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Entramos por la puerta de atrás, saliendo de Stanhope Street y junto a la zona de aparcamiento que dice «Reservado para la prensa». No había ningún coche allí. Solo entras por la puerta principal si eres carne de noticiario. Si te echan el guante en un barrio pobre, pasas siempre por el aparcamiento vacío de la prensa.

El Departamento de Homicidios estaba en la parte de atrás del tercer piso, con vista al conducto de ventilación de la freidora de la cafetería que había en el callejón, y el hedor de plancha y grasa se mezclaba con el olor autóctono de cigarrillos, sudor y algo más, quizá generaciones enteras de gente acojonada. Vince Haller se apoyaba en uno de los escritorios situados fuera del cubículo de Quirk, de cristal esmerilado. Llevaba un traje blanco con botonadura doble, y de uno de sus hombros colgaba un abrigo de pelo de camello con enormes botones de cuero.. Tenía el pelo gris bastante largo y cortado a la moda, y un enorme bigote a lo Teddy Roosevelt. Era casi cinco centímetros más alto que yo, pero no tan robusto.

—¿Caballeros? —dijo, con su potente voz de actor.

Le hice una seña con la mano y Belson dijo:

—Hola, Vince.

—Me gustaría tener la oportunidad de hablar con mi cliente.

Belson miró a Terry Orchard.

—¿Este hombre es su abogado?

Ella me miró y yo asentí.

—Sí —dijo ella.

—Pueden hablar en mi mesa, allí. —Belson señaló un escritorio abarrotado y lleno de arañazos en el exterior del cubículo cerrado de Quirk—. Nos quedaremos lejos para no oírlos.

—¿La acusan de algo, Frank? —preguntó Haller.

—Todavía no.

—¿Y lo harán?

—No lo sé. El teniente llegará dentro de un momento. Él se ocupa de esas cosas. De todos modos, queremos hablar con ella largo y tendido.

—¿La habéis informado de sus derechos?

Belson bufó.

—¿Estás de broma? Aunque un tío me estuviera disparando con un lanzallamas tendría que advertirle de sus derechos antes de responderle. Sí, la hemos informado.

—¿Lo han hecho, señorita Orchard?

—Sí, señor. —Ella estaba atontada, asustada y totalmente sumisa.

—Muy bien, venga por aquí y hablaremos. —Ella lo obedeció, y Belson y yo los observamos en silencio. De repente me di cuenta de lo cansado que estaba. Había dormido solo unas tres horas. Mientras estábamos allí de pie, entró Quirk con otros dos polis. Miró a Haller y a Terry Orchard, no dijo nada y se metió en su despacho. Belson entró tras él.

—Quédate por aquí —me dijo, y cerró la puerta. Los dos policías se sentaron a sus respectivas mesas mirando la nada.

En el otro extremo de la sala, un policía negro con las manos gruesas y la nariz rota hablaba por teléfono con el receptor sujeto con el hombro. Un viejo en un mono verde pasó arrastrando una caja de cartón con un asa de cuerda, vaciando en ella los ceniceros y las papeleras. Haller seguía hablando con Terry, y yo pensé en todo el tiempo que había pasado en destartaladas comisarías como esta. A veces me parecía que todas las habitaciones en las que había estado daban siempre a callejones. Y pensé en lo que se debe de sentir al tener veinte años y estar sola y encontrarse en una habitación así a las cinco y media de la mañana, sin saber si vas a salir o no. Las tuberías de vapor sisearon. A mí también me habría gustado sisear.

Pero, sobre todo, deseaba salir corriendo. En aquella sala hacía un calor agobiante. El aire estaba viciado. Quería salir de allí, meterme en el coche y conducir hacia el norte. Mentalmente vi el recorrido: por encima del Mystic Bridge, por la Ruta Uno, en dirección a Ipswich o a Newburyport, donde las casas son majestuosas y antiguas, y el aire, limpio y frío y lleno de mar. Donde siempre hay una especie de dulzura y un recuerdo de otros tiempos y de otra América. Pero era muy probable que nunca hubiese otra América. Y, si me dirigía hacia allí, seguramente acabaría sentado en la comisaría de policía de Ipswich, oliendo a tuberías de vapor y a desinfectante, y preguntándome si algún pobre desgraciado se merecía lo que le estaba pasando.

Quirk salió de su despacho. Miró a Haller y luego se volvió hacia mí.

