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Recopilación de relatos de vida y dispositivo narrativo

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Después de asentar las reflexiones anteriores desde el plano teórico, vale destacar que a través de este texto busco poner de manifiesto el espacio que ocupó el relato en el marco de mis investigaciones antropológicas centradas en situaciones que implican cambios radicales, como situaciones de exilio, migraciones, rupturas sociales y convulsiones políticas. “La historia no puede ser contada sino como ruptura que el sujeto reconoce como tal, y que separa en dos períodos. Una vida que, por su parte, él quisiera que fuera única [...] El relato es la expresión de una búsqueda de realización personal” (Catani, 1982: 34).

También busco mostrar cómo se ha privilegiado el relato —recurso narrativo que mejor se adapta a las construcciones identitarias— cuestionando al mismo tiempo, la identidad de la antropología, pues esta disciplina, a diferencia de la sociología, hace hincapié en el trabajo de campo donde el antropólogo circunscribe un espacio para la comunicación con los encuestados (Althabe, 1990), es decir, no es el intérprete de los datos observados con distanciamiento, sino quien comparte con los sujetos de la investigación un caso que constituye una relación social basada en la comunicación ordinaria y en la contemporaneidad (Fabian, 2006). El conocimiento se construye entonces a través del encuentro.

Cuando Jeanne Favret-Saada (1977) inició su estudio sobre la brujería en el Oeste de Francia, se percató rápidamente de que los campesinos atrapados en el sistema de brujería colocaban de inmediato al etnólogo en la casilla del conocimiento positivista de los médicos, periodistas y folcloristas que reducen su creencia a una superstición para retrasados. Dado este distanciamiento, la antropóloga no podía acceder a un conocimiento del sistema de brujería ni ocupar un lugar en éste; ella estaba condenada a no escuchar más que declaraciones objetivistas, historietas fantásticas, que le impedían entender el vínculo entre los diferentes protagonistas. Jeanne Favret-Saada (1977) decidió entonces centrar su estudio sobre las situaciones de enunciación, con el fin de entender quién habla y a quién.

¿Cuáles son las condiciones que permiten evitar que la recopilación de relatos de vida, sobre todo tratándose de personas que no escriben, caiga en la ambigüedad que consiste en “dar voz [al interlocutor] antes de quitársela después?” (Lejeune, 1980: 290). ¿Será inevitable que la memoria, una vez convertida en texto, sea objeto de una recuperación? ¿Puede la situación de rememoración ser asimilada a una relación social? Esta rememoración requiere un marco de producción y de recepción del relato, que va dirigido hacia el antropólogo o la antropóloga. Él/ella adquiere la conciencia de formar parte del dispositivo de investigación. Los materiales orales que él/ella busca recabar no existen como un simple objeto informativo, no están exentos de subjetividad. Van dirigidos a él/ella. La recolección de relatos supone establecer dispositivos de escucha que les permitan a los sujetos construir su identidad, sin satisfacer, por tanto, a toda costa una solicitud de reconocimiento que implicaría la expresión de un discurso auténtico.

En mis investigaciones, le atribuyo a la palabra un papel clave, por lo que mis trabajos se asemejan a estudios clínicos. El acto de habla —enunciación de relatos de vida como modo de restitución de la posición de los sujetos en las relaciones sociales y como modo de inscripción en una historia— contribuyó a la producción de conocimiento que no se reduce al simple registro del discurso o a la observación distanciada de prácticas.

Una investigación bastante antigua nos proporciona pistas de cómo se pueden articular huellas y testimonios del pasado, prácticas sociales y representaciones. Esta investigación buscaba analizar el recorrido de emigrantes judíos del ex Imperio otomano en el período de entreguerras y que habían sobrevivido a la Shoah. Me encontré con ellos en un barrio del este de París, donde se habían instalado al llegar a Francia. Se reunían entre “paisanos” y hablaban judeo-español en espacios de sociabilidad, cafés o clubes de personas mayores. Se negaron a hablar conmigo de esta inmigración, negando así cualquier pertenencia a su pasado turco y a la categoría de inmigrantes. Se consideraban como sobrevivientes de una redada que, en 1941, acabó con casi todos los residentes judíos del barrio. Así es como sustituyeron el relato solicitado de su recorrido de emigración por la narración de las diferentes tácticas de huida utilizadas para evitar las deportaciones. Encerrados en el pasado colectivo de las víctimas del Holocausto, no podían volver a un pasado anterior.

Por tanto, tuve que ir más allá del uso de relatos de vida —descriptivos de modos de inserción a través de recorridos— como una manera de acceder a las representaciones colectivas para centrarme en la construcción del dispositivo narrativo. Dejé a un lado el material que representaban los relatos como huella histórica y me enfoqué en las producciones verbales que constituían y en la forma como los narradores se ponían en escena. Decidí abandonar la interpretación, para concentrarme en los modos y en los marcos de producción de los relatos (Zemon-Davis, 1988).

Los relatos son actos verbales que brotan de la interacción entre el narrador y su audiencia. Las condiciones psicosociales del acontecimiento narrativo implican una forma de presentación de sí mismo. Mis interlocutores tenían que enfrentar mis reiteradas peticiones que interpretaban como solicitudes de transmisión. Ellos le concedían cierta importancia al estatus de puente entre generaciones que les conferían mis peticiones, pero al mismo tiempo tenían que evacuar la carga de acontecimientos que obstruían su memoria. Una vez superada la resistencia, cuando finalmente contaron su pasado, lo hicieron por fragmentos, expresando el dolor de haberlo perdido todo durante la Segunda Guerra Mundial, y la pena de no haber dejado nada (de su pasado del periodo de entreguerras), o casi nada, detrás de ellos. Esta falta de transmisión de una herencia les incitaba a presentarse como actores de un proyecto de inmigración exitosa, en la medida en que este proyecto había permitido su asimilación. Ser actor de su propio destino —ni emigrado, ni exiliado, sino viajero aventurero— era la manera de superar las persecuciones de la última guerra. Empezaron entonces a contarme su recorrido migratorio como si se tratase de un viaje de aventuras hacia un futuro prometedor que les hizo pasar de Oriente a un Occidente al que nunca habrían dejado de pertenecer.

Raíces suspendidas: estéticas y narrativas migrantes desde una perspectiva de género

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