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ОглавлениеOcho años después
Tierras McAlister, 1220
—¿Así que te has casado? —Gabriel McDonald se golpeó las rodillas en señal de alegría y también de cierta perplejidad.
Con sumo placer soltó una carcajada perfectamente audible para todos los que permanecían fuera del salón McAlister.
Llegada la primavera le había parecido una buena idea hacer una visita a su viejo amigo de armas: el laird Alec McAlister, con quien se había entrenado en tierras Kincaid, años atrás.
Con el paso del tiempo, Alec se había vuelto un guerrero formidable, y un gran laird, del cual podría aprender muchas cosas.
Gabriel estaba de buen humor… hasta que dejó de estarlo. Las culpables de ese cambio, sin duda, las palabras del fornido guerrero.
—¿Y tú? ¿No piensas casarte, Gabriel? —Alec McAlister enarcó sus espesas cejas negras y vio cómo el júbilo desaparecía de inmediato de los ojos de su amigo.
Gabriel casi escupió en el suelo.
—¿Tienes que sacar el tema?
Ahora fue Alec quien soltó una carcajada ante las palabras del laird McDonald.
Sabía lo mucho que le dolía a su amigo hablar de su eterno compromiso con la mujer más fea e indeseable de Escocia: la fea cuervo. La fea Raven.
—A Raven McDowell le deben estar saliendo canas.
—Por mí como si le entra reuma y se le encorva la espalda.
—Si es tan fea como dicen, quizás ya la tenga encorvada.
Las palabras de Alec no mejoraron su humor.
Gabriel bajó la vista y miró a su amigo de forma amenazante a través de sus pestañas doradas.
—Basta, cambia de tema —dijo seco.
Haciendo caso omiso a la advertencia de su amigo, McAlister siguió con la conversación.
—¿Cuánto tiempo lleva esperando?, ¿diez años?
—Apenas nueve —respondió Gabriel—, y puede esperar muchos más.
—Ya hace dos años que te hiciste cargo de tu clan Gabriel. Dos años que eres laird de pleno derecho, deberías proporcionarle un heredero a tu título y a tu clan.
—¡Por Dios! —rugió—. ¿Tú también?
—Al parecer no soy el único en sacarte tu tema predilecto.
—Daegus me acosa para que cumpla con ese fastidioso deber, no necesito salir de casa para escuchar sermones.
—Debería darte vergüenza tener a tu flamante prometida tan lejos.
Gabriel quería darle un puñetazo en las costillas. ¿Por qué demonios Alec estaba de tan buen humor?, ¿desde cuándo sonreía? Es más… ¿Sabía hacerlo? Parecía que sí.
A pesar de la incredulidad, hubiera hundido su apretada mano en la mandíbula del laird si en ese momento no hubiese aparecido la nueva señora McAlister.
Se levantó como hipnotizado por la visión. Una belleza, sin lugar a dudas.
—Con razón has aprendido a sonreír —dijo Gabriel—. Señora...
Cuando la mujer lo miró tímidamente con aquellos ojos almendrados, casi se atragantó con su propia saliva.
—Esposa, este es un viejo amigo, Gabriel McDonald.
Roslyn inclinó la cabeza.
—Sé quién es, mi hermana Madeleine me ha hablado de usted y de Alec, de los años que pasasteis de entrenamiento en las tierras Kincaid.
—Vaya —Gabriel no supo qué decir—, no sabía que Madeleine tuviera una hermana tan hermosa. Espero que no tenga un mal concepto de nosotros, Alec ―dijo mirando a su amigo.
—No lo tiene.
Cuando Alec posó sus ojos sobre su esposa solo vio orgullo de estar casado con esa mujer. Gabriel se sintió un extraño invadiendo tal intimidad. Y pensar que él jamás podría tener una atracción semejante con su esposa... Cerró los ojos por un instante.
Raven.
Hizo una mueca al recordar a esa niña menuda, con el pelo encrespado y una puntería endiabladamente certera a la hora de dar patadas y tirar piedras. Una imagen desagradable, sin duda. Nada que ver con la esposa que el destino había puesto en brazos de su amigo.
