Читать книгу El manuscrito Godwulf - Robert B Parker - Страница 5
1
ОглавлениеEl despacho del rector de la universidad parecía el salón de un próspero burdel victoriano. Estaba forrado con grandes paneles de nogal oscuro, y ante las altas ventanas colgaban unas cortinas drapeadas de color granate muy ornamentadas. Las alfombras también eran granates, y los muebles, de cuero negro con tachuelas de latón. El despacho era mucho más bonito que las aulas; quizá tendría que haber llevado corbata.
Bradford W. Forbes, el rector, era gordo y opulento; tenía la cara rojiza, el pelo espeso y blanco algo largo y las cejas anchas y blancas. Vestía un traje con chaleco marrón a rayas finas, y una llave de oro «Phi Beta Kappa» colgaba de la cadena de un reloj de oro que pasaba por encima de su orondo vientre. La camisa que llevaba era de paño amarillo, y la corbata roja, con rayas azules y amarillas, se desbordaba por encima del chaleco.
Al hablar, Forbes iba haciendo girar la silla y miraba su reflejo en la ventana. Los primeros copos de nieve del otoño se estrellaban contra el cristal, se deshacían y resbalaban hacia el alféizar de ladrillos blancos. Fuera estaba muy gris, un color muy propio de Boston en noviembre, y debido a ello el despacho de Forbes parecía más alegre de lo que habría podido pensarse.
El rector me hablaba de la delicada naturaleza de su trabajo, y al parecer tenía mucho que decir al respecto. Llevaba allí veinte minutos, y empezaba a dolerme la cabeza. Me pregunté si debía decirle que su oficina parecía una casa de putas. Al final decidí no hacerlo.
—¿Comprende usted cuál es mi situación, señor Spenser? —me dijo volviéndose hacia mí. Se inclinó y apoyó las palmas de las manos encima de su escritorio. Llevaba hecha la manicura.
—Sí, señor —dije—. Los detectives sabemos comprender a las personas.
Forbes frunció el ceño y siguió hablando.
—Es un tema muy delicado, señor Spenser —se miró de nuevo en el cristal—, que requiere muchísima discreción, sensibilidad, circunspección y un alto grado de profesionalidad. No sé qué tipo de personas le ofrecen a usted trabajo habitualmente, pero...
Le interrumpí.
—Mire, doctor Forbes, yo fui a la universidad, y no llevo sombrero cuando estoy bajo techo. Si aparece una pista y me muerde el tobillo, la cojo. Pero no soy un erudito de Oxford, soy un detective privado. ¿Quiere usted que averigüe algo, o simplemente está ensayando su discurso para la ceremonia de graduación del próximo curso?
Forbes inhaló aire con fuerza y luego lo dejó salir muy despacio por la nariz.
— Frale, el fiscal del distrito, nos ha dicho que se vanagloria usted demasiado de su propio ingenio. Explíqueselo usted, señor Tower.
Este se apartó de la pared donde se apoyaba y abrió una carpeta marrón. Tower era alto y delgado, y llevaba el pelo cortado a lo paje, largas patillas, botas con hebillas y un traje de gabardina beige. Puso un pie en una silla de respaldo alto y abrió el expediente sin florituras.
—Carl Tower —dijo—, jefe de seguridad del campus. Hace cuatro días robaron un valioso manuscrito iluminado del siglo catorce de nuestra biblioteca.
—¿Qué es un manuscrito iluminado?
Forbes respondió:
—Un libro escrito a mano, normalmente hecho por monjes, con ilustraciones en color, a menudo rojo y oro, en los márgenes. Este en concreto está en latín y contiene una alusión a Richard Rolle, el místico inglés del siglo catorce. Fue descubierto hace cuarenta años detrás de una fachada ornamental de la abadía de Godwulf, donde se cree que fue escondido durante el saqueo de los monasterios que siguió a la ruptura de Enrique VIII con Roma.
—Ah —dije—, ese tipo de manuscrito iluminado.
—Exacto —dijo bruscamente Tower—. Puedo darle una descripción y algunas fotos más tarde. Ahora lo que queremos es explicarle la situación en general. Esta mañana, el rector ha recibido una llamada de alguien que aseguraba representar a una organización anónima del campus. El que llamó dijo que tenía el manuscrito y que lo devolvería si entregábamos cien mil dólares a una escuela libre que dirige un grupo externo al campus.
—¿Y por qué no lo hacen?
De nuevo, fue Forbes quien respondió:
—No tenemos cien mil dólares, señor Spenser.
Miré a mi alrededor.
—Quizá podría alquilar la zona sur de su despacho para aparcamiento —le dije.