—Venga y hablemos.

Lo hice. Le conté la misma historia que le había contado a Belson, exactamente de la misma manera. Quirk escuchaba sin decir una sola palabra. Me miraba fijamente mientras yo hablaba. Cuando acabé, me dijo:

—Muy bien, espere fuera.

Y eso hice. Llamó a Terry Orchard. Haller entró con ella. Se cerró la puerta. Yo me quedé sentado otra vez. El policía que estaba al fondo de la sala seguía hablando por teléfono. Los dos tipos que habían entrado con Quirk continuaban sentados, mirando con mucha atención hacia la nada. El sol había salido y se colaba por una esquina de la sala. Las motas de polvo flotaban lánguidamente.

—Ya no puedo soportarlo más —dije—. Confesaré, así que no me apliquen más la tortura del silencio.

Los dos detectives me miraron, inexpresivos.

—¿Confesar el qué? —dijo uno de ellos. Tenía las patillas rizadas y largas.

—Lo que quieran, pero no sigan haciéndome el vacío.

El Patillas le dijo a su compañero:

—Eh, Al, ¿a que es gracioso el tío este? Justo antes de acabar tu turno, después de trabajar toda la noche, lo que más te apetece es tener a un tipo gracioso como él a tu lado para volver a casa bien contento. ¿No te parece, Al?

—Bah, que se joda —dijo el otro.

Más silencio. Me levanté y fui a la ventana. La cubría una gruesa tela metálica, para que los sospechosos no pudieran saltar por ella, caer al suelo tres pisos más abajo y salir huyendo. Las ventanas estaban asquerosas, con una capa de mugre antiquísima que parecía haberse fundido con el cristal. Tres pisos más abajo, un chaval puertorriqueño con zapatos puntiagudos salió por la parte de atrás de la cafetería con un cubo y echó agua sucia caliente a la calle. El agua humeó brevemente con el frío. Miré mi reloj: las 6:40. El chico se había levantado horriblemente temprano para ir a fregar el suelo. Me preguntaba hasta qué hora de la noche tendría que quedarse allí.

Belson salió del despacho con Terry, pasaron por la sala y salieron. Haller salió también y vino hacia mí.

—Han bajado al laboratorio. Creo que van a acusarla —me dijo. Yo guardé silencio—. Rápido, quiero comprobar su historia contigo. Dormía con su novio en su piso. Entraron dos hombres a los que por lo visto Powell conocía. Dispararon a Powell, la obligaron a disparar al cuerpo del chico, la drogaron y se fueron. Ella te llamó. Llegaste. La reanimaste y te contó su historia. Llamaste a la policía.

—Eso es —dije yo.

—Te conoce porque la universidad te ha contratado para encontrar un libro raro que ha sido robado.

—Un manuscrito —repliqué.

—Vale, un manuscrito... Te pusiste en contacto con ella porque el responsable de la seguridad del campus sugirió que una organización de la que ella forma parte podría haberlo cogido. Ella tenía tu tarjeta. Al ver que tenía problemas, te llamó.

—Bien de nuevo —dije.

—Como historia no es para ganar ningún premio —comentó Haller.

—Ya lo sé —respondí—. Sin embargo, resulta muy convincente cuando la cuenta —dijo Haller.

—¿Y qué efecto ha tenido en Quirk? —le pregunté.

—Es difícil saberlo. No demuestra nada, pero creo que no lo convence demasiado. Creo que la acusará, pero me parece que no está seguro de que ella sea culpable.

—¿Y tú qué opinas? —pregunté.

—Todos mis clientes son inocentes.

—Bueno, sí —dije—; de algo, sí.

Mientras esperábamos cambió el turno. Al y el Patillas se fueron. El policía negro con el teléfono también se fue. Llegó la gente del turno de día. Con la cara afeitada, enrojecida por el viento. Oliendo a colonia. Algunos tomaban café en unos vasitos de papel que habían comprado por el camino. Olía muy bien. Nadie me ofreció uno a mí. Belson volvió con Terry. Entraron de nuevo en el despacho de Quirk, y Haller se fue con ellos. Entonces, Quirk gritó:

—¡Spenser, entre! Querrá oír el resto.

Y entré. Estaba lleno de gente. Quirk se encontraba detrás de su escritorio. Terry, en una silla de respaldo recto, al lado de él. Belson, Haller y yo estábamos de pie, apoyados en la pared. En la mesa de Quirk no había más que una grabadora y un pequeño cubo de plástico transparente en cuyos lados había fotos de una mujer, unos niños y un setter inglés.

