Читать книгу Fénix - Rona Samir - Страница 6
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ОглавлениеLa primera vez que tuvo que morir, aún era pequeña y frágil.
Hudson es bastante grande si lo recorres de a pie. Las calles en cruz segmentan los diecinueve modelos de casas del barrio de trabajadores marítimos de clase media, construidos con moldes sucesivos en la década de los setenta.
Cada vecino intenta darle su impronta ya sea con coloridos frentes, o revestimientos de piedra o de ladrillos rojos, o con esmerados jardines, en un intento de diferenciarse.
Lo cierto es que la utilidad del esfuerzo solo se materializa al completar la dirección con una indicación extra tal como “vivo en la amarilla con el portón de reja verde” o “es la única de puerta roja de la cuadra, no puedes perderte”.
Esa mañana, los colores de los frentes pasaban raudamente desdibujados como acuarelas efímeras, mientras pedaleaba con todas sus fuerzas por las veredas irregulares de cemento.
Era consciente de la sensación de ardor en los músculos de sus piernas, pero no le importaba. Era libre de ir donde quisiera. Donde su imaginación la llevara. Las ruedas del “cometa plateado”, como la había nombrado, fueron sus primeras alas.
A diferencia de las otras niñas del barrio, en mejor posición económica que les permitía tener su primera bicicleta desde muy chicas, ella recién ahora estaba disfrutando del mejor regalo, aunque tardío, de su infancia.
Técnicamente no era nueva, pero lo era para ella. Su abuelo los había visitado llevando como solía hacerlo algunas hortalizas frescas de su huerta, y como siempre había apoyado la gran y corpulenta bicicleta sobre la pared lateral junto a la puerta de la cocina. Entregó los vegetales envueltos en papel de diario a su madre, pero esta vez se tomó un tiempo extra en desarmar el canasto de enrejado metálico dispuesto frente al manubrio, donde a veces paseaba también a su perro pekinés Rafael.
Cuando terminó, ante la mirada atenta de su madre e inquisidora de su parte, el anciano solo se dio vuelta y le hizo un gesto con las manos hacia la bici. “Es tuya”, apenas articuló. No era un hombre de grandes palabras. Pero sí de gran corazón. Ella se quedó inmóvil, incrédula por unos instantes hasta que reaccionó. “¡¿Gracias, abuelo, en serio, me encanta!! Pero… ¿Qué harás tú?”. Su abuelo le respondió que tenía la otra más vieja que aún funcionaba, levantando los hombros y meneando la cabeza, en señal de lo obvio.
Bastó que ambos adultos entraran a la casa, para que después de una rápida inspección, la montara y saliera a los tumbos hacia el paredón del fondo ida y vuelta hasta tomarle la mano. Agradeció mentalmente a su amiga Cecilia, que le había enseñado a andar cuando le prestaba la suya, aunque una tarde hubiera terminado de cabeza en un zanjón. No había sido su culpa, la bici no era de Cecilia, sino de su hermano. Por eso tenía ese maldito caño atravesado que le dificultaba hacer pie. Pero su “nueva” bici no lo tenía. Era perfecta. Ese día fue tan feliz que aún recuerda haber improvisado una canción cuyo estribillo decía “mi abuelo es un ángel que cayó del cielo”.
Tras recorrer unas cuadras, cortó camino por la avenida Otto Bemberg y dobló en la 158 para tomar un desvío autoimpuesto. Lo mejor que tenía el recorrido era pasar sobre el puente del arroyo Plátanos, donde terminaba el gran campo frente al colegio de las monjas María Ward.
Siempre aminoraba la velocidad en ese tramo para escuchar el ruido del agua, y observar los árboles llorones que tocaban el curso ondulante con sus hojas lánguidas.
Retomó nuevamente su objetivo cruzando las vías del tren y desembocando por el camino más corto y directo. A medida que se alejaba, el olor a cebada de la maltería se fue haciendo más tenue hasta que desapareció por completo.