Forbes cerró los ojos unos diez segundos, inhaló aire audiblemente y luego lo exhaló.
—Todas las universidades pierden dinero. Esta, al ser grande, urbana y poco distinguida en algunos aspectos, pierde más que la mayoría. Tenemos poco apoyo por parte de los ex alumnos, y el que tenemos a menudo procede de los sectores menos acomodados de nuestra sociedad. No disponemos de cien mil dólares.
Miré a Tower.
—¿Se puede comerciar con ese objeto?
—No, su valor es histórico y literario. El único mercado sería otra universidad, y lo reconocerían de inmediato.
—Existe otro problema, señor Spenser. El manuscrito debe mantenerse en un entorno controlado, con aire acondicionado, la humedad adecuada... ese tipo de cosas. Si pasa demasiado tiempo fuera de su vitrina, se desintegrará. Para los eruditos, la pérdida sería terrible. —La voz de Forbes bajó al pronunciar la última frase. A continuación, examinó una partícula de ceniza de cigarrillo que tenía en la solapa, luego clavó sus ojos en los míos y me miró con fijeza—. ¿Podemos contar con usted, señor Spenser? ¿Puede devolvérnoslo?
— Pedid y se os dará —dije.
Detrás de mí, Tower lanzó una especie de bufido, y Forbes parecía que había encontrado un gusano en su manzana.
—¿Perdón? —dijo.
—Tengo treinta y siete años y no me gusta la verborrea, doctor Forbes. Si me paga, y deja sus comentarios a lo Pat O’Brien para otra ocasión, veré si puedo encontrar el manuscrito.
—Así no vamos a ninguna parte —dijo Tower—. Deje que me encargue yo, doctor Forbes, y se lo explique todo. Conozco la situación y estoy acostumbrado a tratar con gente como él.
Forbes asintió sin hablar. Cuando salí del despacho, el rector estaba de pie junto a la ventana, con las manos cogidas a la espalda, mirando la nieve.
El edificio de administración era un bloque de cemento con suelo de vinilo, separaciones de cristal esmerilado y dos tonos de verde en las paredes de los pasillos. El despacho de Tower, de metal beige, estaba a seis puertas de distancia del de Forbes, y su tamaño no era mayor que el escritorio del rector. Tower se sentó detrás de su mesa y se dio unos golpecitos en los dientes con un lápiz.
—Me encanta el estilo con el que seduce usted a sus clientes, Spenser.
Me senté en una silla frente a él. No dije nada.
—Está claro —siguió— que el viejo es un pamplinas, pero también es un administrador excelente y una bellísima persona.
—Vale —dije yo—, es genial el hombre. Cuando sea mayor quiero ser como él. ¿Qué hay del manuscrito Godwulf?
—Bien —sacó una foto en color de veinte por veinticinco de la carpeta marrón y me la entregó. En ella se veía un libro con una escritura muy elegante, abierto sobre una mesa. Estaba escrito en latín, y en los márgenes, pintados en rojo intenso y oro, se veían caballeros, damas, leones levantados sobre las patas traseras, vides, ciervos y un dragón en forma de serpiente, alanceado por un héroe con armadura montado en un caballo muy regordete y femenino. La primera letra de la parte superior izquierda de cada página estaba dibujada de una manera muy historiada e integrada en el diseño de los márgenes—. Se lo llevaron hace tres noches de su vitrina de la sala de libros raros de la biblioteca. El vigilante pasó a las dos, y luego de nuevo a las cuatro. A las cuatro encontró la vitrina abierta y el manuscrito había desaparecido. No puede decir con absoluta seguridad si estaba allí o no a las dos, pero supone que sí, porque si no lo habría notado. Resulta difícil demostrar que uno no ha visto algo. ¿Quiere hablar con él?
—No —respondí—. Es un asunto rutinario. Usted o la policía pueden hacerlo igual que yo. ¿Tienen algún sospechoso?
—El CECEC.
—¿CECEC?
—Comité de Estudiantes Contra la Explotación Capitalista. Revolucionarios del ala más izquierdista del espectro. No podría demostrarlo en un tribunal, pero, cuando se tiene un trabajo como el mío, uno sabe estas cosas.
—¿Un informador?
—No, en realidad no, aunque sí tengo algunos contactos. Se trata más bien de una corazonada. Es el tipo de cosas que haría el CECEC. Llevo aquí cinco años. Antes estuve diez en el FBI. He pasado mucho tiempo entre radicales, y tengo buen ojo con ellos.
—¿Como el buen ojo que tenía el difunto director?
