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PRÓLOGO

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Invierno 1208, Las Highlands

Era el festival de invierno. Como de costumbre, la multitud se congregaba alrededor de la hoguera para escuchar las gaitas ceremoniales. Pero ese año, Rowen no podría ver a los formidables guerreros con sus tartanes bordados con tupidos hilos, ni escuchar la mágica melodía de las gaitas escocesas resonando en una noche estrellada. La niña estaba acurrucada en su camastro, contemplando el otro que yacía vacío porque su hermana Rowyn no estaba. ¡Ella sí podía disfrutar del festival! ¡Qué injusticia!

Rowyn era dos años mayor que ella y, por lo visto, mucho más bonita. Hay que decir que Rowen no lo creía así, pero lo aceptaba; no podía menos que percatarse, que la gente admiraba vivamente la belleza de su hermana mayor. Sus increíbles ojos azules y los graciosos bucles del color de la brea que tan grácilmente solían colgarle a los lados de su rostro, enmarcándolo en un óvalo perfecto, le daban esa apariencia atractiva y etérea. Su tez era pálida, mucho más que la suya, y causaba admiración. Todos, y en un majestuoso conjunto, eran encantos que difícilmente pasaban inadvertidos.

Los encantos de Rowen, sin embargo, bronceada y pecosa, era una mortificación para ella y esta aumentaba cuando sus largas caminatas le arrebolaban las mejillas enrojeciendo sus pómulos altos como si se hubiera frotado moras maduras. Un efecto que ella aborrecía.

No era justo. Simplemente Dios no había hecho justicia con ella.

Cuando toda la admiración recaía en Rowyn, Rowen tenía que conformarse con palabras amables: qué niña más graciosa. No esperaba más, tenía el pelo lacio y tan liso como las aguas del lago Tummel. ¡Por Dios, ni siquiera era dorado! Era color del pálido atardecer en un día ventoso o de un terroso que daba espanto. ¿Acaso Dios no podría haber elegido un solo color para su pelo? Parecía que no, sus mechones que se enredaban entre sí anudándose en los días de viento daban la impresión de haber sido tintados mechón a mechón en colores dorados y ocres. Ni siquiera sus ojos, aunque rasgados, destacaban en su rostro pálido y sin gracia, eran de un pardo vulgar.

Pero Rowen se consideraba bonita, no importaba que con dos años menos que su hermana, en sus vestidos cupieran dos cuerpos de Rowyn por culpa de su voluminosa figura.

―No es justo ―gimoteó, abrazando la delgada almohada.

Moqueaba. Se enjugó la cara y la nariz goteante con la manga y las mejillas húmedas con los puños.

Era muy injusto que no la quisieran tanto como a Rowyn, que en esos momentos estaría divirtiéndose, mientras ella se acurrucaba en el catre llorando por las injusticias de la vida.

Golpeando con su puño la almohada, la niña recordó las palabras que horas antes había dedicado a su padre.

―No he sido yo, papá, ella se cayó al río sola ―dijo Rowen cabizbaja; entretanto, su hermana lloraba desconsoladamente en brazos de su severo padre.

―¿Qué no has sido tú...?

Maldita engatusadora. Rowyn era tan buena mintiendo como Rowen trepando a los árboles y tirando piedras con honda, es decir, increíblemente buena.

―Sí, ha sido Raven. ―Rowen apretó los puños. Así la llamaban todos por culpa de otro ser insufrible que le hacía la vida imposible: Gabriel McDonald. Ahora no podía quitarse ese apodo de encima. No era Rowen para el mundo, sino un estúpido cuervo. Pero esa era otra historia―. ¡Ha sido ella, papá!

―¡No es cierto!

¡Por supuesto que había sido ella! ¿A quién iba a engañar? Pero su hermana era una bruja y se lo merecía. Además, por una vez que Rowyn decía la verdad… ¡Eso sí era algo nuevo!

Su hermana le había gritado a pleno pulmón lo poco agraciada que era. Ese no era un hecho aislado, solía gritárselo a menudo y lo hizo nuevamente, hasta que su cara se puso del color púrpura.

Simplemente… se lo merecía.

―¡Raven! Te quedarás en la tienda hasta que decida qué castigo ponerte.

¡Por Dios! Como si quedarse en la tienda en plenos juegos no fuera castigo suficiente. Pero Rowen no lloró; bueno, al menos no al principio, estaba demasiado acostumbrada a todo aquello.

Rowyn sonrió bajó el brazo de su padre. Quedarse sin recital era un castigo muy duro para Rowen, su hermana lo sabía bien y por eso se sentía tan satisfecha.

Horas después, acurrucada bajo el manto con los colores McDowell, Rowen volvió a moquear y a hipar levemente.

Cómo echaba de menos a su mamá, al menos ella era dulce y buena y la quería, aunque no fuera tan bonita como Rowyn.

