Читать книгу El manuscrito Godwulf - Robert B Parker - Страница 6
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ОглавлениеSonó la campana y la profesora se detuvo, al parecer en mitad de una frase, se puso la pipa en la boca, guardó sus papeles y salió. Los chicos la siguieron. Terry Orchard fue una de las primeras en salir. Me acerqué a ella.
—Perdón —dije—, ¿la señorita Orchard?
—¿Sí? —Sin hostilidad, pero tampoco sin calidez alguna.
—Me llamo Spenser y me gustaría pagarle el almuerzo.
—¿Por qué?
—¿Qué tal si le digo que soy un productor de Hollywood que busca actores para una nueva película?
—Lárguese —dijo ella, sin mirarme.
—¿Y si le digo que si no viene a almorzar conmigo le romperé los dos pulgares y no podrá volver a jugar al billar nunca más?
Ella se detuvo y me miró.
—¿Qué demonios quiere? —me preguntó—. ¿Por qué no se va a la puerta de un colegio de monjas con una bolsa llena de caramelos?
Habíamos bajado ya el primer tramo de escaleras y girábamos hacia el segundo. Saqué una tarjeta del bolsillo interior de mi chaqueta y se la entregué. La leyó.
—Vaya, qué fuerte —dijo ella—. ¿Detective privado? Madre mía. ¡Qué pasada! ¿Me va a apuntar con una pipa? ¿Lo envía mi viejo?
—Señorita Orchard, mírelo de esta manera: usted consigue un almuerzo gratis y un millón de risas después cuando se lo cuente a sus amigos en una heladería. Yo tengo la oportunidad de hacerle algunas preguntas, y si usted contesta la dejaré jugar con mis esposas. Si no me contesta, al menos habrá comido. ¿Conoce a alguien que haya pasado un rato con un detective privado últimamente?
—Los polis, polis son —dijo ella—. Públicos o privados, trabajan para la misma gente.
—La próxima vez que se meta en líos —dije—, llame a un hippie.
—Mierda, usted sabe que...
—Sé que será mucho más fácil discutir mientras comemos —la interrumpí—. Llevo las uñas limpias y le aseguro que usaremos cubiertos. Pagaré con el dinero de mis gastos; así tiene usted una oportunidad de aprovecharse de ellos. —Casi sonrió.
—Vale —dijo—. Iremos al pub. Allí me dejarán entrar vestida así. Y solo visto así.
Habíamos llegado a la planta baja y nos dirigimos hacia el patio interior. Luego giramos hacia la izquierda y salimos a la avenida. Los edificios en torno a la universidad eran de ladrillo rojo antiguo. La mayoría de las ventanas estaban cubiertas con tablones, y pocas de las restantes tenían cortinas. A lo largo de la avenida se encontraba el típico detritus que se reúne en el exterior de cualquier gran universidad: librerías de viejo, tiendas de ropa barata con la moda más estrafalaria de aquel año, un sex-shop, una academia de astrología en una tienda con escaparate, un negocio de venta de trabajos universitarios, tres locales de comida donde vendían hamburguesas, pizzas y pollo frito, y una pequeña heladería. El sex-shop era más grande que la librería.
El pub debió de ser en tiempos una gasolinera. Lo habían pintado todo de verde botella, incluso los cristales de las ventanas. La palabra «pub» de la puerta estaba escrita con pan de oro. Dentro había una máquina de discos, un televisor en color, mesas de madera oscura y unos reservados con anchos respaldos, y una barra a lo largo de un lateral. El techo era bajo, y la mayor parte de la luz procedía de un gran letrero de Budweiser que había en la parte de atrás. La barra, a media tarde, estaba casi vacía; un grupo jugaba a las cartas en un reservado. Detrás, un chico y una chica hablaban entre sí muy bajito. Terry Orchard y yo ocupamos el segundo reservado contando desde la puerta. La mesa estaba cubierta de iniciales grabadas con navaja o bolígrafo a lo largo de muchos años. La tapicería del reservado estaba rota en algunos puntos y rajada en otros.
—¿Recomienda algo? —pregunté.
—El corned beef está bueno —respondió ella.
Nos atendió una camarera gorda, dura, de aspecto cansado, que calzaba zapatillas de deporte. Pedí un bocadillo de corned beef y una cerveza para cada uno. Terry Orchard encendió un cigarrillo y expulsó el humo por la nariz.
—Si me bebo esa cerveza, será cómplice de un delito. No tengo los veintiuno —dijo.
—Bueno, así tengo una oportunidad de demostrar mi desprecio por el establishment.
La camarera nos trajo dos grandes jarras de cerveza de barril.
