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Aquel año yo vivía en Marlborough Street, dos manzanas por encima del Public Garden. Me preparé un poco de carne picada rehogada y unos huevos para cenar y leí el New York Times de aquella mañana mientras comía. Me llevé el café al salón e intenté ver la televisión un rato. Era todo espantoso, de modo que la apagué y saqué mi talla. Llevaba ya unos seis meses trabajando en un bloque de pino muy duro, intentando reproducir la estatua de bronce de un indio a lomos de un caballo que se encuentra frente al Museo de Bellas Artes. La madera era tan dura que tenía que afilar las gubias cada vez que trabajaba en ella. Aquella noche pasé media hora con la piedra de afilar y la lima antes de empezar con el pino. A las once puse las noticias, las vi mientras me desnudaba, apagué el televisor y me fui a la cama.

Más tarde, en plena noche, sonó el teléfono. Tardé mucho en salir del sueño y respondí cuando llevaba ya largo rato sonando. La voz de la chica en el auricular sonaba espesa y muy lenta, como un disco de 45 revoluciones puesto a 33.

—¿Spenser?

—Sí.

—Soy Terry....ayúdame.

—¿Dónde estás?

—En Hemenway Street, número ochenta, apartamento tres.

—Diez minutos —dije, y salí de la cama.

Eran las 3:05 de la mañana cuando me metí en el coche y me dirigí hacia Hemenway Street. Llegué a las 3:15. A las tres de la mañana, el tráfico en Boston raramente es un problema grave.

Hemenway Street, por otra parte, a menudo lo es. Se trata de una calle corta con edificios de pisos destartalados, junto a la universidad, y sin saber por qué, como ocurre en Haight-Ashbury o en el East Village, se había convertido en el lugar favorito de la gente alternativa. En las paredes del edificio habían garabateado frases maoístas con pintura roja. En una columna en la entrada de la calle había una proclama del movimiento de Liberación Gay, y en la acera podían leerse diversas recomendaciones para cargarse a los polis, también escritas con pintura roja. Aparqué mi coche en doble fila junto al número 80 de Hemenway y probé a entrar por la puerta delantera. Estaba cerrada y no había timbre. Saqué mi pistola, le di la vuelta y rompí el cristal con la empuñadura. Luego busqué el cerrojo al otro lado y abrí la puerta desde dentro.

El número tres estaba al fondo del vestíbulo, a la derecha. Había bicicletas con candados rígidos alineadas a ambos lados de las paredes, y basura indeterminada detrás de ellas. La puerta de Terry estaba cerrada. Llamé pero no respondieron. Volví a llamar y oí un sonido débil, como el que emitiría un gatito. El pasillo era estrecho. Apoyé la espalda en la pared que estaba justo enfrente de la puerta y lancé el talón, junto con mis ochenta y ocho kilos de peso, contra la puerta, al lado del picaporte. La jamba se astilló y la puerta se abrió de par en par, golpeando con violencia la pared.

Todas las luces del apartamento estaban encendidas. Lo primero que vi fue a Dennis Ricitos de Oro tumbado de espaldas con la boca abierta, los brazos extendidos, y una enorme mancha de sangre, oscura y pegajosa, cubriéndole gran parte del pecho. Junto a él, a gatas, estaba Terry Orchard. Tenía el pelo suelto y caído hacia delante como si quisiera secárselo al sol. Pero allí dentro no había sol. Terry llevaba puesta la parte superior de un pijama con dibujos de Snoopy y el Barón Rojo, y los sonidos débiles, como de maullidos de gatito, procedían de ella. Se balanceaba casi rítmicamente adelante y atrás, sin avanzar, sin moverse en ninguna dirección, solo se balanceaba y gemía. Entre ella y Dennis, en el suelo, se encontraba una pistola pequeña con la empuñadura blanca. Habían disparado aquella pistola o alguna otra en la habitación; se notaba el olor a pólvora.

Me arrodillé junto al chico y le busqué el pulso en el cuello. En cuanto le toqué la piel, supe que no lo encontraría. Estaba ya frío, y se enfriaría cada vez más. Me volví hacia Terry. La muchacha seguía balanceándose con la cabeza caída, mareada. Su aliento olía a algo vagamente medicinal. Respiraba con pesadez, y sus ojos eran como rendijas. Intenté incorporarla agarrándola por la espalda; estaba totalmente drogada. No sabía qué había tomado, pero, fuera lo que fuese, estaba claro que era una sobredosis.

La llevé al baño, le quité la camisa del pijama y la metí en la ducha. Abrí el agua caliente y poco a poco fui cambiándola a fría. La chica, bajo el agua, empezó a temblar y a debatirse débilmente. Yo tenía las mangas de la chaqueta mojadas hasta más arriba de los codos, y la pechera de la camisa completamente empapada. Ella me empujó la cara débilmente con una mano y se echó a llorar, en vez de gemir. La sujeté con más fuerza y agucé el oído por si oía pasos detrás de mí. Al romper la puerta, había hecho un ruido infernal, y el disparo previo debió de sonar muy fuerte. Pero, por lo visto, aquel barrio no era de esos... No era de esos en los que vas a ver qué ocurre cuando oyes disparos y revientan puertas. Era más bien de esos en los que te tapas con la manta y entierras la cabeza bajo la almohada y piensas «Que se jodan. Mejor ellos que yo».