Su hermana la odiaba, o eso creía ella. Sabía que no debería haberla tirado al río, al menos si quería haberse librado de un buen castigo, pero Rowyn se había puesto histérica por el mero hecho de avergonzarla ante Gabriel McDonald, a quien quería impresionar. ¡Y que le arrancaran los dientes si ella podía decir algo amable sobre ese demonio!

Bueno… quizás puedas decir que es guapo.

Había que reconocerlo, Gabriel McDonald era, sin duda, el chico más guapo del festival, pero eso no era mérito suyo, es que su madre era preciosa y su padre el guerrero más formidable que existía y existiría jamás en todas las Highlands.

Solo la figura del laird McDonald la hizo sonreír levemente. Este era amigo de su padre y ambos clanes parecían ser amigos, aunque Raven había oído decir que buscaban una sólida alianza.

―Mediante el matrimonio. ―Había escuchado decir a una de las ancianas McDonald mientras lavaban la ropa en el río.

Las hermanas escuchaban a escondidas las conversaciones de sus mayores; a veces las entendía, otras no, pero Rowyn siempre estaba atenta a la mención de los McDonald. A Raven, por su parte, le traía sin cuidado el primogénito de dicho clan. Lo único que quería de él, es que la dejara en paz.

No le gustaba Gabriel. El futuro laird era demasiado alto, demasiado rubio, y demasiado... bueno, tirando con honda. Más que ella, maldito fuera. Ya te venceré la próxima vez, maldito narizotas.

En cambio, Ian McDonald era otra cosa. El padre del chico le gustaba de verdad.

El laird vecino era un hombre gruñón y que al parecer atemorizaba a todos los hombres, ya llevaran su propio tartán o no. Alto y fuerte, con un espeso pelo rubio que su hijo Gabriel había heredado, encandilaba a Raven con sus cuentos o sus sangrientas historias de batallas ancestrales.

―Y entonces metí mi mano en su pecho y le arranqué el corazón.

―¡Ooooh! ―¡Qué emocionante! Esas historias encandilaban a Rowen.

También ayudaba que Mairy, su encantadora esposa, fuera la mujer más dulce del mundo, tan dulce como los caramelos que preparaba con miel.

―Ten, sé que te encantan. ―Esa mañana le había dado un puñado. Se los había comido todos antes de que Rowyn se diera cuenta de qué escondía. Lo malo es que ahora le dolía la tripa.

Quizás esa predilección por los señores del clan vecino derivaran de ambas cosas.

Mary McDonald le había regalado dulces nuevamente, nada más verla sola y cabizbaja sobre el peñasco en el cual descansaba, cerca del lago. Y el gran laird le había guiñado un ojo cuando nadie miraba.

Lo único que le había desagradado de esa maravillosa pareja, era que, hacía cosa de dos años, le presentaran a su único hijo Gabriel.

Raven sabía que pasara lo que pasara jamás olvidaría ese momento.

Llevaba el tartán McDonald y una honda de fino cuero colgada a la cintura. Raven se consoló pensando que eso no era muy masculino para un chico de trece años, llevar una honda en lugar de una espada. No es que Gabriel no fuese varonil, todo lo contrario, Raven consideraba que tenía el pecho ancho como un oso, claro que a esa edad poco agradable encontraba los músculos de los hombres.

Cuando el muchacho se había acercado y con una sonrisa resplandeciente había inclinado levemente su cabeza hacia ella, Raven torció el gesto con disgusto, mientras la carcajada de Ian McDonald resonaba en su cabeza ante el ceño fruncido de la pequeña.

―¿Qué pasa? ―había preguntado inocente ante las risas de Ian y Mairy.

Mairy McDonald se limitó a sonreírle como si hubiera esperado esa reacción, aunque también era cierto que la señora de los McDonald esperaba fervientemente que ese ceño desapareciera con el tiempo y el trato entre ambos muchachos se hiciera mucho más cordial.

En la cabeza de la señora bailaba la idea de que no habría mejor esposa para Gabriel que Rowen McDowell.

Ian no se había equivocado en absoluto; al tercer año, Rowen, a quienes ya todos llamaban Raven por culpa de su hijo, se convertía, año tras año, en todo lo contrario de lo que sería su hermana Rowyn.

El laird vecino admiraba a Raven por su fortaleza y por defender lo que ella creía justo. La había observado pegar a puñetazo limpio a un pobre chico del clan Kincaid por haber tirado un guijarro a un conejo salvaje, solo por diversión. También la vio mostrar compasión por aquel pobre animalito, hasta curarle la pata herida. Pero lo que le había hecho reír a carcajadas a Ian era que la decidida mocosa no tuvo ningún escrúpulo en ayudar a desollar al pobre conejo cuando se lo dio a unos pobres aldeanos, visiblemente necesitados, para que se lo zamparan para la cena.

Sin duda para Ian, Raven McDowell era como su esposa Mairy, una gema preciosa que solo brillaba a base de amor y paciencia. Un diamante que quizás su hijo supiera pulir y apreciar con el tiempo.

Pero… de momento, Gabriel no tenía ni la más mínima intención de entablar amistad con esa desaliñada chiquilla.