Recorrió al menos treinta cuadras por la avenida Mitre que por ser feriado estaba tranquila con sus comercios cerrados y escaparates sin iluminar, hasta la 14 donde volvió a girar hacia el sur, con dirección al río.
Todo este zigzagueo tenía un motivo. Había evitado particularmente tomar la calle que bajaba más directo desde la esquina de su casa, lo cual le hubiera ahorrado mucho tiempo, pero no quería otro encuentro desagradable con ese tipo extraño y solitario al que todos apodaban despectivamente “el Sapo” Gabriel.
Ya habían pasado varios meses, pero el recuerdo de esa tarde calurosa le provocaba aún una mezcla de temor y repulsión.
Le había avisado a su madre que estaría persiguiendo mariposas en el terreno baldío a escasos cien metros. El pastizal estaba alto y se había internado tanto que ya no se veía su casa desde allí. Las “Tarambanas”, como las habían apodado a las pequeñas y marrones de alas redondeadas, saltaban aquí y allá en el medio del olor dulzón y del sopor. Los perros llegaron primero, luego el viejo desgarbado con su boca como teclado de piano destartalado y sus pantalones excesivamente grandes y sucios, fruncidos con un cinto de cuero escamado.
—Allí –dijo señalando con su mano huesuda y renegrida por el sol–, allí hay más lindas.
Al ver que ella dudó sin atinar a nada insistió:
—Si vienes te mostraré algo. –Y se pasó el dorso de la mano por la boca que apestaba a alcohol.
—No puedo, debo pedirle permiso a mi madre –se apresuró a decir y se sintió exactamente como sonaba con esa excusa: estúpida. Sin embargo ya había intuido el peligro y prefería pasar por ello a no pasar en absoluto.
—¡Pero no! Es aquí nomás… ven. –Y estiró su brazo dando un paso hacia el frente.
En un acto reflejo de supervivencia, se había dado la vuelta y mientras se alejaba a toda marcha seguía excusándose.
—Ahora vengo. Primero le preguntaré a mi madre.
Por supuesto que jamás preguntaría, ni mencionaría en su casa el episodio, o no tendría más permiso de salir.
El encuentro la volvió más alerta, aunque el hedor de la boca lasciva la siguió inquietando durante muchas tardes de verano.
En un día normal, el bullicio de la avenida se termina al distanciarse dos cuadras, pero esa mañana de agosto el silencio era casi absoluto en toda la ciudad. Los pocos sonidos llegaban de lejos amortiguados, y los únicos habitantes del planeta, además de ella, eran una anciana cojeando con un bastón que justo entraba en su casa, y un perro lanudo que paseaba a una mujer, y que cruzó la calle sin siquiera preocuparse en mirar.
Conforme avanzaba, las casas raleaban y eran reemplazadas por terrenos baldíos apenas delimitados por postes viejos quemados por el sol y alambres caídos.
Tras la última vivienda, atravesó el campo donde se erguía un enorme e imponente ombú que le recordaba los baobabs de El principito, y finalmente divisó la torre circular de ladrillos cubierta de musgo.
Allí estaba, esperándola con su susurro metálico que siempre le contaba historias.
Se detuvo pero no se bajó de la bicicleta. Solo se quedó allí, cubierta por la sombra del alto y delgado molino de viento, con los ojos cerrados y la respiración agitada.
De tanto en tanto, la brisa parecía cambiar de dirección, la cola timoneaba y las aspas chirriaban levemente acomodándose con nuevos sonidos.
Este era su lugar sagrado, su refugio. Se sentía en paz y equilibrada. No importaba que la vida pareciera a veces una pesadilla, este momento de ensoñación era lo más tangible y real que poseía.
Cuando minutos más tarde se levantó ese viento cargado de estática y de olor a tierra mojada, ella simplemente se dejó ir, perdiéndose, dejando de ser ella para convertirse en un personaje de su ficción.
