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CAPÍTULO 2.
LA APARICIÓN DE PERRO NEGRO
ОглавлениеPoco después, ocurrió el primero de los misteriosos sucesos que acabaron por librarnos del capitán. Aquel invierno, la tierra permaneció cubierta por la nieve y azotada por furiosos vendavales. Mi madre y yo comprendimos que mi pobre padre no llegaría a la primavera. Día a día empeoraba, así que debíamos encargarnos de todo el trabajo de la posada. Eso nos mantuvo tan ocupados, que ya casi no reparábamos en nuestro desagradable huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. El capitán madrugó más que de costumbre y caminó hasta la playa, con su andar hamacado, su cuchillo oscilando debajo de su rota casaca azul, el catalejo bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás.
Mi madre estaba arriba, cuidando a mi padre, y yo preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces, se abrió la puerta y entró un desconocido. Era muy pálido, le faltaban dos dedos en la mano izquierda y, aunque le colgaba un machete, no parecía agresivo. Yo, que siempre estaba pendiente de cualquier marino, me sentí desconcertado, pues el visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Me pidió ron y, cuando estaba por ir a buscar la botella, me preguntó, con tono de burla:
–¿Esa mesa es para mi compadre Bill?
–No conozco a ningún Bill. Esa mesa es para un huésped a quien llamamos capitán.
–Bien –dijo–. A mi compadre Bill le gusta que lo llamen capitán. Y si tiene una cicatriz grande en la mejilla derecha y es muy fino, sobre todo cuando está borracho, ese es mi compadre Bill. ¿Así que está aquí?
–Aquí, no. Está dando uno de sus paseos.
–¿Dónde, hijo?
Señalé la playa y me obligó a decirle por dónde regresaría y cuánto tardaría. Después salió y se apostó en la entrada de la posada, acechando. Al rato, gritó:
–¡Allá viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Vamos a darle una buena sorpresa!
Entró y me ocultó junto a él, detrás de la puerta. Yo estaba muy nervioso, y mi miedo aumentaba al ver que empezaba a sacar su machete.
Por fin llegó el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin mirar atrás, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
–¡Bill! –exclamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y decidida.
El capitán giró sobre sus talones y se quedó mirándonos. El color desapareció de su cara y hasta su roja nariz se volvió blanca. Tenía el aspecto del que se topa con un fantasma, el diablo o incluso algo peor, si es que existe. Me impresionó verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera cien años.
–¿No te acuerdas de mí, Bill?
–¡Perro Negro!
–¿Y quién, si no? –contestó el otro, ya más tranquilo–. El mismo Perro Negro de siempre, que vino a esta posada a saludar a su antiguo compañero Bill.
–Está bien –dijo el capitán–, al fin me encontraste. ¿Qué quieres?
–Nunca cambias, ¿eh, Bill? Ahora este jovencito nos va a traer un trago de ron y vamos a charlar como viejos camaradas –respondió Perro Negro.
Cuando regresé con el ron, estaban sentados a la mesa, uno frente al otro. Perro Negro se había ubicado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la mesa, como para poder vigilar a su antiguo compinche y, al mismo tiempo, tener pronta la huida. Me mandó que me retirara, que abriera la puerta de la posada, y agregó:
–Y no se te ocurra espiar, hijo.
Así que los dejé solos. Durante largo rato, lo único que pude oír fueron susurros apagados. Hasta que el capitán chilló:
–¡No, no, no! ¡Si debemos terminar colgados, a la horca todos!
Y estalló en insultos horribles. Escuché ruido de golpes, la mesa y las sillas que rodaban por el suelo, choque de aceros. Un instante después, vi salir a Perro Negro y al capitán tras él, los dos con los machetes en la mano. El hombro de Perro Negro sangraba. En la puerta, el capitán le lanzó un machetazo tan tremendo que, de haberlo alcanzado, lo habría partido en dos. Pero el arma se clavó en el cartel de la posada.
Perro Negro llegó a la carretera y desapareció tras la colina en medio minuto. El capitán miró el cartel, como aturdido. Se restregó los ojos y después entró.
–¡Ron! –gritó. Se tambaleó un poco y trató de sostenerse en la pared.
–¿Está herido? –le pregunté.
–Ron… –me pidió de nuevo–. Debo huir de aquí… ¡Ron!
Y se desplomó. Mi madre bajó, alarmada por los gritos y la pelea, y entre los dos tratamos de levantarlo. El capitán tenía los ojos cerrados y una palidez de muerte. Justo en ese instante entró el doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
–¡Ayúdenos, doctor! –exclamamos–. ¡Parece muerto!
–¿Muerto? –repitió el doctor–. No, este hombre solo tiene un ataque cardíaco, como ya le advertí que sucedería. Y ahora, señora Hawkins, vuelva al lado de su esposo y, si es posible, que no se entere de esto. Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la vida de este despreciable tunante. Jim, trae una palangana, por favor.
Cuando volví, el doctor había cortado una manga de la casaca del capitán, dejando al descubierto su enorme brazo con varios tatuajes. Leímos: «Mía es la suerte», «Viento en las velas» y «Billy Bones es libre». Y en el hombro, se veía una horca con un hombre colgado.
–¡Profético! –exclamó el doctor, señalándome el dibujo–. Y ahora, señor Bones, si ese es su nombre, vamos a ver de qué color es su sangre. Sostén la palangana, Jim.
Tomó el bisturí y cortó una vena. El capitán abrió los párpados y nos miró con ojos turbios. Primero reconoció al doctor y frunció el ceño. Luego me vio y eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y trató de incorporarse, gritando:
–¿Dónde está Perro Negro?
–Aquí no hay ningún perro negro –contestó el doctor–. Siguió bebiendo y le dio un ataque, como se lo advertí. Y muy a pesar mío, acabo de sacarlo de la sepultura. Ahora, señor Bones…
–Yo no me llamo así –interrumpió el capitán.
–Me da igual –replicó el doctor–. Como es el nombre de un pirata del que oí hablar, lo llamo así para abreviar. De todos modos, le repito: si no deja la bebida, morirá. ¿Está claro? Ahora, lo ayudaré a ir a su cuarto.
Con gran trabajo, el doctor y yo conseguimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en la cama. Luego salimos, para ir a ver a mi padre.
–Por ahora, no hay que temer –me dijo el doctor en cuanto cerramos la puerta–. Le extraje suficiente sangre como para que descanse tranquilo una semana. Tendrá que quedarse en cama. Pero si le da otro ataque, morirá.