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La “furgo”

Praia do Rosa, 7:35 a.m., enero de 2017

1. El instante

El fuego que se asomaba en el mar se reflejó en la ventana. Cierro y abro los ojos varias veces, quiero confirmar que es real. Me levanto medio dormida y espío en puntas de pie la galería que da a la playa. Es la hora de la caminata.

Sigo el recorrido de costumbre, el mar como objetivo final.

Praia do Rosa es un pueblito chiquito, al sur de Brasil, que visité por primera vez a mis diez años. Once años después, volví. ¿Qué puedo decir? Mi familia siempre tuvo una debilidad por la naturaleza repleta de carácter y las playas grandes. Además, dicen que uno siempre regresa a los lugares donde fue feliz. Aquel verano de 2006, entre la escuela del Capitán y nuestras primeras tablas de surf, los mates, las risas y los vecinos/amigos, los recuerdos se estamparon a fuego vivo.

Hay una “furgo” estacionada en mi lugar, ese estratégico punto desde el cual se puede divisar la marea sin problemas.

Una pareja inaugura la jornada. Semidesnudos y entrelazados, se pierden en el horizonte. Desayunan mate en el techo de la camioneta. El pareo turquesa que los envuelve es sutil y deja entrar esa brisa salada que tanta vida nos regala.

Una puntada me aprieta el pecho, siento que están viviendo un sueño. Mi sueño.

La ruta, el viaje, el agua, el azar.

Entregarse a la brújula del alma.

No sé si estoy siendo clara: ¿vieron ese momento en el que el pecho nos guiña el ojo y nos tira un centro? Ese, sí. Directo. Preciso.

Como si por un segundo todos los pensamientos, mandatos y etiquetas que nos respaldan se ocultaran y pudiéramos ver, por solo un instante, con muchísima claridad. Como si nos atreviéramos a dejarnos llevar por el viento. A creer, a sentir y a latir.

Veo, también, que me estoy mintiendo. Que mi sueño no está en los libros de veterinaria, ni en un haras o un hipódromo.

Mi sueño está en el mundo, en el viaje, en el recorrido.

¿Pueden sentirlo?

Es exactamente como cuando escuchamos cantar una voz que nos traslada al paraíso, tanto que ni nos animamos a soñar, que parece demasiado bueno para ser real.

Nos vemos cumpliendo los sueños. Se eriza la piel, se acelera la sangre, y todo tiene sentido.

Por esos escuetos minutos en los que una melodía nos lleva exactamente donde deberíamos estar, donde alguien hace arte con sus malabares.

Donde alguien deja todo para pegar el salto.

Todo tiene sentido.

Resuena el pecho y uno no sabe siquiera en qué tiempo se encuentra:

“Que esta canción me dé el coraje, ay si tuviera coraje”, pensamos.

Y resignamos otra vez el sueño.

Seguimos caminando, adormilados, como siempre hemos hecho.

Casi como si tuviéramos miedo a andar despiertos.

Como si no supiéramos que los sueños son para creer y apostar por ellos.

A veces, una semillita queda de eso que vivimos. Una tecla suena más fuerte y de a poco empezamos a confiar en el destino que nos llama una y otra vez. Que espera que le demos el voto de confianza.

2. La visión

Los miro con admiración, casi embobada por el cuadro que dibujan al alba.

Sigo camino hacia otra piedra, una que me haga sentir en medio del mar. Dejo que la pendiente del morro me sostenga y Praia do Rosa amanece en su mayor esplendor.

El mar me sana con su aire, como si pudiera entrar por mis poros y renovar cada una de las células que me forman.

La energía me rebalsa.

Vuelco mi atención en la pareja, ahora desde otra perspectiva, estoy tan cerca de esta fuente que me siento sirena.

No paro de pensar en los sueños que no nos atrevemos a soñar. Intento convencerme, encontrar en mí el coraje de jugarme por amor. Por amor a mí, a mis incesantes ganas de volver a latir.

Me siento a reconstruir un camino de vuelta a una niñez que fue encerrada en el mismo espacio y tiempo que se llevó a mi hermano y que jamás he vuelto a espiar.

Me sorprende cómo nunca confesé lo poco que recuerdo de mi vida antes de eso. No me atrevo a ver la muerte tan de cerca. Y el resto, como llevado por un imán, queda atrás, con la pequeña que iba a juntar caracoles al mar.

3. El salto

Pasaron algunas noches, no muchas, desde aquella puntada en el corazón cuando vi mi sueño manifiesto en aquel cuadro de surfistas, libres y despojados de prejuicios.

Decidí que iba a aprender a surfear como cuando no tenía miedo.

Una noche me quedé dibujando hasta tarde una flor naranja, como el amanecer que esperaba ver la mañana siguiente.

Aunque me quedé dormida para contemplarlo, me despertó un terrible sueño.

La flor naranja esperaba apoyada sobre la mesa.

A la madrugada tomé una decisión: iba a dejar la carrera de Veterinaria.

Me dormí abrazada a mí, sabiendo el pesado, difícil y acalorado paso que iba a dar.

Sentirme diferente era a la vez doloroso y liberador, supongo que esto explica por qué mi cuerpo cambió de forma y color.

Era liberador porque algo en mí sabía que al fin estaba escuchando esa voz que callé tantas veces.

Dolía por lo mismo que dolió ver esa pareja despertando a contemplar el amanecer. Dolía porque sabía todo lo que tenía que dejar ir.

Tal vez dolía también porque estaba empezando a ver la gran parte de mi vida que alguna vez silencié.

El vuelo de las golondrinas

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