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Liam, sentado en el pequeño sofá del dormitorio, con los codos apoyados sobre las piernas, y las palmas de las manos enmarcando su mentón, observaba desde la penumbra el rostro de su esposa que dormía.

A la luz de la luna nueva que entraba omnipresente por la ventana cuya cortina nunca se cerraba, a pedido de ella, su rostro se veía maravillosamente pálido. Le vino a la mente un poema de García Lorca que siempre le recitaba: “en el aire conmovido mueve la luna sus brazos, y enseña lúbrica y pura sus senos de duro estaño”. Y así yacía, lívida y casi ingrávida, como si se hubiera ido de su cuerpo, como si la luna se la hubiera llevado junto con el niño de la fragua.

La ama. De eso no tiene dudas.

Para él, un hombre pedestre y pragmático, acostumbrado quizá a causa de su trabajo a hundirse en el lodo, a ver el lado oscuro y malvado del ser humano, Sarah ha sido como ese haz de luz blanca en medio de las tinieblas de una noche interminable.

No le dio alas; él no puede volar; pero lo tomó entre las suyas y lo llevó a lugares que jamás hubiera imaginado.

Y aun así, aquí estaba, como tantas otras noches, insomne, sintiéndose que algo faltaba, que algo en sus vidas no cuadraba. Como si su cuerpo se hubiera vuelto repentinamente demasiado pesado, convirtiéndose en un lastre que los arrastraba a ambos en espirales descendentes.

Ni siquiera sabría decir cuándo empezó. En principio parecía contenta con su trabajo en la Biblioteca de Shut Bay. ¿Qué más podría pedir una amante de la poesía y de la literatura? Pero siendo honesto consigo mismo, no había sido su primera opción. De hecho, él la había convencido de tomar ese puesto de técnico responsable de Colección que quedó vacante cuando la octogenaria Matty Mendelson se olvidó un día de respirar, así como venía olvidando otras cosas como tomar los medicamentos, o el camino de regreso a casa.

Quizá él se convenció a sí mismo de que Sarah era feliz allí. Quizá ella lo convenció de que así era.

Sentado en la penumbra, estancado como un hombre hecho de barro que se ha secado, no podía definir si era él quien no encajaba, o simplemente lo era todo el resto.

—Vida… ¿qué sucede?, ¿por qué estás despierto? –preguntó estirando los brazos por sobre su cabeza y volviendo a refugiarse bajo el acolchado al sentir el frío argénteo de la escarcha que atravesaba los vidrios de la ventana.

—¿Recuerdas cuándo nos conocimos?–Liam se incorporó y se metió en la cama acurrucándose como un ovillo nariz con nariz.

—¡Claro que sí! –dijo con una sonrisa cómplice–. Entré en el primer bar del pueblo, y allí estabas, como buen irlandés, haciendo derroche de tus encantos con tu extraño acento de “cantito”.–Ahora lo acariciaba con la yema del dedo índice siguiendo el perfil de su nariz.

—Dijiste… que no sabías de qué lado estar, si del bien o del mal…

—No, no fue así exactamente, pero no puedes negar que tenía toda la atención de un bar de pueblo típicamente lleno de policías… (ahora era Liam quien esbozaba una sonrisa). Tú me preguntaste si era una recluta nueva, y yo dije que lo estaba considerando, porque no estaba segura de qué lado estar. Me refería a civil o uniformada. Pensé que la habías captado.

—Ahhh, ya lo recuerdo bien. “¿Acaso eres una delincuente?, porque si es así, estoy técnicamente de franco”.

—No te lo dije con palabras pero creo que mis ojos decían “por favor arréstame y espósame”.

Liam le besó delicadamente la frente, y luego la miró a los ojos oscuros donde centelleaban hilos de plata.

—¿Te hago feliz?, ¿eres feliz con tu vida?

—¡Claro que sí!, ¿por qué me preguntas eso?

—Esa vez dijiste que querías ayudar, que te gustaba la idea de los malos pagando sus fechorías.

—Todos queremos justicia, ¿no es así?, pero lo cierto es que no estaba segura de si la policía era para mí.

—¿Lo sigues creyendo?… Es que siento que te manipulé inconscientemente para que no lo fueras. Quería algo mejor para ti. Eres tan dulce... cariñosa, frágil y sensible.

—Bueno, tampoco soy un algodón de azúcar…

—Claro que lo eres, ¡déjame lamerte! –Liam le empezó a pasar compulsivamente la lengua por el cuello y el mentón, entre risas estrepitosas y gritos ahogados de Sarah suplicando…

—¡Liam, por Dios! ¡Me haces cosquillas con la barba!

Las risas se apagaron, y les dieron paso a ojos somnolientos y bostezos por repetición.

Sarah se dio la vuelta y se ovilló junto al cuerpo siempre caliente de su esposo.

—En serio, amor. Me gusta mi trabajo. Tú ve por los malos, que alguien tiene que hacerlo.

La rodeó con sus brazos por sobre el busto y suspiró haciendo que el perfume de su champú se elevara hasta aspirarlo por completo, como una droga que lo dejó en estado de éxtasis.

Quisiera creerte, realmente quisiera

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