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Prólogo Nueva fiscalidad, viejos principios

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Que una persona de la categoría profesional y del prestigio académico de Rubén Asorey me haya ofrecido introducir su libro sobre la Tributación de la Economía Digitalizada constituye para mí un motivo de satisfacción y gratitud. No necesito, por ser de sobra sabido, que la reputación del profesor Asorey desborda las fronteras de su Argentina natal.

Una observación superficial del fenómeno de los ingresos y gastos públicos puede hacer pensar que estamos dando paso a una nueva fiscalidad. En los últimos lustros se ha ido desarrollando un moderno lenguaje con neologismos y acrónimos que se esparcen por nuestro idioma y aparecen por doquier en la literatura científica del Derecho tributario. Hoy es frecuente hablar de BEPS, BICIS, APA’s, DAC, SII, CFC, substance over form, motivos económicos válidos y otros significantes similares. Este nuevo lenguaje y estas nuevas orientaciones no son sino el reflejo de una realidad social en vertiginoso cambio, en la que dos fenómenos relacionados entre sí han irrumpido con fuerza: por un lado, las nuevas tecnologías que han facilitado la comunicación en el ámbito planetario y por otro, y como consecuencia del anterior, el prodigioso desarrollo de las relaciones económicas internacionales.

Con este libro, su autor demuestra estar en vanguardia de estos fenómenos, pero a la vez se pone de relieve su sensibilidad para encajarlos en los moldes y conceptos clásicos del Derecho y de la justicia financiera.

La lectura del manuscrito me ha hecho evocar los tres principios jurídico-sustantivos básicos que, a mi juicio, informan o deben informar la contribución al sostenimiento de los gastos públicos. Me refiero al principio de capacidad, al principio de compensación y al principio del beneficio, y me voy a permitir el atrevimiento de exponer algunas reflexiones personales sobre ellos.

En el ámbito del Derecho público, es misión primordial del jurista estudiar el modo de embridar el poder del Estado. En Derecho tributario, es fundamental la preocupación de que el ejercicio de ese poder se desenvuelva dentro de los límites del justo reparto de las cargas públicas, del respeto a la libertad personal y económica de los ciudadanos y, más genéricamente, de la subordinación a las exigencias derivadas de la dignidad de la persona humana proclamada por el artículo 10 de la Constitución española.

Esta afirmación me recuerda a Benvenuto GRIZIOTTI, uno de los juristas pioneros en la crítica al concepto de tributo solo basado en la potestas del Estado, un ardiente defensor de la necesidad de que los tributos respondan a principios de justicia material y no solo a criterios formales como el de la reserva de ley. En su lección inaugural de la cátedra en Catania, a finales de 1914, quedaron ya expuestas las directrices que orientaron sus importantes aportaciones posteriores, que quedaron condensadas en 1929 en sus Principi di politica, diritto, scienza delle finanze. Es oportuno recordar aquí que su doctrina se propagó en Iberoamérica de la mano de otro ilustre argentino, oriundo milanés, el profesor Dino Jarach, a quien tuve el honor de conocer allá por los años 90 del pasado siglo, en el ocaso de su fecunda vida, acompañado por el autor de este libro. Eje central del pensamiento griziottiano es que el tributo no es sólo el frío resultado del ejercicio del poder, sino que dispone de una racionalidad intrínseca que deriva de la exigencia de causa del tributo. Esta teoría, expuesta en un curso sobre doble imposición internacional en la Academia de Derecho Internacional de la Haya, ha sido un elemento fundamental en la construcción del Derecho Financiero y Tributario. A pesar de que hoy día la causa, como elemento de la relación jurídica tributaria, no goza de aceptación porque es un concepto dogmático propio de las obligaciones que nacen de la autonomía de la voluntad, no hay duda de ha sido esta teoría la que ha nos ha conducido a exigir al tributo un fundamento de justicia material que no se conforma con que el tributo haya sido aprobado por las asambleas legislativas.