La intensificación de los aromas y el traqueteo cada vez más rápido de las aspas del molino le recordaron que debía volver.
Por lo general, no regresaba a casa cuando su madre le imponía un horario. No quería realmente llegar. No desde que él se fue, y ese sujeto vino a querer ocupar su lugar.
Su madre toleraba estas “impuntualidades” en un fallido intento conciliador, pero ese no era cualquier día y por nada del mundo llegaría tarde. Después de un largo tiempo fuera, su padre estaría allí, con relatos de sus viajes y la promesa cada vez más cercana de un futuro juntos.
El aire se densificó más, volviéndose irrespirable. “Quizás esta vez el pronóstico local acierte y finalmente se desate la tormenta anunciada”, pensó.
En la esquina, apenas tocó los frenos y volanteó el manillar al tiempo que se incorporó del asiento y cargó todo su peso en los pedales. La rueda trasera se deslizó de costado derrapando suavemente, sin hacerle perder el equilibrio.
Aún no lo sabía, pero ese día sería especial por otro motivo. Ese 17 de agosto sería purificada por el fuego y ardería por primera vez hasta consumirse en cenizas.
Cuando el portón oxidado se quejó con el empujón, sus padres, que estaban conversando frente al dintel de la puerta, se dieron la vuelta. Su madre no se veía feliz.
—¡Pajarita! –exclamó él. Su sonrisa era amplia y sincera.
—¡Papito! –Ella se apresuró en apearse de la bicicleta que cayó al piso de cemento con un ruido estrepitoso, y corrió a aferrarse con todas sus fuerzas. Su pecho aún sin curvas, subía y bajaba con la agitación, y las perlas acumuladas en su frente rodaban por las sienes mientras ambos se fundían en un abrazo largamente esperado.
—¡Por Dios, qué grande estás!, en cualquier momento podrás desplegar tus alas y volar.
La mujer se mordisqueó y frotó un poco el dedo índice contra el borde de los dientes, en señal de nerviosismo, y se dirigió al interior con la excusa de preparar limonada y darles espacio.
Padre e hija se sentaron bajo la copa del paraíso que él mismo plantó mucho tiempo antes de convertirse en una visita incómoda.
—Bueno, aquí les traigo algo fresco de beber. El tiempo está amenazador, ¿ya viste el pronóstico, Lorenzo?... Espero que la lluvia se retrase y no les arruine la cita… –La mujer se quedó estoica como esperando una respuesta de su ex.
—Estaremos bien, Eleonor, gracias –respondió él con falsa cortesía.
Acto seguido, como si su imagen simplemente se desvaneciera, se volvió hacia la niña expectante, y sacando un paquete de su valija de cuero desgastado, se lo extendió con un brillo de emoción en los ojos.
El envoltorio fue arrancado con voracidad, revelando un pequeño portafolio de madera. Bajo la manija rematada en cuero con festones de hilo rasado, la cerradura dorada hizo un pequeño clic seco.
Dentro, acomodados en distintos compartimentos, se desplegaron crayones, pasteles, lápices de distinta graduación, un tintero con una ostentosa pluma negra azulada, y todo lo que una niña de su edad podía considerar imprescindible para sus ya manifiestos talentos artísticos.
—Oh, papi… es hermoso, gracias. Será mi nuevo tesoro.
—Bueno, sí, consideré que ya estabas un poco grande para muñecas –reflexionó con un dejo de tristeza–, y el juego de sobres y cartas con la pequeña espada de bronce no parecen muy útiles en vista de que no tengo un domicilio fijo donde puedas escribirme… ¡Ah! ¡me olvidaba!
Hurgó nuevamente en su valija, y sacó un álbum de papel especial para dibujo.
—Ahora sí está completo –afirmó satisfecho.
—¡Cuéntame! –lo interpeló ella–. ¿Qué pájaro seré hoy?, ¿has descubierto alguno nuevo en tu último viaje?
