Читать книгу La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson - Страница 10
CAPÍTULO 6.
LOS PAPELES DEL CAPITÁN BONES
ОглавлениеEn la casa del doctor Livesey, nos dijeron que estaba cenando en la mansión del señor John Trelawney, así que hacia allá partimos.
Después de una corta cabalgata, llegamos. Los dos caballeros estaban sentados frente al fuego de la chimenea y fumando sus pipas. Nunca había visto de cerca al dueño de casa. Era un hombre muy alto, bien proporcionado, de cabello negro y piel bronceada. Intercambiamos saludos y, de inmediato, el oficial Dance contó lo sucedido. Cuando terminó, el señor Trelawny comentó:
–Este joven Hawkins es una verdadera joya.
Y el doctor agregó:
–¿Así que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando, Jim?
–Aquí está, señor –respondí y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados. Se notaba su impaciencia por abrirlo, pero no lo hizo y lo guardó en su bolsillo. Luego, el señor Trelawney ordenó que me trajeran comida. Y mientras yo cenaba un exquisito pastel de pollo, el oficial Dance se despidió y se fue. Entonces el doctor le preguntó al dueño de casa:
–Has oído hablar de Flint, ¿no es así, John?
–¡Por supuesto! –exclamó el caballero–. Flint fue el pirata más sanguinario que cruzó los mares. A su lado, Barbanegra era un inocente niñito.
–Sí, yo también oí hablar de él –dijo el doctor–. ¿Realmente atesoraría tantas riquezas como dicen?
–Si no fuera así, ¿por qué otra cosa arriesgarían su cuello esos villanos? –contestó Trelawney–. ¡Esos candidatos a la horca sabían lo que buscaban!
–Y ahora nosotros podemos encontrar ese tesoro –razonó el doctor–. Quiero decir: si lo que guardo en mi bolsillo tuviera algún dato acerca del lugar donde Flint lo enterró, ¿qué haríamos?
–¿Qué haríamos? –repitió el caballero–. Mira: si tenemos ese dato, estoy dispuesto a comprar un barco, a llevarlos a ti y al chico, y a encontrar ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.
–Magnífico –acordó el doctor–. Entonces, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.
Y diciendo esto puso en la mesa el paquetito que se había guardado. El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su tijera de cirujano para cortar el hilo. Aparecieron dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.
–Empezaremos por el cuaderno –decidió Livesey.
El señor Trelawney y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras lo abría. En la primera página solo había palabras sueltas, incomprensibles, y frases inconexas: «Billy Bones es libre», «Señor W. Bones, segundo de a bordo», «Se acabó el ron», «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe»... Traté de imaginar quién habría recibido ese golpe, y qué clase de golpe sería: quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
En las diez o doce páginas siguientes leímos una curiosa serie de anotaciones. Una columna tenía fechas y otra, una cantidad de dinero, como en los libros de contabilidad. Pero en lugar de describir a qué correspondían las sumas, había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por ejemplo, decía que le habían dado 70 libras a alguien, pero el motivo solo se indicaba con seis cruces. En otros casos, se añadía el nombre de algún lugar, como «A la altura de Caracas», o una indicación del rumbo, como «62° 17’ 20”, 19° 2’ 40”».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años y las cantidades iban haciéndose mayores con el paso del tiempo. Al final se había calculado el total, después de cinco o seis sumas equivocadas, y se le había añadido las siguientes palabras: «Bones, lo suyo».
–No entiendo nada de todo esto –comentó el doctor.
–¡Pues está tan claro como la luz del día! –exclamó Trelawney–. Este libro registra las cuentas de ese desalmado de Bones. Las cruces representan las naves hundidas o las ciudades saqueadas. Las cantidades son lo que le tocaba a él y, cuando tenía alguna duda, añadía para precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en ese lugar fue abordado algún barco.
–¡Cierto! –asintió Livesey–. Y el dinero aumentaba a medida que él ascendía de rango.
El resto del cuaderno contenía unas referencias geográficas y una tabla de equivalencias del valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.
–Hombre ordenado –observó el doctor–. No era de los que se dejan engañar.
–Y ahora, el sobre –propuso el caballero.
El sobre estaba lacrado en varios puntos. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla, con precisa indicación de su latitud y longitud, nombres de sus cerros, bahías y estuarios, y todos los detalles precisos como para que una nave llegara con seguridad. Medía unos 14 km de largo por 8 de ancho, y parecía un dragón con las garras levantadas. Tenía dos puertos bien protegidos y, en la parte central, un cerro llamado El Catalejo. Y lo que más nos interesó fueron tres cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la isla, una en el sudoeste y, junto a ella, escritas con la misma tinta y con una letra distinta de la del capitán, estas palabras: «Aquí está el tesoro».
En el dorso, aparecían los siguientes datos: «Árbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al norte del nornoreste. Isla del Esqueleto este sudeste y una cuarta al este. Tres metros. Los lingotes de plata están en el escondite norte. Se encontrará tomando por el montículo del este, dieciocho metros al sur del peñasco negro con forma de cara. Las armas están en la duna situada al norte, punta del cabo norte de la bahía, rumbo este y una cuarta al norte. J. F.».
Aunque a mí esos datos me resultaron incomprensibles, el señor Trelawney y el doctor se entusiasmaron.
–David –dijo el caballero–, te sugiero que dejes a tus pacientes. Mañana saldré para Bristol y en tres semanas… ¡tal vez en diez días!, tendremos el mejor barco y la mejor tripulación de Inglaterra. Tú, joven Hawkins, serás nuestro ayudante. Tú, David, el médico de a bordo y yo, el comandante. Vamos a llevar a Redruth, a Joyce y a Hunter. Seguro que tendremos viento a favor, así que la travesía será rápida y sin dificultades. Encontraremos el sitio y después… habrá tanto dinero, que podremos revolcarnos en él.
–De acuerdo, John –contestó el doctor–. Pero para ser sincero, hay una persona a quien le temo.
–¡Dime el nombre de ese desgraciado!
–Tú –respondió Livesey–, porque sé cuánto te cuesta cerrar la boca. Piensa que no somos los únicos que conocen la existencia de este mapa. Los sujetos que atacaron la posada, los que los esperaban en el barco y otros que no debían estar muy lejos, todos están decididos a apoderarse de esas riquezas, cueste lo que cueste. Ninguno de nosotros debe andar solo, hasta que podamos zarpar. Ve a Bristol con Joyce y Hunter, y a ninguno debe escapársele una sola palabra de lo que hemos descubierto.
–Tienes razón, David –contestó Trelawney–. Seré una tumba.