Читать книгу La perfecta prometida - Rowyn Oliver - Страница 6

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—¡Llegó el día! ¡No puedes retrasarlo por más tiempo!

El que fuera la mano derecha de su padre, y ahora uno de sus más fieles consejeros, lo miró con desaprobación.

Estaban a plena luz del sol, disfrutando del hermoso día primaveral y lo último que quería Gabriel es que le recordaran nuevamente que estaba comprometido.

—Murdock…

Gabriel estaba dispuesto a ignorarle. Miró a sus hombres ejercitándose en medio del patio, mientras en una esquina el herrero seguía golpeando su yunque con una maza. Eran los sonidos cotidianos del clan, el barullo de la compraventa de productos, el ir y venir de las muchachas que habían estado lavando ropa en el riachuelo… Aquello era paz, y no deseaba ser interrumpido de su contemplación.

—Quinlan McDowell ha enviado un mensaje.

Gabriel alzó las cejas.

Desde luego no esperaba que el viejo insistiera en un compromiso que al parecer le causaba tanto placer como a él. El único interesado había sido el rey, para apaciguar las rencillas entre clanes, pero ahora que ambos parecían ignorarse, no había vuelto a manifestarse sobre el compromiso.

—¿Qué dice el mensaje? —preguntó con curiosidad, casi sin desviar su mirada de uno de sus soldados que acababa de perder la espada por falta de concentración.

—Que si no vas a buscar a tu prometida... te la enviará él.

Gabriel rio, hasta que se dio cuenta por el gesto huraño del hombre que estaba hablando muy en serio.

—El mensajero espera tu respuesta.

―Mi respuesta es que haga lo que le plazca —dijo perdiendo todo el buen humor y hasta la sonrisa—, que yo haré lo mismo.

Murdock meneó la cabeza ante las palabras de Gabriel.

―No lo subestimes, hijo, durante estos años el clan McDowell se ha hecho fuerte y poderoso. Quinlan McDowell es un poderoso señor de las Highlands. Ahora más que nunca es necesaria esta alianza, no nos podemos permitir tenerlos de enemigos.

Murdock, su viejo consejero, abandonó su lugar junto a él con disgusto.

El joven lo escuchó maldecir entre dientes, y estaba seguro de que su cabezonería era la causa. Lo sentía, pero poco podía hacer Murdock para hacerle cambiar de opinión. Aunque… siempre podía intentarlo.

—Por Dios, Gabriel, la mujer tiene veintidós años —lo dijo como si eso fuera un pecado mortal, y ciertamente lo era, cuando las muchachas se casaban a los catorce, independientemente de la consumación o no del matrimonio.

¡Él se había atrevido a esperar años!

Y es que nada le apetecía tan poco como compartir techo y lecho con su prometida.

Gabriel meneó la cabeza con desagrado, no obstante, supo que había llegado el momento de sucumbir a la voluntad de su gente y, sobre todo, de su madre, que solo osaba manifestarle su airado disgusto cuando tocaban ese espinoso tema.

La buena de Mairy, su madre, era una mujer dulce y amable, solo cuando hablaba mal de Raven, en muy pocas ocasiones, ya que él jamás sacaba el tema por voluntad propia, le había lanzado algún que otro objeto. A veces con demasiada puntería.

Ya no le quedaban excusas, ni largos viajes a tierras Kincaid para su aprendizaje, ni riñas que debían ser solucionadas en las fronteras, ni nada que se pareciera a una mínima excusa racional y aceptable para no casarse con Raven McDowell.

—Tú tampoco eres precisamente un niño —agregó el anciano para dar énfasis a ese argumento tan recurrente en los últimos tres años.

Murdock adoraba a Gabriel, pero no podía permitir que siguiera retrasando su deber.

—Tampoco soy ningún viejo.

—Muchacho… —Quiso continuar, pero la actitud de su joven laird conseguía sacarlo del cauce de la prudencia y el sentido común—. ¿Muchacho?, ¿qué muchacho? ¡Ya no eres un muchacho!

Gabriel suspiró y se preparó para lo inevitable.

—Han llegado mensajeros McDowell, ayer fue el cumpleaños de la muchacha, es imperdonable el tiempo que has esperado para hacerla tu esposa. Aún no sé cómo no te han mandado al infierno.

Gabriel sonrió, pero se reprimió al instante que vio la furibunda mirada del hombre clavada en él.

—Sí, ya sé que es exactamente lo que pretendías.

No hizo falta que Gabriel asintiera, Murdock lo sabía muy bien.

Gabriel no quería una alianza con los McDowell, sino una guerra.

Siempre había sospechado que el viejo zorro de Quinlan era quien estaba detrás del asesinato de su padre. Le faltaban pruebas para plantear la cuestión delante del consejo o de sus hombres, pero Murdock siempre había sabido que era lo que el joven señor creía, y lo que de un modo u otro acabaría por averiguar.

Y el día que lo hiciera… Entendía que no quisiera casarse con la que consideraba la hija del asesino de su padre, pero la muchacha no tenía culpa de nada.

Murdock respiró hondo. Quería imperiosamente unir los dos clanes, precisamente porque sabía cuáles eran los sentimientos de Gabriel hacia el laird Quinlan y temía que pudiera desencadenarse una tragedia, si la alianza no era fuerte.

