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V. LA ÓPERA ARRAIGA EN VENECIA
ОглавлениеHasta este momento (los años 1630), la ópera había sido un espectáculo solamente de corte, es decir, ofrecido por una corte nobiliaria a sus amigos, a su «clientela» política, a los diplomáticos o los grandes dignatarios eclesiásticos, y a las personas del entorno del noble que ofrecía esa solemnidad operística que ahora estaba de moda. Las representaciones eran sufragadas por el personaje que había tenido la iniciativa, y era un motivo más de ostentación del poder, tan necesaria en la sociedad barroca. Esta situación era típica de la que se daba en Roma bajo la guía de los Barberini.
Pero en 1637, un compositor, cantante y también empresario de cantantes, Francesco Manelli (1595-1667), considerando poco seguros sus negocios en Roma, puesto que un cambio de pontífice podía echar a rodar todo el sistema operístico allí vigente, decidió trasladarse a Venecia para presentar allí una ópera suya, Andromeda (1637). Resolvió el problema del espacio adquiriendo un teatrito adosado a la mansión de unos nobles, la familia Tron, y aceptando la asistencia de público civil a sus funciones mediante el pago de una entrada en su teatro, que recibió el nombre de Teatro di San Cassiano (por estar sito en la parroquia dedicada a este santo). De este modo sencillo se produjo en 1637 un trascendental cambio en el modo de representarse el reciente género de la ópera, como veremos enseguida.
Venecia era una ciudad con una larga tradición teatral, donde las audiciones musicales, la commedia dell’arte y las funciones festivas habían sido muy populares desde hacía muchos años. No sorprende, pues, que el resultado artístico y sobre todo económico de la iniciativa de Manelli fuera muy alentador. Por otra parte, precisamente mientras Manelli estaba en Venecia, el papa Urbano VIII, el gran protector de la ópera en Roma, había caído gravemente enfermo y el futuro de la vida operística romana parecía sumamente incierto. Y aunque el papa finalmente se recuperó (no moriría hasta años después, en 1644), Manelli decidió quedarse en Venecia y ser su propio empresario antes que volver al sistema romano y depender del capricho o del carácter personal de un pontífice.
Así, pues, con su Andromeda, Francesco Manelli introdujo en Venecia una nueva forma de entender el espectáculo de la ópera, más por lo que respecta a la manera de financiarlo que por su contenido, aunque lo primero acabaría ejerciendo una enorme influencia sobre lo segundo. Y es lógico que así fuera, pues al abrir las representaciones de ópera al público, que ahora sufragaba el espectáculo en lugar de ser graciosamente invitado a presenciarlo, éste adquiría un derecho a opinar que antes, como invitado, no había podido ejercer. Pero precisamente por el hecho de pagar una entrada, ahora podía influir en el desarrollo del género operístico, puesto que podía demostrar su entusiasmo por los espectáculos que le gustaban, y dejar de asistir —i. e., de pagar— por aquellos que no le halagaban. El empresario era muy sensible a esta cuestión: las óperas que calaban bien en el público producían rendimientos muy superiores a las óperas que no gustaban. Había que procurar contentar al público que pagaba, para sostener el negocio. Sobre este elemental principio se basaron los cambios que se produjeron en el mundo operístico veneciano en el curso de muy pocos años.
Efectivamente, había surgido la figura del empresario teatral, preocupado siempre por atraer el máximo de público posible a sus espectáculos, procurando, por lo tanto, dejarlo bien complacido y tener en cuenta sus preferencias. No tardará, pues, el público en imponer su criterio y como es natural, el empresario tenderá a encargar las óperas en la forma más atractiva para sus clientes, que ahora tienen el poder de decidir qué quieren ver y escuchar y qué es lo que quieren favorecer con su asistencia.
Venecia, por otro lado, ofrecía una serie de seguridades para los espectáculos teatrales como ninguna otra ciudad de esta época. Ni la religión ni la política se interferían en la vida ociosa de la ciudad, y los cantantes y los empresarios estaban a cubierto de los cambios de fortuna que con frecuencia se hacían sentir en el seno de las familias nobiliarias, enzarzadas con frecuencia, en la Italia de la época, en guerras devastadoras y en partidismos fratricidas a favor o en contra de la política de Francia o de España.
En Venecia el empresario sólo tenía que tener en cuenta una cosa: ofrecer un tipo de espectáculo que estuviese en concordancia con el gusto del público, y esto es lo que motivó que la ópera fuera cambiando gradualmente y de modo constante a través de los años.
La creación de los teatros públicos, a partir de 1637, y a ritmo muy rápido —todo un fenómeno en la Venecia del siglo XVII— permitió que las funciones de ópera estuviesen al alcance de todos los niveles sociales de la población, todos tenían voz, e incluso voto, sobre el espectáculo.