—Los bocadillos estarán listos dentro de un minuto —anunció, y se alejó arrastrando los pies.
Terry dio un sorbo.
—Estás arrestada —le dije. Abrió los ojos de par en par y luego sonrió a regañadientes por encima de la jarra.
—No es usted tan divertido como cree, señor Spenser, pero es mucho mejor de lo que me imaginaba. ¿Qué es lo que quiere?
—Busco el manuscrito Godwulf. El rector de la universidad me llamó personalmente, se pavoneó un poco, me fascinó con su locuacidad y me pidió que lo recuperara. Tower, el poli del campus, me sugirió que tú podrías ayudarme.
—¿Qué es eso del manuscrito Godwulf?
—Es un manuscrito iluminado del siglo catorce. Estaba en la sala de libros especiales de vuestra biblioteca; ahora ya no está. Lo ha cogido un grupo no identificado del campus, que ha pedido rescate.
—¿Y por qué piensa Superseboso que yo podría ayudar?
—Superseboso... debes de sacar muy buena nota en lengua... piensa que podrías ayudarme porque cree que se lo llevó el CECEC, y tú eres la secretaria de esa organización.
—¿Por qué cree que se lo llevó el CECEC?
—Porque tiene instinto para esas cosas, y quizá porque sabe algo. No es solo un maniquí de escaparate. Cuando no está haciéndose la manicura o cortándose el pelo a navaja, probablemente es un poli muy astuto. No me ha contado todo lo que sabe.
—¿Por qué no?
—Mira, guapa, nadie me cuenta todo lo que sabe, es nuestra naturaleza animal.
—Debe de tener usted una visión muy curiosa de la vida, si la mira siempre por el ojo de la cerradura.
—Veo lo que hay.
La camarera trajo los bocadillos, grandes, de pan moreno, acompañados de pepinillos en vinagre y patatas fritas. Pero eran pepinillos dulces. Pedí dos cervezas más.
—¿Qué hay del manuscrito? —pregunté.
—No sé nada.
—Bien —dije—. Entonces háblame del CECEC.
La cara que puso era de todo menos amistosa.
—¿Por qué quiere que le hable del CECEC?
—No lo sabré hasta que me lo cuentes. Así es como trabajo. Pregunto cosas. Y la gente no me cuenta nada, de modo que sigo preguntando más y más, y así sucesivamente. De vez en cuando, saco algo en limpio.
—Bueno, pues aquí no creo que saque nada en limpio. Somos una organización revolucionaria. Intentamos desarrollar una nueva conciencia. Estamos comprometidos con el cambio social, la redistribución de la riqueza, la libertad auténtica para todo el mundo y no solo para los jefes y los artistas plagiarios.
Hablaba de una manera casi mecánica, como la gente que hace propaganda de academias de baile por teléfono. Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde la época en que realmente se creía todas aquellas palabras y su verdadero significado.
—¿Cómo vais a conseguir todo eso?
—Mediante una presión social continua. Distribuyendo panfletos, con manifestaciones y demostrando nuestro apoyo a todas las causas que consigan resquebrajar el frente unido del establishment. Negándonos a acceder a cualquier cosa que lo beneficie. Oponiéndonos a la injusticia allá donde la encontremos.
—¿Y habéis hecho muchos progresos? —le pregunté.
—Desde luego que sí. Crecemos de día en día. Al principio solo éramos tres. Ahora somos cinco veces más.
—No, me refería a lo de la injusticia.
Ella se quedó callada, mirándome.
—Yo tampoco he hecho muchos progresos en ese sentido —le dije.
Un chico rubio, alto y muy robusto, vestido con una camisa a cuadros y unos Levi’s, entró en el pub y miró a su alrededor. Iba bien afeitado pero con el pelo muy despeinado, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se dirigió hacia nosotros y se deslizó en el asiento junto a Terry Orchard. Cogió la jarra de ella, que estaba medio llena, la vació de un trago, la dejó de nuevo sobre la mesa y le preguntó:
—¿Quién es este mierda?
—Dennis —dijo ella—, pórtate bien.
Él le apretó el brazo muy fuerte con una mano y repitió la pregunta. Yo la respondí por ella.
—Me llamo Spenser.
El chico volvió la cabeza hacia mí y me miró duramente.
—Estoy hablando con ella, no contigo, Jack. Cierra el pico.
—¡Dennis! —dijo ella, con más énfasis en esta ocasión—. ¿Quién cojones te crees que eres? Suéltame el brazo.
Yo alargué la mano y lo cogí de la muñeca.
—Escucha, Ricitos de Oro —le dije—, la he invitado a ella a una cerveza y te la has bebido tú. En mi barrio, eso me autoriza a partirte la cara. Dennis liberó la mano de un tirón.
