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Costumbres argentinas

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En lo que respecta a los organismos (o normas) antimonopolio generales, lamentablemente nunca han funcionado adecuadamente en la Argentina, seguramente por tres factores. Uno de ellos es la falta de voluntad política. Otro tiene que ver con la insuficiente autonomía de las instituciones estatales con respecto a grupos de presión.

El último factor —relacionado con el anterior— es la existencia desde hace décadas de un sector empresario que más que competir entre sí tiende a basar sus rentas en arrancarle al Estado privilegios, regímenes preferenciales o prebendas (incluso la modalidad de consagrar vía libre para algunos y restricciones para otros). Las disposiciones antimonopolio para preservar la competencia, claramente, tenían poco sentido en ese contexto.

La ley antimonopolio de 1999 contemplaba la creación de un tribunal independiente que en casi dos décadas de su vigencia no fue formado. Así, puede advertirse la seriedad con la que los gobernantes (y la propia sociedad, que nunca se escandalizó por eso) se tomaron la norma y los objetivos que proclamaba. La discusión de una nueva ley, así como la nueva etapa política abierta en el país, podría traer cambios significativos al respecto.

Las leyes antimonopolio existen la Argentina desde 1923. Hasta 1980 se trataron de normas penales que sancionaban con multa o prisión para sus responsables las combinaciones, colusiones, ciertas formas de dumping o repartos de mercado, reducciones de producción para aumentar precios y acuerdos oligopólicos. No contemplaban, por tanto, organismos administrativos para evaluar si la posición de mercado de una empresa, concentraciones o adquisiciones coartaban o no la competencia o para sancionar infracciones al respecto.

Muy pocos casos fueron presentados y menos aún resueltos. No hay constancias de que nadie haya ido preso por su aplicación y según el jurista Guillermo Cabanellas desde 1946 a 1980 solamente hubo dos casos de sanción administrativa de prácticas prohibidas que fueron convalidadas por la justicia (en ese periodo rigió la Ley 12906, sancionada en el año mencionado en primer término).

En 1974 se sancionó la Ley de Abastecimiento (20680), la que en la práctica suponía que el Estado podía intervenir como quisiera en el funcionamiento de las empresas: no solamente fijar precios, sino también obligarlas a vender, no vender, requisar stocks, imponer cuotas mínimas o máximas de producción, clausurarlas, inhabilitarlas o cancelar las patentes que utilizaran. Aunque igualmente fue pocas veces aplicada y varios de sus artículos más extremos fueron derogados, se invocó en oportunidades para amenazar a empresas cuando el poder se enemistaba con alguna de ellas. (Guillermo Moreno habló de aplicársela a Cablevisión en plena “guerra” del gobierno kirchnerista contra Clarín.)

En 1980 se dictó la Ley 22262 que tenía un carácter administrativo y penal al mismo tiempo. En el campo administrativo establecía medidas destinadas a sancionar contravenciones, que eran directamente aplicadas en esa instancia por la Secretaría de Comercio, previo dictamen de un organismo consultivo-investigador de su dependencia que la misma ley creaba: la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC). Asimismo, la Secretaría de Comercio tenía la facultad de denunciar penalmente a la parte infractora.

La ley prohibía “los actos o conductas […] que limiten, restrinjan o distorsionen la competencia o que constituyan abuso de una posición dominante en el mercado, de modo que pueda resultar perjuicio para el interés económico general”.

La Ley 22262 fue utilizada hasta su derogación en 1999 en un mayor número de ocasiones que los instrumentos anteriores (poco y nada en comunicaciones) pero aun así en una limitada cantidad de casos. Se la aplicó además casi exclusivamente para imponer sanciones administrativas a empresas y no para promover acciones penales a través de una instancia judicial posterior.

La Constitución de 1994 estableció por primera vez en forma explícita los “derechos de los consumidores”. A la vez obligaba al Estado “a la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados, al control de los monopolios naturales y legales” y exigía “marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional”.

En el campo de las comunicaciones la cláusula constitucional resultaba algo irónica en los hechos porque en los años 90 primero se privatizó y se liberaron varios segmentos de ese sector y después se terminó de dar forma a un marco regulatorio sectorial. Este marco se caracterizaba por marañas de disposiciones que se fueron dando en forma confusa, acumulativa, contradictoria y “a los tumbos”, lo que derivó en un régimen no siempre transparente y objetivo, y sin que los actores tuvieran toda la información en forma clara, simultánea e integral.

Parece una situación similar a la que se vino dando hasta ahora con la convergencia, pero si se logra la sanción de una nueva ley y reglamentos claros y oportunos, se está a tiempo de no cometer los mismos errores, tanto en relación a las regulaciones sectoriales como a las normas y organismos antimonopolio generales.