La última vez que había visto a Raven habían transcurrido más de ocho años. Su padre acababa de morir, y ella recién cumplía catorce años. Gabriel interrumpió su entrenamiento con el laird Kincaid y se presentó ante McDowell. Era su obligación hacer acto de presencia y dar consentimiento a la alianza.
―Os casareis cuando regreses de tu entrenamiento en tierras Kincaid ―le anunció el laird McDowell.
Él no dijo nada ante aquellas palabras, que más parecían una orden, que un hecho.
Cómo odiaba a ese hombre, pero no podía hacer nada, un juramento a su padre le ataba.
Se casaría con Raven aunque solo fuera para honrar su memoria, pero no había especificado cuándo sería. Y aunque hacía años que había vuelto a tierras McDonald se resistía a cumplir.
A ningún hombre le gusta que le pongan una soga al cuello y mucho menos si quien lo hace es una mujer que no tiene virtud alguna.
No entendió nunca que su padre prefiriera a Raven sobre cualquier otra mujer, incluso Rowyn le parecía más delicada y sumisa para cumplir a la perfección el papel de esposa. Era lógico que su padre buscara alianzas y que su matrimonio tenía que ser concertado, pero… ¿con la fea Raven?
Cierto era que no esperaba un matrimonio como el de sus padres, Dios sabía que amar a una mujer no entraba en sus planes, pero sí deseaba un matrimonio tranquilo. Al menos una mujer que no le estorbara con exigencias y su mal carácter. No quería pasarse la vida durmiendo con un ojo abierto.
Sí, quería un matrimonio diferente al de sus padres.
No es que a Gabriel le desagradara sobremanera que su padre manifestara un sentimiento profundo de amor hacia su madre. Aunque más que sentimiento de amor profundo era pura y lujuriosa. Pero esa clase de amor no estaba hecho para él, y mucho menos para compartir con la mujer cuervo.
Gabriel movió su cabeza violentamente para borrarse el recuerdo de haber encontrado a sus padres juntos en más de una ocasión, en cualquier rincón de la fortaleza McDonald.
Volvió a la realidad al captar la mirada lujuriosa que Alec lanzó a su esposa, ruborizándola al instante.
¿Retozaría Alec con su esposa a plena luz del día en un rincón oscuro del salón? Eso le hizo sonreír solo el tiempo que le llevó acordarse de nuevo de la fea Raven, su prometida e inminente esposa. Desde luego, él no retozaría con Raven en el salón y si por él fuera, en ningún otro lugar de sus tierras.
Debía velar por la seguridad de su clan, y por eso se casaría con ella. Aunque debía admitir que una guerra con los McDowell era un pensamiento de lo más interesante.
Gabriel se había forjado como un hombre de honor, nada más lejos que faltar a su palabra, pero la animadversión entre los clanes seguía ahí, no había menguado con los años, ni muchísimo menos.
Evocó a su padre en el lecho de muerte, después de haber sido atacado por unos proscritos en sus propias tierras. Lo vio arrancándole la promesa de velar por los suyos y cumplir los acuerdos que el viejo había dispuesto para la continuidad de su gente. Y una de esas obligaciones inquebrantables era el de contraer matrimonio y forjar una alianza más sólida con Raven McDowell.
Todo era tan confuso... habían pasado muchos años y no sabía cómo había llegado a esa situación.
Se había dado caza a los proscritos y sus propios hombres los habían colgado antes de que él pudiera preguntar o averiguar quiénes eran y de dónde venían.
Proscritos en sus tierras… era absurdo.
Nadie se hubiera atrevido a asesinar a uno de los lairds más poderosos de Escocia.
—Cuéntanos, laird McDonald… ¿qué te trae por nuestras tierras?
La pregunta hecha por la bella señora McAlister le arrancó una sonrisa.
Se sentaron los tres en la gran mesa central del salón, bebieron y rieron, hasta que Alec se percató que la cabeza de su amigo estaba en otra parte.
—Le preguntaba a Gabriel cuándo tardará él en sentar cabeza.
De nuevo el aludido soltó un gruñido.
