Читать книгу La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson - Страница 8
CAPÍTULO 4.
EL BAÚL
ОглавлениеNo perdí más tiempo y le conté a mi madre todo lo que sabía. De inmediato nos dimos cuenta de que nuestra situación era muy difícil y peligrosa. Parte del dinero de aquel hombre –si es que algo guardaba– nos pertenecía con toda justicia. Pero no era probable que sus compañeros, sobre todo Perro Negro y Pew, quisieran perder esa parte del botín.
Tampoco podía cumplir el encargo del capitán de ir en busca del doctor Livesey y dejar desprotegida a mi madre. Nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban por todas partes y yo suponía que el siniestro ciego rondaba la casa, a punto de aparecer. Se me ocurrió que nuestra única salida era pedir auxilio en el pueblo. Y dicho y hecho: sin ni siquiera abrigarnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad de aquel helado atardecer.
El pueblo estaba a un kilómetro y cuando llegamos, ya se encendían las primeras luces. Pero nadie quiso ayudarnos. El nombre del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era famoso entre los vecinos y a todos les causaba espanto. Además, uno aseguraba haber visto un barco en la bahía y otros se habían cruzado con gente extraña en la carretera. Y la sola idea de que fuera la tripulación de Flint bastaba para infundirles terror. El resultado fue que, si bien varios se ofrecieron a ir a la casa del doctor Livesey, ninguno quiso acompañarnos a la posada.
–Bueno –les dijo mi madre–. Si nadie se atreve, Jim y yo sí, y no los necesitamos para encontrar el camino de regreso. Les agradezco mucho su ayuda, bandada de gallinas. Nosotros abriremos ese baúl, aunque nos cueste la vida.
Intentaron convencernos de que desistiéramos. Y como no lo lograron, terminaron por darme una pistola cargada, por si nos atacaban. También nos prometieron enviar a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.
El corazón me latía en la boca cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla. Nos apresuramos, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi como de día y no podríamos ocultarnos si estaban vigilando. Nos deslizamos silenciosos y, sin que escucháramos ningún ruido, llegamos a la posada.
De inmediato trabé la puerta y permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas con el cuerpo del capitán. Luego cerramos las persianas, mi madre buscó una vela y me susurró:
–Tenemos que encontrar la llave del baúl. ¿Pero quién se atreve a tocar al muerto?
Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un papel pintado de negro: la Marca Negra. Lo tomé y, en el dorso, leí en voz alta: «Tienes hasta las diez de esta noche».
No terminé de decirlo, cuando empezaron a sonar las campanadas del reloj. Las contamos aterrorizados, hasta que el alivio llegó. Eran las seis.
–¡Busca la llave, Jim! –susurró mi madre.
Registré todos los bolsillos, en vano. Ya empezaba a desesperarme, cuando mi madre sugirió que tal vez la tuviera alrededor del cuello. Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y efectivamente allí, colgando de una soga, estaba la llave. Sin perder un segundo, subimos hasta el cuarto del capitán.
El baúl era como los que suelen usar los navegantes. Tenía la B grabada en la tapa y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas. Mi madre giró la llave en la cerradura y lo abrió.
Un fuerte olor a tabaco y a brea salió de su interior. Encima de todo había ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. La sacamos y encontramos un cuadrante, un vaso de estaño, tabaco, un par de pistolas, un antiguo reloj español, brújulas, cinco o seis caracoles, un lingote de plata y algunas monedas de escaso valor. Debajo de todo eso, había un viejo capote marino. Mi madre tiró de él, furiosa, y entonces descubrimos lo que había en el fondo: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles y una bolsita con monedas.
–Voy a enseñarles a esos forajidos que soy honrada. Tomaré solo lo que es mío –dijo mi madre y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que el capitán nos debía.
La tarea fue larga y difícil, porque había monedas de todos los países, y mi madre solo sabía el valor de las inglesas, que eran las más escasas.
No habíamos llegado ni a la mitad de la suma, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del bastón del ciego sobre la carretera endurecida por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después, sonó un golpe fuerte en la puerta de la posada y oímos rechinar la cerradura, como si el miserable tratara de abrir. Luego, un largo y terrible silencio, y de nuevo el toc toc toc, pero esta vez alejándose hasta que se perdió en la noche.
–Madre, tomemos todo y vámonos –le rogué–. Pronto el ciego volverá con el resto de la pandilla.
Pero a pesar de su miedo, no estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. No quería apropiarse de un centavo más… ni de uno menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las diez. Y yo todavía trataba de convencerla, cuando escuchamos un silbido corto y apagado lejos, sobre la colina. Eso fue más que suficiente para los dos.
–Me llevaré lo que he juntado –dijo, levantándose de un salto.
–Y yo tomaré esto –agregué, apoderándome del envoltorio de hule.
Un instante después abríamos la puerta y escapábamos a la carrera. La niebla nos ayudó, pero antes de llegar a la mitad del camino al pueblo, se disipó y dio paso a la claridad de la luna. Además, oímos voces acercándose y vimos la luz oscilante de un farol.
–Hijo, toma el dinero y escapa –dijo mi madre–. Creo que voy a desmayarme
Pensé que era nuestro fin. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia, por su coraje anterior y por su debilidad actual. Casi habíamos llegado al puente pequeño, cuando se desplomó sobre mi hombro. No sé de dónde saqué fuerzas, pero logré arrastrarla por la pendiente y la oculté todo lo posible bajo el puente, porque el arco era muy bajo. Y aunque ella quedó casi a la vista de aquellos desalmados, allí permanecimos, tan cerca de la posada que yo temblaba de miedo.