Pues bien, el principio de justicia material tributaria más estudiado ha sido el de capacidad contributiva. Existe un consenso general en que los impuestos deben gravar a quienes disponen de capacidad económica para satisfacerlos. Siendo el tributo una prestación dineraria parece obvio que los primeros llamados a satisfacerlo son quienes disponen de capacidad para pagarlos. No voy a extenderme aquí sobre la capacidad contributiva, de la que se han vertido ríos de tinta suficientemente conocidos. Por más que su contenido adolezca de cierta imprecisión, que lo hace compatible con una amplia libertad de configuración por el legislador, hoy se reconoce que este principio es pilar básico del sistema impositivo y nadie duda de su naturaleza de límite impuesto al titular del poder tributario.

El segundo principio es el de compensación. Lo denominé principio de provocación de gastos o de costes en mis publicaciones sobre las tasas en los pasados años setenta. Este criterio de reparto de las cargas públicas ha tenido especial relevancia en el ámbito de la Hacienda Local, donde han proliferado los tributos vinculados a la prestación de un servicio público. Se aplica, principal aunque no exclusivamente, a las tasas, es decir, a los tributos que se exigen por la prestación de servicios públicos o la realización de actividades administrativas y por la utilización especial o privativa del dominio público. Este principio ha estado también presente en los impuestos de ordenamiento o de finalidad extrafiscal. El tributo ha de tener siempre finalidad recaudatoria. Si así no fuere, estaríamos ante prestaciones de otra naturaleza, como pueden ser las multas, otras medidas disuasorias o de regulación de precios y mercados. Pero es sobradamente sabido que el tributo también sirve, a veces, para conseguir otras finalidades distintas de la de obtención de recursos dinerarios, generalmente consistentes en la internalización de costes o, en otras palabras, finalidades de compensación de gastos, daños o restricciones causadas al conjunto de la ciudadanía. Ese es el significado que han tenido los impuestos especiales, con los que se han pretendido compensar las externalidades, gastos o daños que provoca el consumo de tabaco, alcohol o productos derivados del petróleo.

Los impuestos tradicionales, basados en el principio de capacidad económica, han agotado su capacidad de crecimiento y provocan un amplio rechazo en amplias capas de la población que ven, detrás del objetivo de redistribución de rentas y patrimonios que se proclama con la subida de impuestos a los ricos, la excusa perfecta para aumentar la presión fiscal a la clase media que es donde se encuentra la fuente más potente para satisfacer las necesidades del creciente gasto público.

Una alternativa a la imposición tradicional se ha encontrado en la fiscalidad del medio ambiente. Existe un consenso ampliamente extendido en la sociedad actual para preservar el planeta de los daños que causamos exprimiendo los recursos naturales. En la contaminación y degradación del entorno físico y el agotamiento de las energías no renovables se ha descubierto al moderno Caraculiambro que los esforzados caballeros andantes de la fiscalidad envían a postrarse ante los presupuestos de gastos públicos para que estos dispongan de él a su talante.

Los cimientos de esta nueva fuente de recursos públicos están apoyados en el principio de compensación. Es posible que alguien justifique la fiscalidad medioambiental en la capacidad económica que tienen quienes desarrollan actividades económicas contaminantes o que esquilman bienes públicos o provocan intervenciones administrativas más o menos costosas. Sin embargo, no es ahí donde está la verdadera justificación y fundamento de la fiscalidad ecológica porque con ese principio difícilmente podría sostenerse la arbitraria discriminación que se produciría con otras actividades no contaminantes que pusiesen de manifiesto la misma capacidad de contribuir. El elemento distintivo y jurídicamente justificador de la fiscalidad medioambiental se encuentra en el principio de compensación. Quienes provocan el daño deben compensar a los demás por el daño que ellos provocan y estos sufren. Este es un principio de justicia contributiva, que se aproxima más a la justicia conmutativa que a la distributiva que es propia del principio de capacidad.