—Bueno, a decir verdad, sí, pero no es nuevo. De hecho culturas antiguas lo mencionaban como un ave majestuosa y mítica con un poder maravilloso. –Mientras discurría su relato, sacaba una hoja en blanco. Con cierta dificultad forzó la rosca de la tinta y tomó la pluma con la que le señaló hacia arriba–. Haremos algo rápido, el cielo está cada vez más oscuro. Otro día con mejor clima probaremos otra técnica, ¿te parece?
Ella asintió con la cabeza repetidamente, como tics involuntarios.
La mano segura y habilidosa se deslizó dejando trazos negros que se derramaron brevemente, engrosándose con filamentos casi invisibles sobre la porosidad del papel.
La criatura se reveló de a poco con sus enormes alas desplegadas, su cabeza amenazadora y altanera, y su larga cola enrulada.
Cuando finalizó y lo sometió al escrutinio, la niña se echó levemente hacia atrás.
—¿Le temes?
—No. Es solo que… es extraña. ¿En verdad la viste en tu último viaje? –preguntó dubitativa.
El padre sonrió.
—No se deja ver tan fácilmente –respondió–. Su mayor virtud es la resiliencia. Puede arder muchas veces en su propia llama y reducirse a cenizas, pero siempre resurgirá como un ser totalmente nuevo y más fuerte.
La pregunta se le atragantó cuando su padre se incorporó repentinamente.
—Ahora vengo, cariño. Tu madre se deshace en ademanes. Veré qué quiere.
Bajo la sombra que no podía proteger de la amenaza, se quedó absorta estudiando los detalles de la tinta que dibujó su padre, repitiendo en su mente cada palabra.
Esporádicamente levantaba la vista para ver qué ocurría más allá. No era muy difícil de deducir por las inflexiones de voz disimuladas y los ademanes. Discutían. No es que ya no le importara, pero los había visto y escuchado tantas veces que se había acostumbrado. Solo esperaba que no se prolongara demasiado, después de todo, este era su tiempo con su padre y estaba impaciente por saber el nombre del ave.
Su padre regresó pero se quedó de pie. Dudó un segundo, y tras un suspiro de resignación, no dejó ningún espacio para la esperanza.
—Debo irme, pajarita…
—Pero ¿por qué?, aún no es la hora, ¿o sí…?
Lorenzo no pudo responder. No es que no tuviera argumentos, solo que sentía que eran terriblemente injustos, y prefirió irse sin decir nada.
Un beso en la frente húmeda, una caricia en el cabello trenzado, y la promesa renovada de un próximo encuentro, fue todo lo que la niña obtuvo antes de verlo cerrar el portón oxidado tras de sí.
En la cocina increpó furiosa a su madre que de espaldas en el fregadero raspaba los vasos frenéticamente.
—¿Por qué?, ¿por qué tiene que irse? Esta es su casa… –Las lágrimas se le acumularon involuntariamente.
Eleonor se limitó a darse vuelta con los ojos desorbitados como si no hubiera escuchado nada.
–Cariño, Ed viene en camino. Por favor levanta todo y aséate para almorzar.
—¿Por qué estás con él? ¡Ni siquiera nos quiere, ni le importamos! ¿Por qué no te quedaste con papá?, ¿por qué no peleaste por su amor? –dijo con la cara roja y los gritos cada vez más ahogados.
—No es tan sencillo, amor –respondió la madre que instintivamente se cubrió con el cuello de la camisa el hematoma azulado.
El estampido de la puerta de su dormitorio fue todo un manifiesto de lo que sentía.
Se acurrucó debajo del cobertor y comenzó a tiritar a pesar del calor aplastante que la circundaba.
A cinco cuadras de allí, Lorenzo con un nudo en la garganta manejaba solo por inercia.
Parado en el semáforo de la planta de polímeros Ducilo, reconoció el Torino de Edmundo cuando este pasó a su lado. Sus vidrios estaban polarizados y era poco probable que lo hubiese visto. No, seguramente no lo había visto.
