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Mae pasó de tercera a punto muerto, y pisó apenas el freno maniobrando con destreza en las curvas cerradas. Al filo del peligro, en el límite de los abismos era donde mejor se apreciaba la belleza que la circundaba.

Acababa de pasar el punto más alto de la montaña, atravesándola por un largo túnel oscuro con luces en la parte superior abovedada, que con la velocidad producían un efecto hipnótico.

Como El túnel del tiempo, pensó en la serie que veía de chica en TCM.

Ahora, ya del otro lado, estaba como Tony y Douglas totalmente perdida en una tierra y un tiempo desconocidos. Pero a diferencia de los científicos, ella no deseaba volver a casa. No existía tal lugar que pudiera añorar, o familia que extrañar. Cuanto más se alejara, mejor sería. Probablemente encajaría a medias en este nuevo destino, pero seguiría buscando llenar ese vacío, ese sentimiento de pertenecer y que alguien le perteneciera. De obtener lo que le fuera arrebatado.

A su izquierda, la ladera rocosa de bordes afilados, ostentaba esporádicamente algún árbol que contra toda probabilidad hundía las garras en las grietas. Era su forma de aferrarse a la vida, nutriéndose de la poca tierra que el viento acumulaba a sus pies.

La rueda del lado del conductor derrapaba de tanto en tanto sobre las piedras de cantos rodados, que salían eyectadas hacia el precipicio haciendo un ruido quejoso como el aguacero repentino sobre la galería de chapa junto al patio.

Tras la herida profunda e incurable de los valles, se elevaban en distintos planos montañas que aún vestían mantos verdes pero que a mayor altura iban adquiriendo tonos dorados y rojizos. La nieve que se empezaba a acumular en las cúspides quemaba la vegetación con sus largos dedos helados.

Reflexionó sobre la ironía de su propia vida. Perdida en curvas descendentes, avanzando sin control hacia lo desconocido, y observando todo lo bello, lo que no le pertenecía, a través de un cristal. Si aceleraba lo suficiente y estiraba la mano, entonces lo tocaría y se sentiría parte de ello al menos por un instante, antes del fin.

Se adentró resignada en la última curva del desfiladero de montañas que cubrían la vista dilatando al espectador el placer hasta el último segundo.

Hacía cinco kilómetros un cartel anunciaba: “Usted está entrando al Condado de World’s end”, y a esta altura uno pensaría que se había perdido si no fuera que inequívocamente era la única ruta.

Súbitamente estaba ahí, en todo su esplendor, Shut Bay, donde según “el señor Google” se asentaba el centro cívico, y la mayor cantidad de habitantes.

Esto era lo más lejos de casa que podría estar. De hecho, si hiciese un kilómetro más, la circunferencia de la Tierra la acercaría indefectiblemente a todo lo que quería dejar atrás.

Solo he venido a perderme en el fin del mundo, como todos aquí.

El valle interconectado por lagos era la zona inmobiliaria más cara, por lo que, a pesar de necesitar del auto, prefirió buscar una pequeña casa en las afueras. Después de su entrevista laboral, por llamarla de alguna forma, solo debía visitar dos propiedades, una en Susanpeak y otra en Seven Falls, y decidirse por una.

Por lo que sabía, el lugar era bastante tranquilo. Solo lo usual; altercados domésticos; adolescentes manejando ebrios, y algún dealer de poca monta con el que habría que lidiar.

Tras bordear el lago principal y pasar por la calle paralela a la costanera frente a la mayor parte de los edificios gubernamentales, se estacionó en el aparcamiento de la jefatura.

A primera vista no parecía más que un pueblo grande de casas tradicionales, pocos edificios altos, y homogéneos en su estilo arquitectónico. Las piedras que provenían de la montaña y los troncos de los aserraderos eran la materia prima predominante. Aun así, aquí y allá se revelaban al buen observador detalles multiculturales, que no eran más que el reflejo de la sociedad que habitaba esos confines.

Se quedó con el motor en marcha por lo menos quince minutos, mirando el ajetreo diario de la dependencia policial.

El edificio en sí no era realmente feo, solo poco práctico y pasado de moda. Tenía una mezcla de construcción anglicana, que según leyó Mae en algún artículo, fueron los primeros en llegar a la zona, con detalles indefinibles como la cantidad y la antigüedad de las corrientes migratorias que se habían asentado desde el siglo XXVII.

En algún punto, lejos y hace tiempo, la mole probablemente fuera el orgullo del incipiente pueblo. Ahora, lo que realmente daría orgullo sería demolerla por completo y construir una nueva.

Las pequeñas ventanas segmentadas en paneles de doble vidrio, por detrás del nivel de la pared, le recordaron la masa de pan que hacía su madre. Ella hundía los dedos mientras leudaba antes de entrar al horno de ladrillos que estaba afuera, en el patio donde el sol desmayaba. Los “huecos” apenas dejaban entrar luz natural, que en estos lugares, de por sí era escasa casi todo el año.