Gabriel tan solo era un muchacho cuando el asesinato de su padre. No obstante, pasados los años y meditando el asunto, necesitaba conseguir más información sobre los McDowell. Casarse con Raven «la fea cuervo», había empezado a ser una opción aceptable para sus meditados planes.

—No te saldrás con la tuya. —El gesto del consejero volvió a agriarse tanto como el vinagre—. La semana que viene a estas horas estarás casado.

Realmente lo creía.

Había llegado el momento.

Murdock soltó un resoplido y miró al muchacho con afecto. Tenía fe en él, fe en que no iniciaría una guerra habiendo dado la palabra a su señor de mantener esa alianza.

—Viejo —Gabriel apretó el puño—, sé que eras el consejero de mi padre y te aprecio de veras, pero no vuelvas a decirme qué puedo o qué no puedo hacer.

Murdock no se dejó amedrentar.

—Debes casarte por el bien de tu clan, diste tu palabra. Perdóname si te la recuerdo, pero parece que la olvidas.

Los dos hombres se miraron un largo tiempo. Tan largo, que la figura encapuchada que había salido a contemplar el despejado día, dio dos pasos hacia ellos y les habló:

—Tiene razón, hijo.

Su madre se compuso el manto sobre los hombros y lo miró con afecto.

Su expresión era serena, pero Gabriel conocía bien el brillo de esos ojos cuando no iban a dar su brazo a torcer.

Se le acercó de manera amistosa, aunque él sabía perfectamente que lejos distaba de estar apaciguada. Tocó el brazo de su hijo, con el verdadero amor que sentía por él.

—Diste tu palabra —se aventuró a decir—, no solo al clan vecino, sino también a tu padre.

Esas palabras le escocieron.

Nada le dolería más en ese mundo que defraudar a su padre.

—Y no hace falta que te diga que no le vas a avergonzar retrasando tu matrimonio ni un solo día más. Ni tampoco la avergonzarás a ella —agregó.

Gabriel gruñó, sabía perfectamente a quién se refería: a Raven. Esa arpía indomable, con apariencia de demonio y con un corazón tan negro como si lo fuera.

—Demasiado afecto tienes a esa mocosa.

—Ya no es una mocosa —su madre torció el gesto con desaprobación—, hace años que no lo es, pero ni siquiera te has parado a mirarla.

—No he tenido tiempo —dijo él apartando la mirada.

—¿Tiempo? ¿Durante diez años no has tenido tiempo? Más bien no has querido tenerlo.

Eso era totalmente cierto y Gabriel no tenía mucho que decir al respecto.

—Puede que eso sea verdad.

Murdock gruñó y su madre soltó un resoplido.

—Lo cierto es que tengo que admitir que te sobraban las excusas para no coincidir con ella. Demasiado tiempo te he permitido avergonzarla con tu ausencia. Pero recuerda bien esto —Mairy levantó un dedo como si lo que iba a decir fuera de vital importancia—, si tú no quieres casarte, ¿qué te hace pensar que ella sí accede gustosa a este matrimonio? Si Raven McDowell está dispuesta a sacrificarse casándose contigo, ciertamente tú también puedes hacerlo.

Hubo un largo silencio, en el que Mairy pensó que su hijo no respondería.

Se equivocaba.

—Nueve.

Su madre parpadeó.

―¿Cómo?

—Nueve son los años que hace que no la veo, madre, no diez —dijo suavizando su voz.

Gabriel jamás supo por qué un rostro tan sereno y sosegado podría provocar un efecto tan inquietante en él, pero cierto era que todo cuanto dijera su madre, era una verdad tan grande como su corazón. Y que siempre, le gustara o no, tenía la bendita razón.

Gruñó y supo que no tenía escapatoria.

—No tengo intención de avergonzar a mi padre.

Mairy extendió los brazos y lo envolvió mientras sonreía. Pero esa sonrisa no obtuvo otra de vuelta. A Mairy no le importó.

De entre las holgadas mangas de su vestido, Mairy sacó un pergamino que no tardó en ofrecer a Gabriel.

—Toma esto.

Él vaciló.

—¿Qué es?

—Tómalo. Haz que se lo entreguen a tu prometida después de firmarlo, la quiero en esta casa mañana.

Y por una vez la voz de su madre no le sonó nada dulce.

De su parte, Gabriel solo consiguió expresar su descontento con el chirrido de sus dientes al restregarse unos con otros.

Entrecerró los ojos mientras soltaba un resoplido al desenrollarlo. Ese documento formalizaría la unión cuando él y el laird McDowell lo hubieran firmado.

—Madre, te estás...

―Seguro que Murdock te ha informado de la llegada del mensajero McDowell. Espera su respuesta. Y es esta ―señaló el documento.

Su madre no dijo nada más, simplemente entrecerró los ojos como hacía él cuando algo no le gustaba.

Cuando Gabriel volvió a enrollarlo, no tuvo fuerzas, ni valor para romperlo o tirarlo al suelo. Pero lo apretó con un puño, mostrando su descontento.

—Gabriel… —Una vez más su madre lo miró con severidad. Con una de esas miradas que decían claramente: «Te estás equivocando».

Y maldita sea… ¿Por qué debía tener razón?

La perfecta prometida

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