—Tú también hubieses tardado si tu prometida fuera la fea Raven.
Roslyn parpadeó esperando escuchar toda la historia.
—Aun hoy, no entendí por qué no podía haberme casado con Rowyn. Es la hermana de mi prometida, y mucho más bonita —le contó a Roslyn.
Ella asintió.
—Algún motivo debe haber.
—Algún día lo comprenderás y me lo agradecerás. Esas fueron las palabras de mi padre. Y, hoy en día, mi madre me las sigue repitiendo cuando me recrimina que los años pasan.
Ian no era estúpido, sabía juzgar a las personas. Gabriel también recibió ese don, simplemente en aquella época era un muchacho adolescente que se dejaba guiar más por su bajo vientre que por su cerebro o corazón. Sin duda, Rowyn era la mujer más hermosa que jamás hubieran visto sus ojos, pero bajo estos brillaban el odio, la codicia y un sinfín de defectos que él no veía, embelesado por su belleza y por certeros cumplidos que el ego de un muchacho agradecía.
Así fue como un compromiso que debía zanjarse en días llevó años de discusiones.
Los problemas que traían consigo el compromiso dejaron de importar una vez murió su padre. Una promesa era una promesa y la cumpliría.
Fueron días dolorosos, solo recordaba los sollozos de su madre, sollozos que jamás soltaba en su presencia, que guardaba para sus íntimos momentos de soledad caminando como alma en pena por los oscuros rincones de la fortaleza. Por suerte o por desgracia, volvió pronto a tierras Kincaid, convirtiéndose en lo que ahora era: el laird McDonald, temido y respetado por todos, excepto quizás por su prometida que de seguro tenía tan pocas ganas de casarse como él.
¡Maldita mujer!
La recordaba incluso antes del día del compromiso. Una niña fea, entrada en carnes por no decir que rayaba la obesidad, de ojos juntos y rasgados, con un color de piel mortecino, y cabello alborotado enmarcando una cara manchada de barro. Una niña que le había hecho la vida imposible desde que se conocieron en el festival de invierno hacía ya tantos años.
Evocó cómo le había humillado frente a sus hombres diciendo lo pequeño que era su… «Maldita fuera —repitió mentalmente—. Hacía frío después de salir del arroyo», eso era una excusa más que suficiente, además, solo era un muchacho de trece años. Definitivamente había cambiado mucho. Eso le hizo esbozar una sonrisa. Sí, había cambiado mucho. Sonrió con malicia. Esperaba ver la cara de asombro de la mujer en su noche de bodas. Seguramente esa sería su única satisfacción esa noche.
—¿Por qué sonríes así? —Alec entrecerró los ojos esperando una pulla hiriente—, ¿otra vez divagando?
—No, solo que… —Meditó las palabras para no delatar el rumbo que habían llevado sus pensamientos—. Has caído.
Eso ensombreció la mirada de McAlister que lo miró con aire fulminante. Ambos hombres sabían a qué se refería. Había caído rendido a los pies de su esposa, bastaba ver cómo la miraba. No era solo deseo.
—Fuera de aquí antes de que te aplaste.
Roslyn se quedó petrificada en el sitio ante la amenaza de aquellas palabras, pero a Gabriel no parecieron afectarle.
—Esposo, no podemos echar así a nuestro huésped.
Pero Gabriel no esperó el asentimiento de su amigo. Se levantó de la mesa con una sonrisa en los labios y golpeó con fuerza el hombro de Alec.
—Enhorabuena. —Seguidamente se inclinó ante ella, lleno de satisfacción—. Hasta pronto, lady McAlister.
Roslyn lo persiguió con la mirada hasta verlo salir por la puerta del salón. Después la fijó en su esposo, quien a la vez la miraba atentamente.
—¿Dónde has caído? —preguntó inocentemente Roslyn.
«A tus pies», pensó, aunque no era momento de que esas palabras salieran de su boca, aún no.
Ella pudo ver una sonrisa bailoteando en la boca de su esposo.
Al darse cuenta de que Alec tenía la mirada fija en sus labios supo que iba a besarla.