Uno de los «hallazgos» de los teatros venecianos fue la disposición de las salas en forma de plazuelas rodeadas de palcos. Esta estructura era heredada de las antiguas plazas públicas, con sus balcones en derredor. Los palcos, en el fondo, no eran más que el recuerdo de los antiguos pisos que daban a la plaza pública, y cuyos balcones habían sido alquilados por la gente que no quería ensuciarse demasiado permaneciendo en la plaza pública, o asistir al espectáculo sin sufrir apretones ni empujones de la multitud, o incluso mantener su presencia en el anonimato. En los teatros, en efecto, los palcos eran como pequeños pisos amueblados (algunos incluso dotados de facilidades para servir algunos platos en el antepalco), e incluyendo a veces una pequeña dependencia para los criados de la familia que tenía en arriendo el palco. Éstos se solían alquilar por temporadas enteras o medias temporadas, dando derecho al arrendatario a asistir a las funciones de cada día, aun a riesgo de ver y escuchar varias veces la misma ópera, pues lógicamente los cantantes no podían ni querían dar una ópera distinta cada día, sino alternar dos o tres títulos durante un período de tiempo más o menos largo, según el éxito alcanzado por cada una de las óperas presentadas.
Hay que hacer un esfuerzo de adaptación a la época de la cual estamos hablando para entender estas costumbres teatrales tan distintas de las nuestras. Para empezar, estamos hablando de ciudades en las que sólo había, en realidad, tres clases sociales: la nobleza, la burguesía acomodada, y la pequeña burguesía y gente de oficios. Las dos primeras clases vivían principalmente de sus rentas y la segunda, además, de sus negocios; la tercera exclusivamente de su trabajo, pero no se trataba de clase obrera, puesto que no existían todavía las fábricas: todo lo más había talleres domésticos donde las personas hábiles realizaban en privado algunas manufacturas vendibles, usando a veces máquinas rudimentarias. También había un sector de profesiones liberales (abogados, notarios, médicos, sacerdotes, etc.) y un crecido número de personas que realizaban servicios, especialmente los de tipo doméstico.
Todas estas personas podían acudir al teatro en las ociosas tardes del año, cuando las clases poderosas habían ejercido ya la administración de sus bienes, tarea poco dura; las clases más modestas podían muchas veces terminar sus tareas a tiempo para asistir al teatro: los sirvientes con sus amos; las gentes de oficio, pagándose una entrada modesta.
Los diferentes pisos donde se hallaban los palcos permitían diferenciar nítidamente los niveles sociales de sus ocupantes. Los pisos más bajos, y el primero, especialmente, tenían palcos más caros y espaciosos y eran alquilados por las familias más poderosas de la ciudad (de hecho estaban «obligados» a alquilarlos por su categoría social), por los grandes diplomáticos y demás gente de alcurnia. En los pisos más altos se establecían los comerciantes enriquecidos y las familias de la clase media; arriba de todo había espacios para la población sencilla, que si carecía de asiento podía también agenciarse una «entrada de paseo» que le daba acceso al local sin puesto fijo: este tipo de público solía permanecer de pie (equivalente al antiguo espacio fangoso de la plaza pública). En la parte más cercana al escenario, con el tiempo se fueron colocando algunos bancos por si la gente del patio quería seguir el espectáculo con más atención, pero era una minoría; no sería hasta bien entrado el siglo XIX que las plateas se convertirían en vastos espacios con butacas para un público más interesado por la ópera; en el XVII y XVIII la mayor parte prefería hablar, moverse, saludar a parientes o amigos o incluso tratar de encontrar cobijo en alguno de los palcos de algún conocido. Ruidosos como eran muchos italianos, podemos imaginarnos el rumor que llenaba la sala (Stendhal lo comenta todavía a principios del siglo XIX en Nápoles) y que solo se acallaba cuando llegaba el momento en que la «prima donna» o el «primo castrato» se aprestaban a cantar algunas de sus arias refulgentes con toda clase de complejas vocalidades ornamentales o de las exhibiciones de fiato. El público, que había oído aquella ópera varias veces en la temporada, sabía perfectamente cuándo llegaban los momentos que todavía valía la pena escuchar, sobre todo porque estaba establecido que los grandes cantantes hicieran variaciones cada día sobre las ideas melódicas del aria. Así, pues, el público no oía necesariamente cada día la misma música, y cuando habían artistas de gran nivel valía más la pena acudir al teatro, porque se oirían maravillas «distintas» cada día, aunque la ópera fuera la misma. Éste era el desideratum de un cantante: que sus intervenciones fuesen escuchadas con un silencio religioso propio de los grandes momentos del arte lírico: así lograban que el empresario tomara buena nota de lo fantástico que era el cantante, y de que valía la pena volverlo a contratar, mejorándole el salario, pero también era útil para que se enterasen esos envidiosos rivales que estaban intentando segarle la hierba bajo los pies y tratando de sobrepasar su mismo nivel artístico —y de sueldo.
Pero por lo común, y dadas las circunstancias ya expuestas, el público no asistía a los espectáculos con la seriedad y el recogimiento con que se hace hoy en día. El teatro, además estaba iluminado durante toda la función, ya que apagar o encender las velas o las lámparas de aceite del local habría sido un proceso demasiado complicado. El público se sentaba en los palcos a ratos, y en otros se reunía en amigable conversación en los antepalcos, donde también se podían recibir visitas, merendar o incluso cenar, mantener relaciones sociales, de negocios, políticas —incluso amorosas, en ocasiones— y, de paso, escuchar a las gargantas privilegiadas de cuyas proezas toda la ciudad se haría eco en los días siguientes.