—¿Crees que porque llevo el pelo largo soy un blandengue?
—Dennis —puntualizó Terry—, es un detective privado.
—Vaya, un puto cerdo —dijo él, y me lanzó un puñetazo, pero aparté la cabeza de su camino y me salí del reservado. El puño dio en el respaldo del asiento, y el chico lanzó una palabrota y se volvió hacia mí. Supe que no pensaba dejarlo, así que me pareció que lo mejor era acabar cuanto antes. Con la mano izquierda hice una finta hacia su estómago, luego le lancé un gancho por encima de la guardia baja y giré el hombro en esa dirección mientras entraba en contacto con su cara. El chico cayó sentado al suelo de golpe.
Terry Orchard se arrodilló junto a él y le rodeó los hombros con un brazo.
—No te levantes, Dennis. Quédate ahí. Que te va a hacer daño.
—Tiene razón —recalqué—. Eres un aficionado. Yo hago estas cosas para ganarme la vida.
La camarera gorda y vieja vino enseguida y dijo:
—¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Quieren que venga la policía? Si se van a pelear, háganlo fuera.
—No habrá más problemas —dije yo—. Soy especialista de cine y le estaba enseñando a mi amigo cómo fingir un puñetazo.
—Y yo soy Wonder Woman, y si vuelve a hacerlo llamaré a la policía. —Y se alejó.
—La oferta de la cerveza todavía sigue en pie —dije, y el chico se levantó. La mandíbula se le estaba empezando a hinchar ya; al día siguiente apenas podría masticar. Se sentó en el reservado junto a Terry, que todavía le sujetaba el brazo, protectora.
—Lo siento, señor Spenser —me dijo ella—. Normalmente no es así.
—¿Ah, no, y cómo es? —le pregunté.
Los ojos de él, un poco desenfocados hacía un momento, adoptaron una expresión dura.
—Soy como soy —me contestó—. Y no me gusta ver a Terry sentada tomando copas con un maldito pistolero entrometido. ¿Qué está usted haciendo aquí?
El gancho de izquierda lo había ablandado un poco. Su voz era menos autoritaria y enfurruñada. Pero no lo había hecho más simpático.
—Soy detective privado y busco un libro robado, el manuscrito Godwulf. ¿Has oído hablar de él?
—No.
—¿Cómo has sabido que era un detective privado?
—No lo sabía hasta que Terry lo ha dicho, pero tiene todo el aspecto. Si llevara el pelo un poco más corto, sería al cero. En el movimiento aprendes a sospechar de la gente. Además, Terry es mi mujer.
—No soy la mujer de nadie, Dennis. Esa es una afirmación sexista. Yo no soy ninguna posesión.
—Vamos, por el amor de Dios —intervine—. ¿Podríamos dejar la polémica un momento? Si sabéis lo del manuscrito, también tenéis que saber que debe estar en una atmósfera controlada. Si no, se desintegrará y entonces no valdrá para nada, ni para los estudiosos ni para vosotros o para quien quiera que se lo haya llevado. La universidad no tiene dinero para pagar el rescate.
—Pero sí tiene dinero para contratar deportistas, y comprar una pista de hockey sobre hielo, y pagar a malditos profesores que enseñan tres horas a la semana y el resto del tiempo se lo pasan escribiendo libros.
—Esta semana no toca reforma educativa. ¿Tenéis alguna idea de dónde puede estar el manuscrito robado?
—Si la tuviera, no se lo diría. Si no la tuviera, podría averiguarlo, y cuando lo supiera, tampoco se lo diría. No está mirando por encima de la valla de un albergue de vagabundos, fisgón. Está en un campus universitario, y aquí da usted la nota. No averiguará nada en absoluto porque nadie le dirá nada. Usted y los demás dinosaurios pueden ir por ahí pavoneándose todo lo que quieran, que nosotros no compraremos.
—¿Comprar el qué?
—Lo que sea que estén vendiendo. Usted y los otros tíos.
—Así no vamos a ninguna parte —dije—. Ya nos veremos.
Dejé un billete de cinco pavos encima de la mesa para pagar el almuerzo y me largué. Estaba oscureciendo y empezaba el tráfico de la gente que salía del trabajo. La cerveza no me había sentado demasiado bien, y además me sentía triste por aquellos chicos, que ni compraban nada ni sabían qué era lo que no compraban. Recogí mi coche donde lo había aparcado, junto a una boca de riego. Había una multa de aparcamiento bajo el limpiaparabrisas. «La vigilancia eterna —me dije, rememorando a Thomas Jefferson— es el precio de la libertad». La rompí y me fui a casa.