Para justificar la existencia de tasas, es decir, de tributos exigidos por la realización de actividades administrativas que afectan de modo particular a personas concretas, se ha acudido a otro principio de justicia en el reparto de las cargas públicas: el principio del beneficio. En los albores del siglo XX, este principio inspiró la construcción del sistema tributario municipal. No en vano, son los Ayuntamientos y otros entes locales las administraciones públicas en las que los servicios prestados directamente a los ciudadanos como individuos. Hasta esas fechas, los impuestos de consumos (sobre las especies “de comer, beber o arder”) habían sido la fuente principal de ingresos municipales. Estos impuestos provocaban un fuerte rechazo social hasta el punto de alzarse en banderín de enganche de revueltas populares y grito de combate revolucionario: ¡abajo los consumos! Los éxitos que lograron quienes lucharon contra ellos fueron efímeros porque las necesidades de financiación pública los hicieron resucitar. Era necesario un estudio de unas nuevas bases de la tributación local para que la reforma fuese algo más que abolición de impuestos indirectos y que el sistema obsoleto fuese sustituido por otro edificado sobre nuevos principios. Para ello se creó la Comisión Extraparlamentaria para la Transformación de los Impuestos de Consumos y el principio del beneficio adquirió el carácter de protagonista principal de los sucesivos proyectos de ley (Canalejas, González Besada) que acabaron fraguando en el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo en 1924.

El principio del beneficio es, en mi opinión, el tercero de los pilares de cualquier sistema tributario, pero no debe verse en él un competidor del principio de capacidad o del principio de compensación. En su significado más elemental, principio del beneficio significa que los servicios públicos deben pagarse por aquellos que los disfrutan y a primera vista podría pensarse que conduce a la mercantilización de dichos servicios. En este sentido, podría considerarse como el contrapunto que se opone al principio de capacidad. Llevado a su extremo, los servicios públicos se prestarían en régimen de mercado, y evidentemente no es eso lo que demanda el principio del beneficio, pues se trata de un principio rector de los tributos, que son el envés del mercado libre.

Como he escrito en otro lugar, una cosa es que el sistema tributario local se haya erigido sobre el principio del beneficio, y otra que este sea el principio rector de la reglamentación o el régimen jurídico de un tributo concreto.

El principio del beneficio, aplicado al conjunto del sistema tributario, sea local, regional o estatal, debe entenderse en el sentido de que los hechos imponibles y los sujetos pasivos de los tributos han de ser seleccionados de forma que estos recaigan sobre quienes mantienen con el ente impositor una relación en cuya virtud los beneficios de su actuación y de su existencia redunden en provecho del contribuyente. Los tributos deben gravar, porque disponen de capacidad o porque provocan gasto, a quienes se benefician de la existencia del ente público.

El principio del beneficio, válido desde el punto de vista del sistema tributario en su conjunto, no debe ser fundamento de cada tributo en particular, pues su operatividad no puede ir más allá de la selección de hechos imponibles. Delimitados éstos, la regulación del tributo ha de estar presidida por los principios de capacidad y/o de compensación: si la prestación tributaria concreta se concibiese como intercambio de beneficios, como un do ut des, el tributo sería innecesario y bastaría con gestionar el servicio con las reglas del mercado.

Del principio del beneficio se deduce que los tributos deben recaer sobre actos, hechos o negocios que mantengan algún vínculo con los elementos del Estado, es decir, con su población o con su territorio. Este principio no significa que exista una nueva materia imponible o un nuevo criterio de distribución del gasto público, sino que de él se desprende simplemente que quienes obtienen beneficios de la existencia y actividad del Estado o de los entes públicos que lo componen, son aptos para soportar la contribución a la financiación de sus presupuestos de gastos.

Se equivoca, a mi juicio, el preámbulo de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, refundida en el texto aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo cuando dice que “en el campo de los recursos tributarios, la reforma ha introducido cambios verdaderamente sustanciales tendentes a racionalizar el sistema tributario local, a modernizar las estructuras de los tributos locales y a perfeccionar el aprovechamiento de la materia imponible reservada a la tributación local”. No existe una materia imponible local. Existen hechos imponibles cuya realización pone de manifiesto que se benefician de la existencia del ente local los llamados al pago del tributo que de tales hechos nace.

Y es aquí donde volvemos a conectar con la nueva fiscalidad, que de nueva solo tiene la forma o el accidente, no la sustancia. La tributación de la economía digitalizada y el debate que sobre ella se mantiene entre los países de origen de los prestadores de los servicios digitales y los países donde dichos servicios se consumen no puede permanecer al margen del principio del beneficio.

