Читать книгу El vuelo de las golondrinas - Rosario Costa - Страница 5
Prólogo De cuando aprendí a manejar
ОглавлениеNueve años es la edad en la que, con certeza, todos debemos poner en marcha nuestra autonomía, al menos así es en mi familia.
En esta casa, el género no categoriza. Mamá es la mejor tirando al blanco con el aire comprimido y la única que manejó, a sus doce años, un camión con acoplado.
Mi familia no es una familia tipo, pero sí “mi tipo de familia”. Cálida, despierta, activa y, sobre todo, con una gran capacidad de amar, disfrutar y reír. Incluso cuando la vida da mil motivos por los cuales llorar.
Como buena hija aprendí a manejar a los nueve, en el Gol azul de papá, sin alcanzar los pedales y temiendo por las personas que pudieran aparecer en el estacionamiento del Hipódromo, a las siete de la mañana de un domingo. Claro, eran muy pocas.
Sin embargo, no fue hasta los diecisiete años cuando empecé a manejar en la ruta. En esto último, tardé más que mis hermanos. Supongo que me refugié en ser la “pichona” del hogar. Aunque tenía sus muchas desventajas, me llenó de “mal-crianzas”.
Al fin, llega mi revolución y demando a papá llevarme a la ruta sin tanta cháchara.
Nos dirigimos a un pueblo vecino a Lincoln, donde también crecí, y digo también porque en realidad fui criada en la ciudad.
Nos toca visitar el campo donde papá trabaja. Es mi cuarta o quinta vez en la ruta, pero la distancia es bastante más larga.
Hablamos. Suena Sui Generis. De vez en cuando aparece un semáforo, esos insólitos semáforos que indican que la velocidad debe reducirse a sesenta kilómetros por hora cuando no hay manera de bajar a menos de cien kilómetros por hora sin que a uno lo atropellen.
Aprovecho el viaje, el momento, y bajo la ventanilla para que el aire fresco de un día nublado me llene de amor. El viento es el elemento que me permite escuchar a mi hermano, supongo que por la capacidad que lo caracterizó de hacerse sentir en todos lados. Quizás ese también sea el motivo por el cual elijo viajar para sanar, para sentirlo un poco más. E ir momento a momento sin perderme la letra chica del texto.
Papá ensilla el mate. Aún guarda en la guantera, justo al lado del cuchillo con mango de cuero hecho a mano que todos recibimos llegados los dieciocho años a cambio de una moneda, aquella linternita que compró en la calle, esa que le permite cebar incluso cuando está anocheciendo, sin molestar al conductor. Casi siempre, “el conductor” somos nosotros, aprendices de su arte.
Es el tercer mate, la música sigue sonando hasta llegar a “Rasguña las piedras”, y hoy no abundan las palabras, sí la música.
Sonrío.
Faltan solo cien kilómetros para llegar a destino y sé que vamos bien porque las indicaciones se limitaron a unas treinta señas con las manos que vienen en combo, pues se reducen a: “dale, avanzá”, “aflojá la pata”, “acá girá”, “atenta velocímetro”, junto con algún que otro monosílabo para nada expresivo, que son más que habituales en papá y demuestran que todo está en su lugar.
Suena el teléfono. Mamá habla del otro lado en el altavoz del auto, curiosa por mi performance.
—¿Y? ¿Qué me contursi? ¿Se defiende?
—¡Bastante bien, eh! —contesta papá confirmando mi intuición—. Ya estamos por llegar, te llamamos cuando estemos saliendo, que está chispeando un poco.
Pero, como por arte de magia, el cielo empieza a cerrarse y, justo cuando estamos por adentrarnos en el último tramo, la llovizna que apenas mojaba se convierte en diluvio. Si bien la fe en mí no es poca, en este momento mi suelo parece tambalearse. Frenar no es una opción.
A papá, sin embargo, no se le mueve un pelo. Tiene el inmenso poder de confiar.
—Vos, tranquila. Siempre que llovió, paró —dice incentivándome a seguir, con la expresión tranquila.
Hoy, en lo que parece una inmensidad de años después, puedo afirmar que siempre que llovió, paró.
Y un arcoíris, al fin, se dibujó.