Читать книгу El manuscrito Godwulf - Robert B Parker - Страница 8
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ОглавлениеLos primeros representantes de las fuerzas públicas de Boston en llegar fueron dos machotes en un coche patrulla. Entraron, nos dijeron que no tocásemos nada, apuntaron nuestros nombres, me cachearon, me quitaron la pistola y nos vigilaron muy de cerca hasta que aparecieron los de homicidios. Estos llegaron, como siempre, en gran número: técnicos, fotógrafos y alguien de la oficina del forense. Dos tipos con batas blancas para llevarse el cadáver y unos cuantos detectives para investigar el crimen e interrogar a los sospechosos. En este caso, la tropa la dirigía el comandante del departamento de homicidios, el teniente Martin Quirk. Yo mido un metro ochenta y cinco, y él era más alto que yo, más alto y más gordo. Tenía las manos y los dedos gruesos, sus labios también eran gruesos, y la nariz, ancha. Llevaba el espeso pelo negro muy corto. Iba bien afeitado a las cuatro de la mañana, y sus zapatos resplandecían, perfectamente lustrados y oscuros. La camisa estaba recién planchada y la corbata, pulcramente anudada. Su traje era inmaculado y con la raya bien marcada. Llevaba un sombrero tirolés con una pluma y un impermeable blanco, que no se quitó. Tenía la cara picada de viruelas y una pequeña cicatriz en una comisura de la boca.
En aquel momento estaba de pie mirándome, con el impermeable abierto y las manos en los bolsillos.
—Qué suerte hemos tenido de que nos ayude en esto, Spenser. Necesitamos profesionales hábiles como usted para que nos lo resuelvan todo y nos avisen para que no nos olvidemos de buscar huellas digitales, pistas olvidadas y cosas así.
—Yo no tenía la menor intención de meterme en esto, teniente. La chica me llamó, me pidió ayuda, y yo llegué y la encontré. Y a él también. Ella estaba muy drogada. La he despejado un poco y los he llamado a ustedes.
—¿Y de qué la conocía? —preguntó Quirk.
—Estoy trabajando en un caso en el que ella está implicada.
—¿Qué caso?
—Busco un manuscrito raro robado de una universidad.
—¿Qué universidad?
—Si resulta pertinente, ya se lo diré.
—Si quiero saberlo, me lo dirá. —La voz de Quirk sonó aguda y restallante, como una lámina de metal.
—Se lo diré si tiene que saberlo. No me gano la vida diciéndole a la policía todo lo que quiere saber sobre mis clientes.
—Y yo no me gano la vida aguantando las impertinencias de granujas con negocios de poca monta como usted, Spenser.
Un sargento delgado y con las mejillas azuladas llamado Belson se interpuso entre Quirk y yo.
—Venga, teniente, así no vamos a ninguna parte. La chica y la víctima son estudiantes universitarios, y apuesto a que de la misma universidad que ha contratado a Spenser.
Quirk me miró a mí y luego a Belson.
—¿Lo conoce? —le preguntó, señalándome.
—Sí, trabajaba en la oficina del fiscal del condado de Suffolk, hace unos cinco años. He oído decir que lo echaron.
—Vale, tómale declaración. —Se volvió hacia mí—. Usted no trabaja ya para el fiscal del distrito, buen hombre, usted trabaja en mi ciudad, y si se mete en mi camino le daré tal patada en el culo que lo mandaré volando a la alcantarilla de la que ha salido. ¿Lo entiende?
—¿Puedo tocarle los bíceps? —le pregunté.
Quirk me miró sin decir nada, y luego se apartó y se dirigió hacia la chica.
Belson negó con la cabeza y sacó una libreta.
—Si te metes con el teniente, Spenser, acabarás como si te hubieran pasado por un pasapurés.
—Estoy muerto de miedo... —dije.
Belson se encogió de hombros.
—Vale. Empecemos desde el principio. Conoces el negocio, así que ya sabes cómo va esto.
Se lo conté todo, omitiendo, sobre todo por tozudez, el nombre de mi cliente, pero incluyendo, porque estaba seguro de que al final lo sabrían, el incidente en el pub aquella tarde, cuando le di un puñetazo al chico.
Belson negó con la cabeza de nuevo.
—¿Cómo es posible que alguien se haya enfadado con un tipo tan simpático como tú? Lo normal habría sido que se quedara hipnotizado por tu amabilidad.
No dije nada.
—¿Seguro que no te trabajaste a su chica un poquito, Spenser? A lo mejor estabas allí dándole la lata y llegó él y te pilló, y hubo una pelea...
—Sí, y saqué mi pistolita de juguete de catorce dólares y la emprendí con él. Venga, Belson, hablas por hablar. Sabes que no hice nada de eso. Sabes que no usaría un trasto barato de hojalata como esa pistola. Y si lo hubiera hecho, habría cubierto mis huellas mucho mejor.
—Vale, quizá tengas razón y esto no sea cosa tuya. Te conozco desde hace mucho tiempo y este no es tu estilo. Pero tampoco es imposible. Creo recordar que no se te dan mal las chicas. La pistola podría ser del muerto, y cuando se la quitaste se disparó. Mucha gente acaba asesinada por otros de una forma que no es su estilo.
—¿Y le disparé cuatro veces en el pecho para que me soltara?
—Quizá para disimular la cosa, para que pareciera algo distinto.
—Estás alucinando, Frank.
—A lo mejor.
—¿La chica te ha contado su versión?
—No, el teniente está hablando con ella.
—Le va a encantar —le aseguré.
—Claro, tú ya lo sabías todo antes de llamarnos —dijo Belson.
