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La excesiva conciencia artística de los compositores contemporáneos

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Las cosas se empezaron a complicar en los primeros años del siglo XX cuando muchos compositores se hicieron conscientes de que su obra podía ser observada y valorada mejor por sus colegas, por los críticos, por los responsables de programación de algunos teatros (y sobre todo por los dispensadores, casi siempre «oficiales», de encargos y de estrenos).

El exceso de autoconciencia de muchos compositores, que han abandonado la espontaneidad de los creadores de antaño, se debe a que saben que el público no está generalmente en condiciones de valorar los méritos estrictamente musicales y técnicos de una composición operística. Esto ha tenido una nociva influencia sobre el desarrollo de la ópera en el curso del siglo XX. Sólo aquellos compositores que actuaban movidos por un genuino interés por buscar soluciones han logrado que sus obras alcancen el mínimo de popularidad necesario para que su presencia en los teatros resulte bien acogida. Entre los más destacados de éstos podemos citar a Benjamin Britten y a Leos Janácek, por la consistencia de su relativamente numerosa producción operística, que obedece a un estilo y a un contenido, incluso aunque éste no sea estrictamente «operístico».

Otros en cambio, aunque ensalzados contra viento y marea por sus adictos y partidarios, sólo han logrado triunfos ocasionales y la presencia, forzada, en temporadas y ciclos en los que el gran público los acepta con paciencia o se limita a desertar discretamente del evento, que rara vez se repite.

En medio de este proceso de renovación de la ópera, en el siglo XX, han surgido varios caminos alternativos, motivados por la falta de interés, para muchos, de lo que se ofrecía rutinariamente en los teatros, y por la falta de salida real en la producción contemporánea. Uno de estos caminos, y muy poderoso, ha sido el renacer del interés por el pasado operístico. Muchos títulos que hasta 1950 fueron simplemente carne de diccionario, nombres y fechas muertos en un pasado aparentemente definitivo, han recuperado su presencia en los teatros e incluso en el favor popular. El primero en beneficiarse de esta tendencia fue Mozart, cuyas óperas se citaban alguna vez, pero cuyo recuerdo activo se centraba únicamente en Don Giovanni, por la simple razón que era la única de las óperas de Mozart que se podía compatibilizar —más o menos— con el espíritu romántico.

Sin embargo, el proceso fue lento. Nadie hubiera podido imaginar en 1930 que antes de acabar el siglo todas las óperas de Mozart, incluso las más juveniles, habrían regresado a los escenarios teatrales.

Después vino la recuperación del repertorio belcantista. Propiciado primero por el brillante sentido artístico e interpretativo de Maria Callas. Los años cincuenta y sesenta presenciaron el retorno de las casi olvidadas óperas del período final del belcantismo italiano: títulos de Rossini, de Bellini y de Donizetti recuperaban pronto su presencia en los teatros, potenciados por las mejores especialistas que ha dado el siglo XX (Caballé, Sutherland, Gencer); muchos de esos títulos se han afincado en eso que seguimos llamando el «repertorio», incluyendo obras antes consideradas casi inexistentes —caso de Il viaggio a Reims, de Rossini, que no prosperó ni en su tiempo—. Junto a estas «reexhumaciones» de títulos italianos se han producido las de óperas de autores olvidados en otros países, incluida España.

Finalmente en los años finales del siglo XX se produjo el inesperado renacimiento de los autores barrocos: potenciado especialmente por el mundo musical francés e inglés, los grandes títulos de Lully, Rameau, Händel, Gluck e incluso Telemann han empezado a salir del olvido y a ocupar escenarios, festivales y eventos musicales.

Historia de la ópera

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