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NOTA DEL AUTOR

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12 años…

Doce años tuvieron que pasar para que tuviera la fortaleza (o al menos eso creí) de entrar nuevamente en su Atelier.

Mi padre se ha ido, al menos físicamente, y este espacio que le era tan íntimo, donde pasaba largas horas diseñando, pintando, o entregado a la reflexión, es aún hoy parte indisoluble de mi ser.

La mayoría de las veces, yo oficiaba de modelo sentada inmóvil en la antigua silla de madera con un solo apoya–brazos, según sus coordenadas específicas. Mantenía la vista perdida en algún punto de la pared frente a mí, que no debía, pero parecía correrse porque me indicaba que levantara el mentón de tanto en tanto, mientras él trabajaba de pie frente al caballete.

Durante toda mi infancia y gran parte de la adolescencia, esto suponía una especie de tortura. Yo solo quería andar en bicicleta, o tratar de vestir a mis gatitos con las ropas de mis muñecas. Mis manos y brazos, cincuenta años después, conservan vestigios de esos intentos en forma de tatuajes como Kandinskys de puntos y líneas blancas.

Qué no daría ahora por volver a sentarme una hora o las que hicieran falta, viéndolo mientras la carbonilla o el pincel se deslizan dándome forma, haciéndome quien soy.

Según constaté en viejos blocs de papel especial, él también hacía las veces de modelo estoico de mis dibujos de principiante, donde no faltaban sus rasgos característicos; su barba rubicunda, las bolsitas hinchadas bajos los ojos azules como el cielo de abril, su nariz recta y prominente y su torso blanco y pecoso casi siempre sin cubrir durante el verano.

Ante mi constante demanda típica de los hijos únicos, “me aburro… ¿qué puedo hacer?”, improvisaba un jarro con flores que selectivamente hurtaba del jardín de mi madre, o unas cuantas frutas y botellas vacías no agrupadas al azar, y desplegaba ante mí pasteles al óleo, acuarelas, o un simple lápiz de dibujo 4B.

Pensaba que él viviría para siempre. Pensaba que yo viviría para siempre.

La puerta de metal chirrió dolorida por el óxido, la falta de mantenimiento y las ausencias.

Parada en el umbral, la realidad me abofeteó sin piedad. No quería, pero tenía que entrar. Se lo debía.

El caos era abrumador. Los cuadros se apilaban por doquier, entrelazados por telas de araña espesas y grasientas. Las manchas de moho proliferaban sobre las revistas y libros de diseño. Las láminas colgaban torcidas de una sola chinche como cíclopes, amarillentas y enruladas, y absolutamente todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo que mi dedo podía recorrer dibujando surcos de labranza.

Con mi esposo tardamos diez días sin descanso para que el lugar recobrara la apariencia que tenía.

La ilusión terminó siendo tal que si me distraía un segundo podía verlo entrar por la puerta listo para derramar óleos de colores en una paleta.

Pero no fue así.

Lo que sí entró fugazmente, como una brisa fresca en el medio del sopor y del olor a encierro, fue una revelación. A decir verdad, dos.

La primera es que siempre pensamos que la muerte, al sacarnos algo, al quitarnos a alguien, nos deja un vacío. Y lo cierto es que no es un vacío absoluto lo que queda, sino un espacio lleno de imágenes salidas del recuerdo, mezcladas con las infinitas percepciones que le sumamos a este. Cuando la persona que ahora extrañamos estaba, podía ocupar solo un espacio físico. Teníamos la posibilidad de tocar, oler, mirar con atención. Pero aun así no lo hacíamos. Simplemente lo ignorábamos, no prestábamos atención.

Ahora ese único espacio, que por capricho de la materia solo podía ser uno, se ha vuelto un lugar de múltiples dimensiones donde coexisten imágenes de cientos de detalles, colores, olores, música y texturas en los que no habíamos reparado antes.

Tomamos conciencia de su existencia, a través de su inexistencia.

Una ironía. Una paradoja.

Mientras escribo, tres mil kilómetros después, levanto la vista hacia la tranquera de madera que me construyó en una de sus visitas. Ahí está, colorado por el sol con su pantalón de vestir y su musculosa blanca acanalada, nivelando las tablas, atornillando las gruesas bisagras de hierro, barnizando meticulosamente. No hay salida ni regreso a casa en la que atraviese ese portón sin pensar en él, sin tocar la madera ya desgastada por el sol y la nieve, y no sentir sus manos siempre resecas por los trapos con el solvente y las lijas.

Hacía años que ya no vivía en la casa de mis padres. Los visitaba con suerte una vez al año. Los llamaba esporádicamente y les escribía poco. Incluso he olvidado de saludarlo en alguno de sus cumpleaños. Sin embargo lo empecé e extrañar realmente cuando el médico le desconectó el respirador en una fría sala de terapia intensiva.

La muerte nos moviliza, nos despierta del letargo, nos golpea para enseñarnos que seguimos vivos, y que no nos ha quitado nada que antes no tuviéramos. Solo ha movido algo de lugar para que podamos ver mejor. Nos enseña a ver y a percibir el todo.

Cada rincón de ese atelier me reveló su impronta y hasta descubrí cosas que no sabía de él. En una caja de zapatos había cartas llenas de amor y añoranza de cuando eran novios con mi madre (jamás lo había visto como un hombre romántico). También encontré un cuaderno con dibujos de su infancia con temáticas bélicas, lo cual era lógico para un muchacho de catorce años que tuvo que migrar del norte de Italia después de la guerra.

Mientras percibía este todo, me llegó la segunda revelación.

En los últimos años, se había obsesionado con el diseño y la fabricación de juguetes de madera articulados. Se trataba de diferentes animalitos autóctonos, con coloridas y brillantes piezas que se encastraban entre sí. Una genialidad de las suyas.

Sobre el banco del torno, había aún piezas inacabadas esperando. Unas cajas sucias y húmedas me evidenciaron distintas etapas del proceso. Lijadas sin pintar, pintadas y listas para ensobrar, rótulos sueltos con los nombres del animalito en cuestión, pilas de bolsitas de empaque, etc.

Esa noche, mientras se cepillaba los dientes frente al lavabo, seguramente planificaba con qué seguir al día siguiente.

Quizás se inspiraba en el tema de otro cuadro. Quizás tarareaba “Va, pensiero” mentalmente, o pensaba en su hija y en su nieta añorando un próximo reencuentro.

Pero resulta que ella no concede plazos. Se impacienta. No le interesan nuestros proyectos a largo plazo, ni los inmediatos.

Llega en el medio de algo, sin previo aviso. Estemos por descubrir la salvación del mundo, o abocados al más fútil de los pensamientos.

En el medio de una oración, sin siquiera dejar que t|

Fénix

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