—Estaba muy drogada con algo y he tenido que despejarla.
—Y luego le has preguntado lo que ha pasado y ella te lo ha contado. Y a lo mejor has amañado la historia.
—Espera a oír lo que cuenta ella. Yo no soy tan listo como para inventarme algo semejante. Vosotros sois polis, no sacerdotes. Llamaros no es un acto ritual. Llamé en cuanto mi buen juicio me dijo que era factible y prudente.
Belson encendió un puro a medio fumar antes de responder.
—Hablas muy bien para ser un idiota. Factible y prudente, vaya, vaya.
Desde el otro lado de la habitación Quirk dijo por encima del hombro y sin volver la cabeza.
—Belson, trae al detective aquí.
Belson me hizo señas de que fuera hacia Quirk y yo lo hice. El teniente estaba sentado a horcajadas en la única silla de la habitación, con los brazos cruzados encima del respaldo. Ante él, Terry Orchard se encontraba en el sofá. Llevaba una camisa vaquera y unos Levi’s, pero tenía el pelo todavía húmedo y pegado a la cabeza. Parecía espantosamente pequeña.
—Spenser —dijo Quirk sin levantar la vista—. La chica dice que no dirá nada a menos que usted le diga que lo haga. Dice que usted le ha dicho que no hable con nosotros sin un abogado.
—Cierto, teniente. Yo sabía que usted no querría aprovecharse de ella mientras estuviera confusa o quizá en estado de shock.
—Nos la vamos a llevar.
—Ya me lo imaginaba.
—Nos gustaría que usted también viniera —dijo Quirk.
—No me lo perdería por nada —le aseguré.
Terry me miró con sus ojos oscuros muy abiertos.
—Haller estará allí —le dije—. Haz lo que te he dicho.
El ayudante del forense, un hombre menudo con gafas gruesas y el pelo gris y rizado, se acercó a Quirk.
—Ya está —dijo—. Si usted también ha terminado, nos lo llevamos.
—¿Qué opina, Manny? —preguntó Quirk.
—Me parece que ha recibido disparos en el pecho.
—En la facultad de medicina realmente te enseñan mucho —dijo Quirk—. ¿Algo que deba saber y que pueda decirme ahora mismo?
—Le han disparado en las últimas cinco o seis horas, y la causa probable de la muerte son los disparos. No veo ninguna otra señal. ¿Ha obtenido algún testimonio que lo corrobore?
Quirk miró a Belson.
—Spenser dice que el chico ya estaba muerto cuando llegó a las tres y cuarto, y que la sangre estaba ya pegajosa y la piel fría —dijo Belson.
El ayudante del forense dijo:
—Eso parece correcto, pero, por lo que veo, podría haber sido incluso un par de horas antes.
Quirk asintió.
—Bien, gracias, Manny. —Y luego a los dos camilleros con sus batas blancas—: Ya pueden llevárselo.
Colocaron a Dennis Powell encima de la camilla. El rígor mortis ya había empezado, y resultaba difícil de manejar. Le pusieron los brazos estirados a los costados, le juntaron los tobillos, lo envolvieron con una lona impermeable y lo sujetaron con correas a la camilla. Luego se lo llevaron. Tuvieron que incorporarlo para que pasara por la puerta del piso, y, cuando lo hicieron, la parte superior del cuerpo quedó colgando de las correas. Terry emitió un sonido ahogado y apartó la vista. La camilla bajó traqueteando por las escaleras hacia la ambulancia. Empezaron a aparecer los primeros curiosos. Los dos polis del coche patrulla que habían aparecido en primer lugar los mantuvieron alejados de la puerta. Un hombre bajito y gordo, con un abrigo largo azul al que le faltaba un botón, entró después de dejar salir la camilla.
—Nada, teniente. Nadie ha oído nada, nadie ha visto nada, nadie sabe nada. De todos modos, la mitad son unos putos maricones.
—¡Dios mío! —exclamó Quirk—, limítate a informarme, no me expliques la vida sexual de los testigos.
—Vale, teniente. Pero es que me imaginaba que, como son maricones, igual su palabra no vale nada. Ya sabe lo pervertidos que son.
—No, no lo sé, y no quiero que me lo cuentes. Ve por ahí a preguntar. A ver qué puedes averiguar de esos dos. Intenta recordar que estás en homicidios, no en la brigada antivicio. Cuando quiera una lista de maricones, te lo haré saber.
El poli salió al momento y Quirk negó con la cabeza. Belson miraba el techo consumiendo la colilla del puro, que por entonces ya le llegaba a los labios.
—Llévalos a la comisaría, Frank —le ordenó Quirk a Belson—. Yo me ocupo de todo esto y luego voy.
Cuando salíamos del apartamento le dije a Belson:
—Todavía tengo el coche aparcado en doble fila ahí fuera. Déjeme sacarlo antes de que algún celoso guardia urbano haga que se lo lleve la grúa.
—¿Por qué no vienes detrás de mí al centro? —me propuso él—. Así no tendremos que llevarte luego a casa.
Yo asentí y sonreí.
—¿Ves? Ya sabía yo que tú no creías que lo hubiera hecho yo.
—Yo no creo nada —repuso él—. Pero así estarás cerca y podrás ocuparte de la chica.
Belson metió a Terry en el coche patrulla y arrancaron. Yo saqué el mio de detrás de otro coche de policía blanco y azul, con el escudo de la ciudad en un costado, y seguí el coche de Belson por Hemenway hasta Boylston, luego por Boylston hasta Clarendon, recto por Clarendon, y de allí subimos Stanhope Street Alley hacia la comisaría central.