Читать книгу Las niñas prodigio - Sabina Urraca - Страница 10

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Wunderkind

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Mi primera y única aparición en pantalla fue en un corto sobre el Holocausto. Hacía de niña judía. Me habían dicho que mi personaje cantaba, pero no el qué.

Al llegar al rodaje, mientras me hacían tirabuzones con unas tenacillas, me enteré de que mi voz no se oiría. Solo tendría que mover la boca.

—Ya en montaje te ponemos la cancioncita.

Eso me dijeron. Me sentí incompetente, poco preparada. Tenía nueve años, pero supe que ya me había quedado atrás. Debería haber tomado lecciones de claqué desde los tres años y clases de alemán desde los dos. Imaginé a una niña alemana, guapa y rubia, la afortunada criatura que cantaría la canción real.

Pasé parte del rodaje sentada en una silla, atenazada por la timidez, queriendo preguntarle a alguien del equipo quién era la niña que me iba a doblar. Cuando llegó mi momento, se me dijo que cantase cualquier cosa. Así calzarían mejor el doblaje sobre los movimientos de mi boca. Era el verano de El venao.

—¿Te sabes El venao?

Asentí con timidez. Quería hacerlo muy bien.

Y que no me digan en la esquina

El venao, el venao

Que eso a mí me mortifica

El venao, el venao

Fuimos al estreno, en una pequeña sala de cine del centro. Mi madre me compró un peto de lino color crudo.

El corto era muy malo. La acción empezaba con una familia judía corriendo por los tejados, huyendo de los soldados nazis. Antenas parabólicas que nadie había acertado a camuflar asomaban por el horizonte. Esa familia que huía era la mía, es decir, la de la niña judía que yo interpretaba. Yo me había perdido y habían decidido escapar sin mí. Todos los actores salían un poco demasiado serios, con el ceño permanentemente fruncido, lo propio de los dramas históricos.

Y de pronto aparecía yo, con mis tirabuzones brillantes y mi muñeca de trapo, con un vestido raído que en pantalla se veía gris, aunque era azul, sentada en el escalón del portal de una casa vieja. Un soldado se me acercaba y yo suplicaba piedad con la mirada. Entonces abría la boca. Mágicamente, empezó a brotar una canción alemana. Mi madre me dio la mano. En mi absoluta ansia de obediencia y de querer hacer las cosas mejor que bien, había vocalizado tanto que se me leían los labios. Incluso con el doblaje de la canción alemana, se entendía lo que estaba cantando. El público, entre risas, empezó a corear.

El venao, el venao

Que eso a mí me mortifica

El venao, el venao

Se inició un jaleo festivo que contaminó las siguientes escenas. A mi madre le sudaba la mano, pero no se la solté.

Había perdido una semana y media de clase por culpa del rodaje. En realidad, solo habían sido dos días de grabación, pero después me puse enferma, con fiebre alta y delirios, como siempre que me exponía a emociones fuertes. Al volver, noté una pequeña laguna mental en algunas de las asignaturas, pero enseguida retomé todo sin problemas.

Solo las matemáticas, que, sin llegar a gustarme, no se me daban mal del todo, parecían haberse convertido en otra cosa. El profesor empezaba a hablar y mi cerebro se iba nublando.

A partir de entonces y ya para siempre, los números fueron una oscura bruma en mi cerebro. Durante mucho tiempo, cada vez que iba al burger con mis amigas y no sabía dividir la cuenta, o cuando mi madre me mandaba a comprar y me daban mal las vueltas, sentía dentro de mí un agradable resplandor cercano al orgullo. Era el destello oscuro de la niña de labios pintados que apaga la colilla contra el suelo, que alza su dedito de diez años y pide otro tequila sunrise, sabiendo que su cerebro a la deriva es el precio que tiene que pagar por la fama. Volvía con la cabeza alta, mi vergüenza y las vueltas de menos bien apretadas en el puño, regocijándome en la indolencia y el encanto del juguete roto. Todavía ahora, cuando tengo que hacer un cálculo rápido de cabeza, dejo el cerebro en suspenso. Sé que por mucho que lo fuerce se resistirá a trabajar sobre esos números. Mi mente se traslada a un lugar muy lejano: una caravana inundada por el sol de media tarde. Un profesor de apoyo en rodaje echa la siesta, mientras en el plató se sobrepasa el número de horas de trabajo que permite por día el sindicato de actores infantiles.

Las niñas prodigio

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