Quirk puso en marcha la grabadora.

—Está bien, señorita Orchard, su historia y la de Spenser coinciden. Pero eso no prueba gran cosa. Antes de llamarnos tuvieron ustedes mucho tiempo para prepararla. ¿Se le ocurre algún motivo por el cual dos hombres pudieran desear matar a Dennis Powell?

—No, no lo sé... o quizá sí. —Terry hablaba apenas en susurros y parecía oscilar ligeramente en la silla.

—¿Qué motivo sería ese, señorita Orchard? —La voz de Quirk carecía de inflexiones, y su cara, gruesa y marcada de viruelas, resultaba totalmente impasible. Terry negó con la cabeza.

Haller intervino:

—Teniente, la señorita Orchard está a punto de caerse de la silla. —Cuando Haller habló, la luz naranja del nivel de sonido de la grabadora se encendió, brillante.

—¿Cuál es, señorita Orchard? —insistió Quirk, como si Haller no hubiese hablado.

—Bueno, creo que estaba implicado en lo del manuscrito.

—¿Qué manuscrito?

—El que está buscando el señor Spenser, el manuscrito ese como se llame.

—Godwulf —dije yo.

—¿El manuscrito Godwulf, señorita Orchard? —preguntó Quirk. Ella asintió—. Diga sí o no, señorita Orchard; la grabadora no recoge los gestos.

—Sí —dijo ella.

—¿Cómo estaba implicado él?

—No lo sé, solo sé que lo estaba, y también algún miembro de la facultad. Le oí hablar por teléfono un día.

—¿Y qué dijo?

—No me acuerdo.

—Entonces ¿por qué cree que se trataba del robo del manuscrito?

—Sencillamente, lo sé. Se puede recordar una idea de una conversación, pero no recordar la conversación en sí misma, ¿no?

—¿Por qué cree usted que está implicado un miembro de la facultad, señorita Orchard?

Ella volvió a negar con la cabeza.

—Por el mismo motivo —dijo.

—¿Cree que uno de los hombres que según usted mataron a Powell era un profesor?

—No.

—¿Por qué no?

—No lo sé. No parecían profesores.

—¿Qué parecían, entonces?

—Es difícil recordarlo. Pasó todo muy rápido. Los dos eran grandes y llevaban abrigos oscuros y sombreros, sombreros normales de fieltro, como los que llevan los hombres de negocios. El que disparó a Dennis tenía las patillas muy largas, como el príncipe Alberto, ¿sabe?, siguiendo la mandíbula. Era un poco gordo.

—¿Blanco o negro?

Ella pareció sobresaltarse.

—Blanco —dijo.

—¿Por qué el robo del manuscrito iba a provocar que dos hombres blancos gordos, con sombrero y abrigo entraran en su piso a las dos y media de la madrugada, mataran a Powell y la inculparan a usted?

—No lo sé.

—¿Por qué...? —Quirk se detuvo. Las lágrimas corrían por la cara de Terry Orchard. No emitía ningún sonido. Estaba allí sentada con los ojos cerrados y las lágrimas empapándole el rostro.

—Quirk, por el amor de Dios... —le dije.

Él asintió y se volvió hacia Belson.

—Frank, trae a una oficial y que la registre.

Belson la cogió del brazo y ella se puso de pie.

Terry no mostraba ninguna señal de que lo hubiese oído o de que oyese algo.

Belson se la llevó, y Haller fue con él.

—Por el momento, usted queda fuera de esto, Spenser —me dijo Quirk—. No tengo nada contra usted. Pero, si surge algo, quiero que esté donde no tenga que preocuparme por usted.

Yo me levanté.

—Pasan días enteros, varios seguidos, teniente, sin que a mí me importe un pito lo que usted quiere.

Quirk sacó mi pistola de su escritorio y me la tendió, con la culata por delante.

—Lárguese —me dijo.

Cogí el arma, bajé los tres tramos de escaleras y salí por la puerta principal. No había cámaras ni furgonetas de televisión. Hacía frío, y el aguanieve se había congelado formando un hielo gris y grumoso. Doblé la esquina, me metí en mi coche, me fui a casa, me bebí dos vasos de leche y me fui a dormir.

El manuscrito Godwulf

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