Pero poco importaba lo que ambos mocosos desearan o pensaran el uno del otro, Ian iba a hacer su voluntad. Ya había expuesto su plan a William McDowell.

―Haremos una buena alianza con los McDowell ―anunció el laird McDonald—, tu hija será una buena esposa para mi Gabriel.

Ian estaba dispuesto a sorprender a su amigo anunciando que no era la bella Rowyn la elegida para su hijo, sino Raven, la pequeña bolita de cabellos de seda. Pero guardó silencio, hablarían después de los juegos.

Esa noche, de los planes de alianza y matrimonio que había urdido el larid McDonald poco sabía la chiquilla desaliñada que lloraba acurrucada en su camastro.

En la fría oscuridad, mientras escuchaba la letanía de las gaitas escocesas, Raven ni siquiera sospechaba lo que le deparaba el futuro.

Sabía del intento de alianza de su padre con el clan vecino, y de que las alianzas acababan en matrimonio, significara lo que significara eso, pero Raven no quería ser la elegida para esa tarea. De hecho, creía firmemente como un dogma que Rowyn sería la escogida para esas nupcias. Y ella se alegraba, pues el matrimonio implicaba cosas desagradables o al menos eso había escuchado decir a la cocinera una mañana que entró sigilosamente para tomar un trozo de pan con miel.

No, desde luego no quería casarse si eso conllevaba ser la pobre mujer a quien le pasaban mil y una desgracias.

Todavía recordaba las palabras de la robusta mujer y las carcajadas de las criadas que estaban a su alrededor. Salió corriendo de su habitación. No podía creerse que su marido hubiera hecho sangrar a la rechoncha cocinera y las demás se burlaran de ella. A Raven, por primera vez en su vida y sin que sirviera de precedente, se le quitó el apetito.

―La cosa hubiera sido distinta si mi madre le hubiera explicado lo que pasa realmente en la noche de bodas ―había dicho la cocinera―, pero no fue así.

Raven lo tuvo claro, la noche de bodas era horrible: el marido te hacía sangrar de tal modo que te obligaba a salir corriendo de la habitación y, por si fuera poco, la única que podía consolarte era tu madre explicándote no sé qué historia, y como Raven no tenía madre, la conclusión fue que no debería casarse nunca. Y menos cuando escuchó algo que colgaba entre las piernas de los hombres era la culpable de tanto dolor.

No, ella no se casaría, y mucho menos con Gabriel.

Raven se había horrorizado ante la idea. ¡Tener que casarse con Gabriel McDonald!

―Eeeggsssss.

Lo había visto bañarse en el río, y la serpiente que tenían los hombres entre las piernas era pequeña y arrugada como un gusano. No entendía cómo algo así podía causar dolor a una mujer, seguramente escupiendo veneno o algo.

Aquella no había sido una escena agradable. Cuando el muchacho la había sorprendido por entre los matorrales, había cogido su tartán y como alma que lleva el diablo la alcanzó con grandes zancadas para darle un buen escarmiento.

Y tuvo efecto, Raven jamás se volvió a acercar a él, y si lo veía de lejos alzaba la barbilla y daba media vuelta, no fuera que le volviera a meter una serpiente en su vestido. No es que le dieran miedo las serpientes, bueno, sí que le daban, pero ella creía que con solo un par de gritos no lo había parecido.

No obstante, Rowyn no demostraba interés alguno en sus palabras cuando ella se esforzaba por hablar mal del heredero McDonald y menos aún cuando sorprendieron a su padre hablando de matrimonio y una alianza.

Rowyn, a pesar de su edad, ya sabía que Gabriel debía ser suyo y con ello la futura señora de los McDonald.

La pequeña Raven, ajena a los planes familiares de su hermana, era partidaria de otra opción, alejarse lo más posible de Gabriel McDoanld.

Rowyn era una hermana pésima, pero la única que tenía, y ella no quería quedarse sola con su padre. No, Quinlan McDowell le daba demasiado miedo.

Raven se removió nuevamente inquieta en su camastro y abrió los ojos al escuchar pasos a su espalda, se quedó quieta al percatarse de que alguien entraba en la tienda. Un viento gélido entró arremolinándose a su alrededor. Rowyn había regresado. Cuando se tiró sobre el camastro, Raven se obligó a mirarla. Sus ojos se volvieron a llenarse de lágrimas de impotencia, mientras los de su hermana estaban resplandecientes de puro gozo.

―Me casare con él, papá ya lo ha decidido. He escuchado cómo hablaban de mi futuro como señora de los McDonald.

Raven no supo por qué, pero aquella noticia la entristeció, quizás porque perdería a su hermana, o por otra cosa que ella aún no alcanzaba a explicar.

―No me importa —murmuró cuando volvió a llorar de nuevo―, no me importa en absoluto.

Ella lloraba y su hermana reía, pero algún día eso iba a cambiar, aunque Raven aún no lo supiera. Por muchas batallas que ganara su hermana, ella vencería la guerra.

La perfecta prometida

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