—¿Hoover? No, ese es uno de los motivos por los que dejé el FBI. En tiempos fue un policía estupendo, pero su momento pasó, antes incluso de que muriera. Se me dan bien los chicos radicales, y sé que no hay que encasillarlos. Los peores tienen los mismos problemas que han tenido siempre los fanáticos, pero no se les puede echar la culpa por ser demasiado rígidos, teniendo en cuenta las cosas que están pasando. Este no es precisamente un mundo a lo Walt Disney. —Señaló por la ventana hacia el patio asfaltado, donde la nieve fangosa empezaba a acumularse formando unos diseños algo confusos a medida que los chicos la pisoteaban. Un árbol joven y sin hojas se apoyaba en su tutor, como un perrito sin amo.
—¿Dónde puedo encontrar el CECEC? ¿Tienen una sede con banderines en la pared y discos antiguos de Pat Boone sonando día y noche?
—No —respondió Tower—. Lo mejor sería que hablara con la secretaria, Terry Orchard. Es la menos desagradable de todos ellos, y también la menos irracional.
—¿Y dónde puedo encontrarla?
Tower apretó el botón de un intercomunicador y pidió a alguien que le llevase el expediente del CECEC.
—Tenemos informes de todas las organizaciones de la universidad. Por pura rutina. No es que señalemos especialmente al CECEC.
—Entonces supongo que tendrán uno muy gordo del club católico Newman —dije.
—Vale, no prestamos la misma atención a todos, pero no perseguimos a nadie.
La puerta del despacho de Tower se abrió y entró una rubia recién salida de un colegio mixto, con botas altas blancas. Vestía una prenda de ante morado demasiado corta para ser una falda y demasiado larga para ser un cinturón. Arriba llevaba una camisa de raso escarlata con las solapas muy largas, las mangas anchas y escote generoso. Tenía los muslos algo gruesos, pero quizá ella pensara lo mismo de mí. Dejó un abultado expediente marrón encima del escritorio de Tower, me miró como el que calcula el peso del ganado en una feria, y salió.
—¿Quién era —le pregunté—, la decana femenina?
Tower estaba hojeando el expediente. Sacó una hoja de papel mecanografiada.
—Aquí tiene —dijo, y me la tendió. Era una ficha de Terry Orchard. Dirección habitual: Newton, Massachusetts. Dirección en el campus: ninguna. Transeúnte.
—¿Transeúnte?
—Sí, va cambiando. Suele vivir con un tipo que se llama Dennis Powell, que es una especie de dirigente del CECEC. También ha vivido con una chica en Hemenway Street. Connelly, Catherine Connelly. Está todo en el expediente.
—Sí, pero el expediente es de hace un año.
—No tengo suficiente personal. Los chicos van y vienen; solo están aquí cuatro años, como mucho. Los auténticos radicales románticos se consideran espíritus libres, gente de la calle. Duermen por ahí, en el suelo, en sofás... Dios sabe dónde. Lo mejor sería esperarla a la salida de clase.
De nuevo el intercomunicador, de nuevo la falda morada.
—A ver si puede conseguir los horarios de Terry Orchard de la secretaría de admisiones y traérmelos, Brenda. —Muy serio. Competente. Profesional. Sin tonterías. No me extraña que durase diez años en los federales.
Brenda volvió al cabo de cinco minutos con una fotocopia de una hoja impresa con los horarios de Terry Orchard. La chica tenía una clase de psicología de la represión que acababa a las tres en Hardin Hall, cuarto piso. Eran las 14:35.
—¿Una foto? —pedí a Tower.
—Aquí la tiene. —Consultó su enorme reloj de pulsera con una ancha correa de piel de serpiente. Era de esos que se llaman «cronómetros», que te informan no solo de la hora sino también de la presión atmosférica y el ciclo lunar—. Las tres —dijo—. Tiene tiempo de sobra; Hardin Hall está a dos edificios de distancia por el patio interior. Tome el ascensor hasta la cuarta planta. Sala cuatro cero nueve, a la izquierda, a dos puertas de distancia por el pasillo.
Miré la foto. No era buena. Obviamente, ya que se trataba de una foto de carnet. La cara cuadrada, los labios bastante gruesos y el pelo apartado de la cara, muy tirante. Parecía tener más de los veinte años que constaban en su expediente. Pero a la mayoría de la gente le pasa lo mismo en las fotos de carnet. Me reservé el juicio.
—Vale —dije—, iré a verla. ¿Qué tal un pequeño anticipo? Forbes me ha puesto nervioso al decirme lo indigentes que son ustedes.
—Lo recibirá usted por correo de contabilidad. Una semana por adelantado.
