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IV. STEFANO LANDI Y LA ESCUELA ROMANA DE ÓPERA
ОглавлениеComo apuntábamos en el apartado anterior, la llegada de la ópera a Roma supuso la aparición de un núcleo de compositores que se preocuparon de dar nuevas obras al naciente género de la opera in musica. El primero y quizás el más destacado fue Stefano Landi (ca. 1590-1639), quien se distinguió en 1619 con su ópera La morte d’Orfeo, que desde el punto de vista narrativo retomaba la historia del mítico cantor allí donde, por razones de conveniencia escénica, la había terminado Monteverdi: este compositor, atendiendo a la ceremonia nupcial que había dado pie al encargo, había evitado narrar la muerte de Orfeo, recuperado para el Olimpo por su padre Apolo, que descendía en una «máquina teatral» desde el «cielo» para llevarse consigo a su hijo, en medio de la alegría de ninfas y pastores, que bailaban una moresca final. En su ópera, desde el punto de vista musical, Landi parece seguir de cerca más bien los pasos de la Camerata fiorentina que el ejemplo de Monteverdi, pero no sin incluir extensos pasajes a varias voces para las numerosas escenas colectivas que se dan en la obra.
En todo caso, en Roma se fue aclimatando la ópera, y en especial cuando se enamoraron del género los parientes del papa Urbano VIII (1622-1644), de la familia noble de los Barberini, durante cuyo largo pontificado sus sobrinos (dos cardenales y un monseñor) hicieron uso de cuantiosas sumas para dar el máximo esplendor al prestigio de la familia, del modo típicamente barroco, constituyéndola en centro y fulcro de una brillantísima vida pública, sufragada por completo por el generoso patrimonio familiar.
Fueron los Barberini quienes ofrecieron a Roma el gran espectáculo de una ópera barroca de tema semirreligioso: Il Sant’Alessio, del antes citado Stefano Landi, y con libreto de ese curioso eclesiástico amante del teatro que fue el cardenal Giulio Rospigliosi (1600-1669). Este personaje, que había bebido su afición teatral en Madrid donde fue legado pontificio, después de haber sido ordenado cardenal, en sus últimos años llegó a ser papa con el nombre de Clemente IX (1667-1669). La ópera que escribió no era un oratorio ni una cantata religiosa, sino una ópera con todos los atributos del género, en la que se narraba la vida «normal» e incluso un poco libertina de un joven de la buena sociedad, con algunas escenas humorísticas con sus criados y otros personajes, y que finalmente abrazaba la fe y se convertía en un santo ejemplar. Fue uno de los escasos intentos de esta época de construir una ópera fuera de los temas literarios y teatrales clásicos heredados de la óptica de los primeros operistas florentinos. Hace algunos años fue recuperada esta ópera en el Festival de Salzburgo y existe actualmente una versión en CD de la misma.
Precisamente con esta ópera los Barberini inauguraron un gran teatro situado en su palacio, y que tenía una inmensa capacidad (casi 3.000 espectadores, según parece). El teatro se llenaba con los invitados, «clientes», allegados y simpatizantes del partido profrancés que en Roma defendía esta familia del papa, y opuesta al partido proespañol que trataba de combatir la facción opuesta. En Roma las facciones solían tener corta duración, porque la muerte del papa y las elecciones al pontificado muchas veces era ocasión de cambios. Pero en esta ocasión Urbano VIII ocupó el solio durante más de veinte años, uno de los pontificados más largos que se recordaban, y los Barberini trataron de afianzarse y perpetuarse en el poder a través del esplendor, el método típico de las cortes barrocas.
No es extraño que en este ambiente tan favorable la ópera arraigara en Roma con una fuerza inusual, y que naciera una escuela operística romana, que pronto incluyó a otros compositores, como Domenico Mazzocchi (1592-1665) que estrenó Le catene d’Adone, en 1626, y Chi soffre, speri, 1639 —esta última con notables ribetes cómicos—, así como su hermano Virgilio Mazzocchi (1597-1646), además de Michelangelo Rossi (1602-1656) y, con mayor relieve, Luigi Rossi (ca. 1597-1653), autor de un par de títulos notables: Il palazzo incantato (1642) y su más conocida (y recientemente grabada) versión de L’Orfeo (1647), que se representó en París, gracias a la protección del cardenal Mazzarino, quien trató siempre de introducir el arte italiano en su patria adoptiva francesa.
Mientras tanto había muerto ya el papa Urbano VIII y los Barberini, después de cerrar su teatro de Roma, se habían refugiado en la corte de París, cuyos intereses habían servido con tanta constancia.
Así terminó la fugaz pero importante escuela romana de ópera, ya que con el cambio político subsiguiente se redujo mucho la hasta entonces activísima vida teatral y musical de la capital pontificia.