Volviendo a estos últimos, llegamos en 1999 a la sanción de la Ley de Defensa de la Competencia (25156), que estuvo en vigencia hasta hace poco. Dicha ley estableció un marco completamente nuevo. Derogaba la ley de 1980, eliminaba de su articulado los tipos delictivos penales y se limitaba a un —más moderno— contralor administrativo. También perfeccionaba ligeramente la definición del objeto en relación a la ley anterior, ya que prohíbe “actos o conductas, de cualquier forma manifestados, relacionados con la producción e intercambio de bienes o servicios, que tengan por objeto o efecto limitar, restringir, falsear o distorsionar la competencia o el acceso al mercado o que constituyan abuso de una posición dominante en un mercado, de modo que pueda resultar perjuicio para el interés económico general”.

Instituyó por primera vez un régimen de control de M&A (“concentraciones y fusiones” decía la ley), con la facultad de vetar la operación o de imponer condiciones, si la transacción derivase en las conductas o situaciones prohibidas por la norma, sobre bases precisas y objetivas.

Lo más importante era que se creaba el Tribunal Nacional de Defensa de la Competencia (TNDC), un organismo colegiado autónomo y autárquico que funcionaría en el ámbito del Ministerio de Economía, de alto nivel técnico. Tendría facultades investigativas, podría emitir en casos justificados medidas cautelares e incluso realizar allanamientos.

El TNDC se integraría con especialistas debidamente calificados, con diversas salvaguardas para estar a cubierto de presiones, influencias y conflictos de intereses, es decir y ante todo, de la llamada “captura del regulador” que las empresas reguladas siempre están tentadas a consumar.

En una flagrante violación de los términos de la ley, el TNDC nunca se creó. En los 18 años en que esta norma estuvo en vigor siguió rigiendo una de sus disposiciones transitorias. La CNDC, instituida como organismo consultivo en 1980 y que debía ser suprimida para dar lugar al TNDC, continuó su existencia con el mismo carácter: es apenas un ente de asesoramiento e investigación de la Secretaría de Comercio Interior (hasta 2006 respondía a la Secretaría de Defensa de la Competencia y del Consumidor).

En consecuencia, en todo ese tiempo, los dictámenes y opiniones de la CNDC sólo servían para que los aplicara el secretario de Comercio. Era una situación inaceptable en una autoridad antimonopolio, por más que la normativa caracterice a la CNDC como entidad “desconcentrada” y las empresas estén obligadas a suministrar las informaciones que se requieran.

La expertise, independencia, gravitación y nivel técnico de la CNDC tendrán así la amplitud y profundidad que le asigne la buena voluntad del secretario de Comercio de turno. No está de más recordar que ese cargo fue ocupado durante largos años por el inefable Guillermo Moreno, responsable del falseamiento y destrucción de la estadística pública argentina y paradigma de la arbitrariedad decisoria.

Durante sus primeros dos años y medio de gestión, el gobierno de Mauricio Macri tampoco fue capaz de crear el TNDC que contemplaba la ley 25156, si bien es cierto que una ley aprobada a fines de la gestión kirchnerista (26993, de 2014) sinceró la situación y finalmente eliminó por completo la figura del nunca creado tribunal.

En mayo de 2018 se aprobó una nueva Ley de Defensa de la Competencia (27442), que incorporaba los preceptos más avanzados de la legislación comparada internacional y mejoraba la norma anterior. Creaba una Autoridad Nacional de la Competencia (ANC) cuyos miembros deberán tener idoneidad en la materia y serán designados por concurso público de oposición y antecedentes. Esta autoridad también incluye un Tribunal Nacional de la Defensa de la Competencia (TNDC) integrado por abogados y economistas y con dos secretarías.

Lamentablemente, el gobierno no concluyó el proceso para designar esas nuevas autoridades e incluso la importante fusión entre Cablevisión y Telecom fue analizada y dictaminada por la CNDC de la ley anterior (que dependía completamente de la secretaría de Comercio Interno del gobierno macrista, a cargo de Miguel Braun, pariente del jefe de Gabinete Marcos Peña y cuya familia es dueña de los supermercados La Anónima; curiosamente esa empresa fundó y operó hasta los años 50 las emisoras LU4, LU8 y LU12 y varias compañías telefónicas en la Patagonia).

Es de esperar que algún día y bajo la gestión de algún gobierno emerja un organismo antimonopolio con el poder e independencia necesaria, pero —como se sabe y como queda patente en los párrafos anteriores— el cumplimento de las normas en Argentina parece ser opcional, no sólo para muchos particulares sino también para el mismo Estado.

Cuatro fusiones, la competencia en comunicaciones

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