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CAPÍTULO 3.
LA MARCA NEGRA
ОглавлениеAl mediodía, fui a la habitación del capitán con un refresco y medicinas. Trató de incorporarse, pero su debilidad se lo impidió.
–Jim –me dijo–, siempre me porté bien contigo y te di tus cuatro centavos. ¿No te da pena verme así? Tráeme un vasito de ron, compañero…
–El doctor… –empecé a decirle.
Pero él me interrumpió con insultos contra el médico. Luego, volvió a suplicarme:
–¡Un vasito no me hará daño!
Iba excitándose cada vez más y me alarmé por mi padre, que había empeorado y necesitaba mucha tranquilidad. Así que le llevé el vaso de ron. Se lo bebió de un trago.
–¡Ah, ya me siento mejor! –suspiró–. ¿Cuánto dijo el médico que debía estar en esta condenada litera?
–Una semana, por lo menos.
–¡Rayos y truenos! –exclamó–. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para ese entonces me habrán encontrado y entregado la Marca Negra. Ya deben andar cerca esos canallas que no supieron guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. Yo fui precavido, nunca gasté ni perdí mi dinero. Pero volveré a escapar…
Aunque trató de incorporarse, se desplomó sobre la cama y permaneció un rato en silencio.
–Jim, ¿te fijaste bien en ese marino? –dijo, después.
–¿Perro Negro?
–Sí, Perro Negro. Es un tipo de cuidado, pero los que lo enviaron son peores. Escucha: ellos quieren mi baúl. Si consiguen marcarme con la Negra, corre a avisarle a ese maldito médico y juez. Dile que venga con policías, porque aquí puede atrapar a toda la tripulación del viejo Flint, bueno… lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo y soy el único que sabe dónde está lo que buscan. Flint me lo confió en Savannah, cuando estaba muriéndose. Lo mismo que ahora yo hago contigo. Pero solo hablarás si me marcan con la Negra, o si ves a Perro Negro, o a un marino con una sola pierna… sobre todo a ese.
–¿Qué es la Marca Negra, capitán?
–Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora abre bien los ojos, y te juro por mi honor que iremos por partes iguales… –Su voz fue debilitándose y, cuando le di su medicina, se durmió profundamente.
No sé qué habría hecho si los acontecimientos se hubieran resuelto de otra manera. Pero sucedió que esa noche mi padre murió. El dolor que sentíamos, las visitas de los vecinos, los preparativos del funeral y, al mismo tiempo, atender todos los quehaceres de la posada me tuvieron tan ocupado, que dejaron de importarme las intrigas del capitán.
A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor. Comió un poco y bebió más ron que de costumbre. Se lo veía muy débil y hasta perdido en su mundo. No prestaba atención a la gente e iba de una habitación a otra con mucha fatiga. Tampoco se fijaba en mí y estoy seguro de que se había olvidado de sus confidencias. Por momentos, se volvía agresivo, desenvainaba su largo cuchillo y lo ponía delante de él, sobre la mesa.
Un día después del funeral, a eso de las tres de la tarde, me asomé a la puerta y vi, entre la niebla, que alguien se acercaba por la carretera. Era un ciego, porque tanteaba el suelo con un palo, y un gran parche verde le tapaba los ojos y la nariz. Caminaba encorvado y se cubría con un enorme capote de marino y una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto una figura más siniestra. Cuando llegó a la posada, se detuvo y, con una voz moribunda, preguntó a la niebla:
–¿Habrá alguna alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido sus ojos en defensa de Inglaterra, en qué lugar de su patria se encuentra?
–En la posada Almirante Benbow –le respondí.
–Oigo la voz de un joven –dijo–. ¿Quieres darme tu mano y llevarme adentro?
Le tendí mi mano y aquel ser horrible, blando como la niebla y sin ojos, la tomó de pronto, apretándome como una tenaza. Me asusté e intenté soltarme, pero el ciego dio un tirón y me arrastró tras él.
–¡Llévame adonde está el capitán! –me ordenó y me retorció el brazo con tanta violencia, que grité de dolor.
–Señor –alcancé a murmurar–, otro caballero…
–¡Vamos! –me interrumpió, y jamás he oído una voz tan fría y cruel como la de ese ciego–. Llévame a su lado y, cuando lleguemos, dile: «¡Aquí está su amigo Pew!». Si no obedeces… –Volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza, que creí desmayarme.
No tuve más remedio que obedecerlo. Lo conduje hasta el salón, donde el viejo y enfermo bucanero estaba adormecido por el ron. Al llegar junto a él, le dije lo que el ciego me había ordenado. El capitán levantó los ojos y una sola mirada le bastó para disipar los efectos del ron y recobrar su lucidez. Se quedó atónito. Su expresión no era de terror, sino de un mortal abatimiento. Intentó levantarse.
–Quédate donde estás, Bill –dijo Pew–. No puedo ver, pero mi oído percibe hasta el movimiento de un dedo. Vamos al negocio. Muchacho –me ordenó–, acerca su mano izquierda a la mía.
Lo obedecí al pie de la letra. El ciego puso algo en la palma del capitán, quien inmediatamente lo apretó.
–Ya está hecho –agregó Pew.
Después me soltó y, con una increíble seguridad y rapidez, salió de la posada y se perdió en la niebla, antes de que pudiéramos reaccionar. Cuando el capitán volvió de su estupor, abrió la mano, miró lo que tenía y gritó:
–¡A las diez! ¡Faltan seis horas! ¡Aún puedo salvarme!
Se levantó de golpe, pero vaciló, se llevó la mano a la garganta, permaneció unos segundos como un barco escorándose y, con un extraño gemido, cayó al suelo.
Me apresuré a socorrerlo, mientras llamaba a mi madre. Todo fue inútil. El capitán había muerto.
Quizá sea difícil de entender pero, aunque jamás me había gustado, verlo así, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera aún estaba fresco en mi corazón.