La luz verde le dio paso, y se puso en marcha rumbo a la salida más próxima hacia el Acceso Oeste.
La mujer escuchó el sonido de la portezuela del auto y dos segundos después el lamento del portón, y ya se le erizaron los pelos del brazo.
—¡Edy! Qué bueno que pudiste llegar a casa más temprano.
Estaba a punto de decir algo más, pero no alcanzó. El puñetazo que recibió de costado sobre uno de sus oídos la tumbó al piso y la dejó totalmente desorientada.
—¡Qué mierda hacía él aquí! ¿Acaso no te dije que no quería verlo? ¿No fui lo suficientemente claro la última vez?
—Es… es su padre –balbuceó tratando de sentarse de costado, cuando Edmundo le volvió a asestar una patada en el estómago.
Eleonor sintió el crujido de algo que se rompía en su interior, pero apenas gruñó de dolor, para no empeorar su situación. Solo deseó que la niña se hubiese dormido tras la puerta que no la protegería.
Edmundo de pie, enceguecido por la ira, solo atinó a tirar otra patada en el vacío cuando perdió el equilibrio al ser empujado desde atrás.
—¡Reverendo hijo de puta! –Los ojos de Lorenzo centelleaban de bronca, pero no tuvo la más mínima oportunidad cuando, recuperado, la mole de casi dos metros de Edmundo le cayó a puñetazos en la cara hasta desfigurarle los ojos.
A tientas tiraba golpes de inútil defensa, hasta que terminó en el suelo. Solo alcanzó a divisar el filo metálico que se le venía encima. Todo el peso del cuerpo de su contrincante estaba concentrado en ese cuchillo cuya trayectoria inevitable era simplemente demorada por los brazos cansados y poco entrenados para la violencia de Lorenzo.
La hoja se abrió camino, mientras su corazón se aceleraba golpeteando con desesperación, para luego apaciguarse lentamente y distenderse con el resto de sus músculos. Sus ojos dilatados se desviaron levemente hacia la derecha de Edmundo que seguía encima de él y exhaló ya sin fuerzas:
—Fénix.
La corriente de aire de la puerta abierta y las gotas cayendo violentamente sobre el piso del porche sobresaltaron a Eleonor que sintió su mejilla fría y húmeda.
Desde su posición en el suelo con la vista aún nublada, todo se veía de un extraño color rojo, que juzgó producto de algún derrame ocular.
Sin embargo, conforme reaccionaba, se dio cuenta de que el rojo estaba afuera, no dentro de sus ojos. Se extendía en forma de una laguna viscosa que se derramó desde su pelo cuando se sentó horrorizada, tratando de tapar un grito ahogado con su mano chorreante.
El cuerpo de Lorenzo yacía inerte bajo el peso de Edmundo que sentado encima a horcajadas y ladeado de costado permanecía totalmente inmóvil. Su lengua seguía pegada al paladar. Lo que fuera a decir quedó interrumpido por el abrecartas de bronce clavado en la unión craneocervical.
La madre se incorporó casi de un salto a pesar de su cuerpo dolorido, y dirigió instintivamente la mirada hacia la puerta de la habitación que estaba entreabierta.
El refucilo insonoro alumbró en otra dirección el sendero de pequeñas huellas de pies descalzos que atravesaban el porche mojado, y se diluían afuera de rojo carmesí a distintos tonos de rosa.
Doblada de dolor Eleonor las siguió hasta el umbral de la entrada, desde donde le llegó la visión iluminada con el resplandor de un segundo refucilo seguido de un estruendo ensordecedor.
Desnuda, de pie bajo la lluvia torrencial, su cuerpo pequeño y menudo emanaba una especie de vapor como el de brasas que se apagan.
Contra su pecho, sostenía con fuerza el fénix dibujado por su padre que se escurría en ríos de tinta negra cubriéndola como un manto protector.