—Hecho —dije. Le devolví el expediente y la foto.
—¿No los quiere?
—Me acordaré —respondí. Nos estrechamos la mano y me fui.
Los pasillos empezaban a llenarse de estudiantes que cambiaban de clase. Me abrí paso hacia el patio interior. El delgado olmo joven que había visto desde la ventana de Forbes no estaba tan solo como yo había pensado. Cinco parientes suyos, no menos delgaduchos, se alzaban también en el patio interior, distribuidos geométricamente. Tres lados del patio estaban bordeados por edificios de ladrillos de un blanco grisáceo. Cada uno de ellos tenía una amplia escalinata que conducía a una serie de puertas de cristal seguidas. Los edificios eran totalmente cuadrados y tenían cuatro plantas, con ventanas de bisagras pintadas de gris. Parecían las oficinas centrales de la empresa White Tower Hamburgers. El cuarto lado del patio se abría a la calle, por donde pasaban con estrépito los trenes de la MBTA.
Bajo uno de los olmos, un chico y una chica estaban sentados muy juntos. Él llevaba zapatillas negras y calcetines marrones, vaqueros acampanados, camisa vaquera azul y una chaqueta de camuflaje con galones de sargento, la insignia de la Séptima División y una etiqueta de Gagliano. El pelo, negro y espeso, le rodeaba la cabeza en un peinado afro-caucásico, y la nieve veteaba los cristales de color rosa de sus gafas con montura dorada. La chica vestía un peto vaquero y un anorak de esquí, y calzaba unas botas de montaña de ante azul con suelas de crepe, y cordones plateados. El pelo rubio, completamente liso, le llegaba hasta la mitad de la espalda y lo sujetaba con una diadema de cuero entretejido que impedía que se le metiera en los ojos. Me pregunté si el hecho de que ya no te apetezca besuquearte bajo la nieve es una señal de que los años van pasando.Un chico negro con sombrero borsalino salió de la biblioteca, al otro lado del patio interior. Llevaba un mono rojo sin mangas, camisa negra con mangas acampanadas y botas de ante negras de tacón alto con cordones negros. Un abrigo de cuero negro, largo hasta los pies, colgaba abierto de sus hombros. Lucía un mostacho a lo Fu-Manchú que le llegaba hasta la barbilla. Dos chicos con chaquetas de fútbol intercambiaron miradas con él al pasar. Tenían el cuello como toros. Una chica negra muy delgada, con un corte de pelo a lo Angela Davis y enormes pendientes de aro, dejó tras de sí un aroma a jabón de tocador importado al pasar a mi lado y dirigirse a Hardin Hall, el tercer edificio del patio.
El ascensor que me llevó al cuarto piso estaba cubierto de grafitos obscenos que algún alma mojigata había intentado cambiar y hacer aceptables, de modo que palabras como «me dago en la buta» se mezclaban con las palabrotas más tradicionales. Era una causa perdida, pero eso no significaba que fuera mala.
El aula 409 tenía una puerta de roble claro con una ventana, igual que las otras seis aulas que se alineaban a ambos lados del pasillo. Dentro vi a unos cuarenta chicos frente a una mujer sentada ante una mesa. La mujer llevaba un anticuado vestido de seda granate oscuro bastante escotado, con un estampado de color blanco roto de flores que parecían hortensias. El pelo, largo y negro, lo llevaba recogido detrás con un pasador dorado. Lucía unas grandes gafas de carey redondas, y fumaba una pipa de maíz con el asta curvada. Hablaba con gran animación y en sus manos relucían unos enormes anillos mientras gesticulaba. Unos cuantos estudiantes tomaban notas, algunos la miraban fijamente y otros tenían la cabeza apoyada en el escritorio, al parecer estaban dormidos.
Terry Orchard estaba sentada en la última fila, mirando la nieve a través de la ventana. Me recordaba a otras chicas que yo había visto antes, las realmente buenas, con una chaqueta y unos pantalones Levi’s desgastados y una camisa vaquera sin planchar, el pelo recogido en una coleta muy tirante, como un marinero británico del siglo XVIII. Sin maquillaje, sin joyas. Calzaba unos zapatos de trabajo de cuero amarillo atados por encima del tobillo. Aunque no podía verlo desde el lugar en que me encontraba, me habría apostado el anticipo a que no llevaba sujetador. Algunos chicos se compran los monos de lechero antisistema en la tienda Marsha Jordan con su propia tarjeta de crédito, pero Terry no era de esas. Su ropa proclamaba su origen, la tienda de Jerry’s Army-Navy. Era más guapa que en la foto, pero seguía pareciendo que tenía más de veinte años.