Hasta ahora, la distribución internacional del producto de los impuestos que gravan la renta empresarial se ha realizado en atención a la sede física desde donde se realiza la actividad productiva. Esto ha sido así porque la empresa situada en el territorio de un Estado se aprovecha no solo de los servicios que este le proporciona, sino incluso de la propia existencia del Estado cuyo ordenamiento es lo que garantiza la seguridad jurídica imprescindible para que la empresa pueda nacer y subsistir. El concepto de establecimiento permanente ha sido fundamental en el reparto de los poderes de imposición, pero las transformaciones que han venido de la mano de la digitalización de los servicios ponen de manifiesto la insuficiencia del concepto de establecimiento permanente elaborado a partir de la base física o del agente dependiente.

Para burlar el corsé impuesto por unos convenios internacionales elaborados a partir de una realidad hoy eclipsada por internet se han inventado tributos como el Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (Ley 4/2020, de 15 de octubre). La situación actual es insostenible porque no se puede tolerar que empresas por deslocalizadas prestadoras de servicios digitales, cuyos beneficios milmillonarios derivan del consumo realizado por personas residentes en un país, sin las cuales el negocio no podría existir, no contribuyan al sostenimiento de los gastos públicos de esos países en los que se consumen sus servicios. La burla consiste en calificar como impuesto indirecto un tributo que realmente grava la renta o los ingresos brutos empresariales para extraerlo así de la órbita del convenio internacional que impide gravar los beneficios de una actividad económica realizada sin presencia física en el España. No puede extrañar, por tanto, la guerra comercial que la creación del impuesto ha provocado, pero tampoco se puede admitir que, por la pervivencia de un concepto superado por la realidad económica, como es el de establecimiento permanente, se siga utilizando como escudo para eludir la tributación de unas empresas que aprovechan la existencia del Estado. Lo exige el principio del beneficio y es urgente que los países implicados alcancen acuerdos para adaptar la fiscalidad a los nuevos tiempos respetando los viejos principios.

Termino con unas palabras sobre el autor de la excelente monografía que me cabe el honor de prologar. He dejado para el final estas necesariamente breves palabras de presentación de su persona por dos motivos. Uno, porque Rubén Asorey es suficientemente conocido en la literatura científica de los países de habla hispana y, por tanto, la presentación es superflua y no es preciso colocarlas en el encabezamiento de estas páginas introductorias. Dos, ha de ser además necesariamente breve porque desbordaría el concepto de prólogo la exposición de los extensísimos méritos del autor de la obra.

Rubén Asorey une a su condición de profesor universitario la de socio titular de uno de los despachos jurídicos de asesoramiento de empresas mas destacados de Buenos Aires. Él mismo ha sido repetidamente galardonado como abogado tributarista argentino destacado del año.

Su labor docente en la disciplina del Derecho tributario se ha desplegado en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad del Salvador, en la Universidad Católica Argentina y, como profesor invitado, en la Universidad de Salamanca.

Como investigador y publicista cuya obra se remonta a la década de los 70 del pasado siglo, además de ser responsable de la actualización de uno de los tratados más difundidos del Derecho tributario argentino (el “Derecho Financiero” de Carlos María Giuliani Fonrouge) es autor de numerosas monografías cuya simple relación desbordaría los límites de estas líneas. Destacaré que lo que he llamado nueva fiscalidad ya le interesó hace muchos años, de forma que en 2005 publicó su “Tributación de los negocios efectuados por medios electrónicos”. También merece ser mencionada su dirección del “Tratado de Derecho Internacional Tributario”, en el que participaron los más acreditados expertos de los países de Iberoamérica (Mauricio Plazas, Humberto Medrano, Catalina Plazas, Heleno Taveira, Adrián Torrealba, César Galarza, etc.). También ha participado en el “Corso di Diritto Tributario Internazionale” que coordinó el tristemente fallecido profesor Victor Uckmar de la Universidad de Génova.

Rubén Asorey ha sido, además y entre otros cargos científicos, Presidente del Instituto Latinoamericano de Derecho Tributario, Miembro titular del Comité General de la International Fiscal Association, y Presidente de la Asociación Argentina de Estudios Fiscales.

Eugenio Simón Acosta

Catedrático de Derecho Financiero y Tributario

Tributación de la economía digitalizada

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