Le puse una mano en el cuello y le busqué el pulso. Era normal, calculé unas sesenta pulsaciones. La saqué de la ducha y atravesamos la habitación. No vi ropa en ningún sitio, de modo que cogí la manta de la cama y la envolví con ella. Luego fuimos juntos a la cocina. Puse agua a hervir y encontré un poco de café instantáneo y una taza. Ella había comenzado a balbucear, nada coherente, pero al menos pronunciaba palabras. Hice el café mientras ella se balanceaba sobre una cadera; yo le rodeaba el cuerpo con el brazo libre y con la mano sujetaba la manta para mantenerla caliente. En la cocina no había sillas, de modo que volvimos al salón y la senté en el sofá cama. Al apartar la taza de café caliente, Terry se derramó un poco encima y gritó de dolor, pero yo la obligué a beber un poco. Y un poco más. Y otro poco más.

Abrió los ojos y su respiración se hizo más profunda. Veía su pecho subir y bajar regularmente bajo la manta. Se terminó el café.

La levanté y empezamos a andar por el apartamento, arriba y abajo, aunque el trayecto no era muy largo. El piso constaba de salón, un pequeño dormitorio, un baño y una cocina americana apenas lo suficientemente grande como para estar de pie. En el salón, donde se habían unido vivos y muertos, solo había una mesa de jugar a las cartas, un baúl con una lámpara encima y el sofá cama en cuyo colchón desnudo Terry Orchard acababa de tomarse el café. La manta que yo había cogido de la cama era su único adorno, y al mirar en el dormitorio vi una cómoda de madera de pino barata junto a la cama. Encima había una vela dentro de una botella de Chianti bajo una solitaria bombilla que colgaba del techo.

Miré a Terry Orchard. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y se apoyaba menos en mí.

—Hijoputa —balbuceó—. Hijoputa, hijoputa, hijoputa.

—Cuando puedas hablar, habla. Mientras tanto, seguiremos andando —dije.

Ella seguía diciendo «hijoputa, hijoputa» como en un sonsonete, y me di cuenta de que al andar caminábamos al ritmo de la palabrota, izquierda, derecha, hijoputa. La puerta rota seguía abierta de par en par, así que fuimos hijoputando y al acercarnos a ella la cerré de una patada. Tras unas cuantas vueltas más, Terry se calló y me dijo, aunque quizá fuera una pregunta:

—Spenser...

—Sí.

—Ay, Dios mío, Spenser.

—Sí.

Nos detuvimos y ella se volvió hacia mí, apretando muy fuerte la cara contra mi pecho. Agarró mi camisa con las manos como si quisiera fundirse conmigo. Nos quedamos así, quietos, mucho rato. Yo la rodeaba con los brazos. Los dos húmedos, empapados, y el cadáver, con los ojos muy abiertos, sin mirarnos, sin ver ya nada.

—Siéntate —le dije al cabo de un rato—. Toma un poco más de café. Tenemos que hablar.

Ella no quería soltarme, pero la aparté e hice que se sentara en el sofá cama. Se acurrucó con la manta, el pelo húmedo y aplastado sobre su pequeña cabeza, mientras yo preparaba más café.

Nos sentamos juntos en el sofá cama y nos tomamos el café. Sentí el impulso de preguntarle: «¿Y qué, qué tal?», pero lo sofoqué. Por el contrario, dije:

—Cuéntamelo.

—Ay, Dios mío, no puedo.

—Tienes que hacerlo.

—Quiero salir de aquí. Quiero salir corriendo.

—Ni hablar. Tienes que quedarte aquí sentada y contarme qué ha pasado. Todo, desde el principio hasta el final. Y tienes que hacerlo porque te has metido en un problema muy gordo y yo necesito saber exactamente lo gordo que es.

—¿Problema? Ay, Dios mío, crees que le he disparado yo, ¿no?

—La idea se me ha pasado por la cabeza.

—No, no he sido yo. Han sido ellos. Los que me hicieron tomar la droga. Los que me hicieron disparar la pistola.

—De acuerdo, pero empieza por el principio. ¿De quién es este piso?

—Nuestro. De Dennis y mío. —Señaló hacia el suelo y luego se sobresaltó y apartó rápidamente la mirada.

—Dennis es Dennis Powell, ¿no?

—Sí.

—Y vivís juntos aunque no estáis casados, ¿no?

—Sí.

—¿Cuándo llegó la gente que ha hecho esto?

—No lo sé exactamente... era tarde, las dos y media quizá.

—¿Quiénes eran?

—No lo sé. Dos hombres. Parece que Dennis los conocía.

—¿Y qué hicieron?