Mae supuso que habrían querido conservar el calor de las estufas a leña, que en aquel entonces era el único combustible. Casi podía imaginarse aquella gente de piel verdosa y pálida, agorafóbica por opción, abocada a adorar los detalles de una vida simple.

Para ser un día de abril estaba bastante soleado y cálido, algo inusual en esa época del año. El personal entraba y salía como atareadas hormigas con sus uniformes negros en su versión veraniega de mangas cortas donde destellaban los atributos dorados.

Apuesto que esos uniformes ya estaban guardados cubiertos de nailon en algún placar. No me sorprendería que todos olieran a naftalina.

Finalmente se decidió, apagó el motor y se apeó con todo el aplomo que no tenía unos instantes atrás.

En el hall de entrada se dirigió a un pobre diablo que evidentemente no había leído el pronóstico, y sudaba profusamente en su uniforme de abrigo con mangas largas que trataba nerviosamente de arremangar.

—Lo siento, es que el aire frío del split no funciona.

Mae asintió con una sonrisa de cortesía poco natural. Se limitó a preguntar por el lugar y la persona de su cita, y recibió las indicaciones como para encontrar un tesoro, solo que sin un mapa.

Pensó en pedir que se lo repitiera, pero él ya tenía bastante con su propio sauna, así que decidió aventurarse y en tal caso preguntar a alguien más, si se perdía en el intento.

El interior del edificio, como se esperaba, era oscuro. Un total anacronismo, una pieza de museo. De paredes gruesas también de madera barnizada en un tono nogal, las hundidas ventanas se veían más minúsculas desde dentro, como si fuera un refugio de montaña en los Alpes suizos o un búnker de la Segunda Guerra Mundial. Los pequeñísimos paneles dobles se revelaban totalmente sucios con algún tipo de antihumedad entre sí, que fracasaban vergonzosamente en su cometido.

Mierda, no quiero pensar cómo serán las celdas de los detenidos.

El sistema de calefacción a leña había sido reemplazado por otro más novedoso… durante la Revolución Industrial. El agua caliente era trasladada a través de caños visibles en todas las paredes, rematando en radiadores que ya se podían ver en las películas blanco y negro.

En las mudas, diría yo.

El pasillo principal estaba decorado con las fotografías de todos los jefes predecesores, y a Mae le pareció por un instante la Casa de los sustos de las kermeses itinerantes que recorrían las ciudades del interior, como la de su infancia.

La mayoría deben ser solo fantasmas que merodean buscando máquinas de escribir y expedientes de papel.

Al final del pasillo no se pondría mejor. Un salón enorme dividido con separaciones vidriadas que formaban pequeñas oficinas, que creaban la ilusión de espejos infinitos donde todos eran exactamente iguales.

Hacia la derecha, una escalera con un cartel impreso en computadora y pegado a la pared, con cinta de embalar transparente mal puesta, anunciaba “subsuelo”.

El aire se volvía más vetusto a medida que descendía por los escalones de granito desgastado, y al pasar el último peldaño descubrió el motivo. Entre paredes que se descascaraban sobre manchas de humedad, estanterías metálicas hasta tocar el techo, explotaban de cajas de cartón y biblioratos cuyo contenido requeriría probablemente de una prueba de Carbono 14 para establecer la antigüedad.

Las ratas deben ser las mascotas. Tal vez las lleven a los procedimientos antidrogas, con bozales y correas. ¿Cómo no digitalizan todo esto? Creo que realmente entré en ese túnel del tiempo después de todo.

Avanzó dudosa esperando ver alguna otra indicación.

No creo que sea aquí… no puede ser…

Pero lo era. Bastó con girarse sobre sí misma para ver bajo la escalera, casi oculta, como un secreto deshonroso, la puerta del gabinete psicológico.

Estaba entreabierta, y era la hora acordada, así que entró sin más.

El lugar confirmaba absolutamente su viaje en el tiempo. Un ordenador con poco uso era más bien un adorno sobre el escritorio metálico de bordes redondeados, cuya capa de esmalte sintético gris pintado a pincel comenzaba a hacer pequeñas burbujas de aire.

Un archivero metálico de pie con cajones que se deslizaban sobre una guía engrasada, y que exhibían carpetines colgantes de color marrón con rótulos de marco plástico negro y acetato transparente, le pareció algo tan engorroso como absurdo, en plena era digital.

Okey, o el presupuesto aquí es paupérrimo, o mi cita tiene cien años de edad…

Para sacarse la duda de este último pensamiento, levantó desvergonzadamente el portarretrato sobre el escritorio, que se encontraba de espaldas.

