.

En realidad, no es que yo sea malo. Los personajes a los que Sarah se refiere son Baticerdo y Batitrasero. Hace un par de años dejé mi pequeña huella en la historia del arte de mi escuela, cuando mi dibujo de Batitrasero logró mandarme por primera y única vez a la oficina del director.


Hago tiras cómicas algo tontas sobre las aventuras que viven, pero desde ese encuentro con el director, me concentro más en Baticerdo. Así corro menos riesgos.

De hecho, tengo una libreta de dibujo donde hago la mayor parte de mis cómics de Baticerdo. O también dibujos de cosas varias. Y bocetos más serios de objetos verdaderos. Mamá los llamaba dibujos de la vida. Pero ésos no se los muestro a nadie. Ni siquiera a Abby. O a papá. Los tengo en ese maltratado cartapacio que perteneció a mamá. Lo encontré entre sus cosas, unos años después de su muerte. No recuerdo mucho su muerte. Ni tampoco a ella, sinceramente. Pero ese cartapacio significa mucho para mí.

Se siente como algo muy personal, así que lo mantengo en ese estado. Para mí y nadie más.

O tal vez lo que sucede es que me preocupa que alguien diga que mis dibujos son muy malos.


Sea como sea, me siento impresionado porque mis garabatos hayan sido detectados por el radar de Sarah Kennedy, que siempre parecía muy ocupada con sus amigos y todo lo relacionado con ser superpopular.

Entonces, mientras me mira, sucede algo de pronto con su cara: la veo cambiar y transformarse, y en cosa de un momento tiene los ojos tristes y una expresión de sinceridad. Ya sé lo que viene después. Me ha tocado vivirlo mucho últimamente.

—Entonces… ¿cómo te sientes? —la preocupación que se forma en su rostro me hace sentir deseos de meterme en un agujero para no volver a salir. Ese prolongado contacto visual que implica el mensaje Aquí estamos todos, para apoyarte me resulta extremadamente incómodo.

Me sonrojo.

—Oh, bien. Sí. Estoy bien —murmuro.

—Sigue así, ¿de acuerdo? —asiente y me regala una sonrisa triste antes de enderezarse en su pupitre.

Respiro hondo y me dejo escurrir en mi asiento. Doblo el volante del concurso de talentos y lo guardo en mi bolsillo trasero.

Tal vez me reblandecí un poco, pero mi corazón se mantuvo firme y sin perder el paso.

Eso, según yo, es una victoria.


Guiño

Подняться наверх