—Llamaron a la puerta. Abrió Dennis. No estábamos dormidos, siempre nos acostamos muy tarde. Y entonces preguntó: «¿Quién es?». No oí lo que dijeron, pero los dejó entrar. Y por eso creo que los conocía. Cuando abrió la puerta, ellos entraron muy rápido. Uno lo empujó contra la pared y el otro entró en el dormitorio y me sacó a rastras de la cama. Ninguno dijo nada. Dennis dijo algo como: «Eh, ¿qué demonios pasa?», o «¿Qué es lo que pasa?». Uno llevaba una pistola y nos apuntó a los dos. No dijo nada. Ninguno dijo nada. Fue horrible. El otro se metió la mano en el bolsillo y sacó mi pistola.

—¿Es la que está en el suelo? —le pregunté.

Ella no miró, pero asintió con la cabeza.

—Vale, y entonces ¿qué pasó? —insistí.

—Le dio mi pistola al primer hombre, y entonces me cogió, me hizo dar la vuelta, me puso una mano en la boca y me dobló el brazo hacia atrás, y el otro hombre disparó dos veces a Dennis.

—¿Con tu pistola?

—Sí.

—¿Y luego qué ocurrió?

—Luego... —Hizo una pausa, cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Sigue —le dije.

—Entonces, el hombre que había disparado a Dennis me obligó a coger la pistola y disparó de nuevo a Dennis. Me sujetó la muñeca y me metió un dedo en el gatillo —contó deprisa, las palabras casi mezclándose.

—¿Llevaba guantes?

Ella lo pensó un momento.

—Sí, amarillos. Creo que eran de goma o de plástico.

—¿Y luego?

—Entonces el que me sujetaba me obligó a tumbarme en la cama. Yo solo llevaba la parte de arriba del pijama. El otro me echó una especie de droga en la boca, me obligó a cerrarla y me tapó la nariz hasta que me la tragué. Me tuvieron allí sujeta con la mano encima de la boca un rato más. Luego se fueron.

Yo no dije nada. Si se había inventado aquella historia al salir de un coma narcótico, era una persona muy especial, y yo no era capaz de manejarla. Quizá todo fuera una alucinación, dependiendo de lo que hubiese tomado. Pero también era posible que la historia fuese cierta.

—¿Por qué me hicieron dispararle cuando ya estaba muerto? —me preguntó.

Al responderle me di cuenta de que la creía.

—Para que dieras positivo en la prueba de parafina. Cuando disparas un arma, la piel se impregna de partículas de cordita. El técnico del laboratorio vierte parafina encima, la deja secar, la quita y la analiza. Las partículas aparecen en la cera.

Tardó en comprenderlo.

—El técnico de laboratorio... ¿te refieres a la policía?

—Sí, cariño, la policía.

—¡No, no! ¿No podemos marcharnos de aquí? Yo me iré a mi casa. Tú no dirás nada. Mi padre te pagará. Tiene dinero. Sé que puede darte algo de...

—Tu novio muerto en vuestro apartamento, asesinado con tu pistola, y tú desaparecida... Irían y te detendrían. ¿Conoces a algún abogado?

—Un abogado, ¿cómo coño voy a conocer a un puto abogado? —Miraba desesperada hacia la puerta—. Yo me abro, a la mierda todo, que se jodan. —Su voz se había vuelto dura y áspera por el terror, y noté que, al aumentar el miedo, usaba la jerga de su grupo sin darse cuenta. Cuando se agarraba a mí, hablaba como una joven universitaria. Cuando se apartaba, su voz y su lenguaje cambiaban. La sujeté contra mí, con el brazo en torno a su hombro.

—Escucha —dije—. Tienes un problema tan gordo que no piensas con claridad. Pero no estás sola. Yo te ayudaré. Es mi trabajo. Te buscaré un abogado ahora mismo. Luego llamaré a la policía. Pero antes... —Ella empezó a hablar y yo la estreché aún más—. Escucha —repetí—. Cuando llegue la policía, no digas ni una sola palabra, no hables con ellos, no discutas con ellos, no te muestres hostil, no te hagas la lista. No digas absolutamente nada a nadie hasta que hables con el abogado. Su nombre es Vincent Haller. Irá a verte en cuanto te lleven a la comisaría. Habla solo cuando él esté presente, y di solo lo que él te diga que puedes decir. ¿Te han interrogado alguna vez?

—No.

—Vale. No es tan malo como crees. Nadie te hará daño. Nadie te pondrá bajo una luz brillante ni te pegará con una manguera. No te pasará nada, y no te tendrán mucho rato. Haller se ocupará de ti.

Ella asintió. Yo continué:

—Antes de que llame... ¿tienes alguna idea de por qué han hecho esto esos hombres?

—No.

—¿Tomáis drogas?

—Sí.

—¿Sabes qué te dieron?

—No. Me recordaba a una mezcla de opio y alcohol y olía a éter. Pero nunca lo había probado. Fuera lo que fuese, me ha dejado hecha polvo.

—Vale. Vístete. Voy a hacer esa llamada.

El manuscrito Godwulf

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