Un hombre mayor, de unos 65 años, con una abundante barba canosa sobre un bronceado caribeño, ataviado con la típica camisa hawaiana que solo se usa en las vacaciones, una bermuda color caqui de bolsillos fuelle, y unas sandalias de goma con medias, abrazaba feliz a una joven de solero blanco de bambula que ondulaba la brisa marina. Sus delicados pies desnudos se hundían en la arena blanca. Era bellísima y mucho menor que él.

Viejo degenerado… dónde carajos me metí…

Cuando estaba leyendo los muchos títulos enmarcados en la pared, el hombre de la foto, con un look completamente diferente irrumpió en el sucucho–oficina.

El perfume penetrante y amaderado de su after shave fue lo primero en anunciarse. Luego él, esbelto y delgado, lo cual a su edad o bien era genético o fruto de largas caminatas.

Más bien lo segundo.

Su bronceado solo permanecía en la fotografía, igual que su falta de estilo. Ahora, perfectamente afeitado, peinado, y luciendo un traje gris oscuro de saco cruzado, con una impecable camisa blanca y corbata de seda con arabescos en gris perla de las que se venden en Macy’s de la Quinta Avenida, se acercó sin emitir sonido y quitándose la gabardina beige que llevaba sobre los hombros estilo capa, lo colgó del perchero de madera detrás de la puerta.

¿Qué clase de nombre es…?

—¿Qué clase de nombre es Spadafora Domingoni?

Aunque a esta altura dudó de si lo más extraño era el nombre o la forma en que se ponía, sin ponerse, el abrigo.

¡Qué rayos… mi loquero tiene complejo de Dr. Strange… vamos bárbaro, Mae..!

—La agente Mae Silva, presumo. Buenos días para usted también –dijo impasible.

Mae se disculpó a medias con la mirada, sin pronunciar palabra. Y no lo haría. Era demasiado orgullosa para ello.

—Por favor cierre del todo la puerta y tome asiento. –Bien, que tenemos aquí…una joven irreverente, sin modales, atractiva en cierto modo, pero peligrosamente encaradora. La clase de mujer que trae problemas en cualquier dependencia donde haya hombres.

La joven se dirigió a la puerta que cerró disimulando su mala gana, y tomó asiento frente al sujeto que la observaba por arriba de los cristales de sus anteojos de marco plateado.

El silencio infinito solo se rasgaba con el doble tic, toc, tic, toc de dos relojes de pared con péndulo que no coordinaban el segundero entre sí.

Se sintió incómoda e instintivamente se revolvió el cabello enrulado y rubio a fuerza de químicos, desviando la vista a los relojes en pugna.

—¿Están descompuestos? –preguntó meneando la cabeza en dirección a ellos.

—No –respondió lacónico Spadafora–. En tal caso uno al menos estaría en lo correcto, ¿no lo cree?

—O ambos podrían no tener nada que ver con el tiempo. “En tal caso” la medición es una convención caprichosa. No existe tal cosa –aseveró, solo espero que ahora no se le ocurra darme rompecabezas o estúpidas manchas de tinta para interpretar. Ya tuve suficiente de ello.

Spadafora simuló ignorar su comentario, pero tomó nota mental de cada palabra.

—He leído su legajo completo. Mi colega ha informado situaciones inquietantes –mientras lo decía se empujó los lentes con el dedo índice apoyado sobre el marco, y abrió una carpeta de cartulina de la que sacó una hoja impresa.

Ahora su dedo dibujaba círculos sobre el borde exterior de los labios finos y casi azulados, que revelaban algún tipo de enfermedad coronaria o pulmonar.

—Si bien respeto mucho la opinión del Dr. Mosqueira…

Mae se sobresaltó cuando Spadafora rasgó la hoja y la tiró al cesto de papeles.

—Confío más en mi propio criterio –continuó diciendo– y creo que arrancaremos por la foja cero. –La volvió a mirar por sobre los cristales.

—Claro, sí, como usted disponga –dijo aún sorprendida.

Lo que usted diga, Dr. Strange, usted es el extraño, yo solo quiero dejar el pasado donde pertenece, bien atrás. Para eso estoy aquí, ¿no? Para reescribir “mi legajo”.

—Sin embargo –ahora su voz adquirió un tono marcial mientras se quitaba los lentes y se recostaba sobre el respaldo– que quede claro que esta es su última oportunidad. No se tolerarán dentro de la fuerza actitudes como las informadas por sus superiores. Está a prueba, señorita Silva, y bajo mi estricta supervisión y responsabilidad. Tendremos una charla semanal, indeclinable.

—Pero…

Spadafora interrumpió.

—La única razón para que nuestra cita no se concrete es que uno de nosotros o ambos estemos muertos. ¿Está claro?

—No creo necesario que de momento nadie muera, es un poco extremo, ¿no le parece? –Y expuso una sonrisa torva que se esfumó al instante.

—Miércoles a las 10:30, agente Silva. Deje la puerta abierta al salir, por favor.

Fénix

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