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Podjani

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A veces, en momentos de oscuridad, me repetía:

«Podjani Stanko Iereslava».

En un momento de mi vida, ese niño medio marica y con un pliegue de futuro gordo en la nuca, fue quien representó para mí lo que era bello y prodigioso en este mundo. Podjani era un resquicio de esperanza.

Yo tenía nueve años y estaba viendo Bravo bravísimo en la tele, cuando Bertín Osborne anunció:

—Y con diez años de edad, desde la profundidad de los montes Urales, en Kazajistán... ¡Podjani Stanko Iereslava!

En esa presentación —«desde la profundidad de los montes Urales»— latía una infancia cruel, de ordeñar ubres agrietadas a las cinco de la mañana con los dedos azules de frío. Vacas muriendo a manos del chupacabras ural y los males de ojo agriando la leche.

Podjani apareció vestido con el traje típico de su país, todo terciopelo negro, bordados de color y polainas.

Ojos de esquimal.

Hizo su baile folclórico. El público enmudeció.

Era algo absurdo y lleno de acrobacias incomprensibles para el televidente español, una danza sin ningún tipo de posibilidad en el mundo del espectáculo. Pero era impresionante.

Lo que sentía dentro de mí me hizo pensar en un documental que por la misma época había visto a través de las rendijas de mis dedos. En él, una orca arrojaba a una foca por los aires una y otra vez, hasta matarla. Tan bello, tan triste y tan impresionante como aquello era contemplar el baile de Podjani.

Al final de cada número, Bertín Osborne miraba al niño que acababa de actuar con la misma sonrisa burlona de hijo de puta. Lo trataba un poco como la orca a la foca, pero sin la parte de belleza. Durante el número de Podjani, un montador del directo había insertado un plano fugaz de Bertín observando desde el palco. Fue un error de un solo segundo, pero en su rostro se podía ver que la magia de Podjani había roto a hachazos el muro de garrulismo de Osborne. Su espíritu, muerto de inanición, cansado de cocaína y paseos en quad entre los olivos, absorbía desesperado ese torbellino de terciopelo negro y cintas de colores.

Podjani no sabía sonreír y cuando el público de Bravo bravísimo se levantó en un aplauso rugiente y tuvo que decir «hola» y «gracias» con su acento raro, su sonrisa resultó diabólica. La felicidad era tan desconocida para su rostro que, al emerger, se lo deformaba.

Al día siguiente volvería a los caminos helados del pueblo, a vivir durante semanas con el pijama debajo de la ropa, a comer sopa de col junto a un padre alcohólico y silencioso.

Pero durante un momento, en su cara curtida de niño tortuga sin cuello, la sonrisa se abrió paso y arrojó un poco de sol sobre la granja, las vacas, el cazo de leche hirviendo con la nata flotando, el padre borracho derrumbándose como un peso muerto en la entrada de la granja y muriendo congelado.

Simplemente me enamoré. Pensé que iría a buscarlo como fuese. Escribí en mi diario:

lo voy a conseguir.

Y debajo, en letras de otro color:

voy a organizarme.

No sé ahora en qué consistía exactamente ese organizarse, ni cómo esa organización me iba a llevar hasta Podjani.

Me veía a mí misma bajando por la pasarela de un barco en un puerto como de otra época, con una bolsa de viaje al hombro y una gorra de lado. Estoy en Kazajistán. Yo, que ni siquiera me atrevía a decir gracias cuando iba a la panadería, abría la boca y decía:

—Hola, señor. ¿Sabe dónde están los montes Urales? ¿La granja de los Iereslava?

Y aquel señor de mejillas coloradas daba un par de palmadas al lomo de su caballo y contestaba:

—Yo te llevo, muchacha. Súbete a mi carro.

Pero cuando lo encontrase, ¿cómo sería digna de él? Ni siquiera hablábamos el mismo idioma. Al principio, confié en que simplemente mi acto de viajar sola como polizón para protegerlo con mi amor lo convencería de mi valía. Pero por las noches me costaba dormirme. Debía haber algo que nos uniese más allá de las palabras. La clave se abrió paso por sí sola. Claqué. Había visto veinte veces el baile apoteósico de Annie en el jardín del señor Warbucks, y todas ellas había sentido una emoción extraña en las plantas de los pies. Como una inspiración divina.

Escribí en mi diario: «Voy a practicar todos los días y en algún momento mis padres tendrán que darse cuenta».

Darse cuenta de que tenía un don, de que mis pies hacían magia con el suelo.

Vivíamos en un primer piso, debajo de nuestra casa había un garaje, así que no había ningún impedimento para mi vocación. Podía golpear con toda la furia que exigiese mi talento secreto.

Lo intenté un par de noches frente al espejo y fueron suficientes para entender que aquello no iba de zapatear sin tino. Ahí había un «punta tacón», una base que aprender para lanzarse a ese frenesí que sentía en las piernas. Pregunté en mi academia de danza por las clases de claqué, pero eran los jueves y terminaban a las diez, demasiado tarde para mí. A los nueve años, la única noche que me dejaban acostarme tarde era los viernes. Entonces tenía permiso para cenar pizza y tomar mosto mientras veía Melrose Place. Eran noches peligrosas: queso derretido y la luz azul de la tele invadiendo la oscuridad. Veía la serie a puerta cerrada, yo sola, permanentemente sobresaltada ante cualquier ruido en el pasillo. Temía que mis padres entrasen y viesen toda la perversión de Melrose Place desplegándose ante los ojos de su hija de nueve años. Ni siquiera yo entendía por qué me dejaban ver esa serie, y la devoraba con terror. Los momentos sexuales me dejaban tan perturbada que no me enteraba de las siguientes tres escenas. La malvada Kimberly intentaba seducir a su cuñado diciéndole:

—Tengo un tatuaje… Una mariposa en el centro mismo de mi cuerpo…

Paladeaba las últimas palabras, acercándose mucho a la cara de su cuñado. «En el centro mismo de mi cuerpo». Me quedé muy sorprendida cuando, en otro capítulo, una Kimberly en bikini mostraba un ombligo terso y sin rastro del tatuaje.

¿No era ese el centro mismo de su cuerpo?

Todo el tiempo oigo decir: «Ahora, con Internet, está todo ahí». No es verdad. Podjani Stanko Iereslava no está. Tampoco hay nada sobre una película que vi de niña acerca de una adolescente que se llamaba Laurette. Laurette cuidaba a su hermana pequeña porque se habían quedado huérfanas. Solo recuerdo esos datos: su nombre, que era muy guapa, con gruesos labios muy rojos, y que en un momento de la película su hermanita, con el morro sucio y un peluche viejo entre las manos, canturreaba en el descansillo de la escalera:

En el estado de Nebraska

Hay un gato que huele a caca

He buscado en Internet:

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Caí en el metro de golpe, como el padre de Podjani se derrumbaba en el suelo helado de la granja. Ya antes de perder la consciencia recordaba poco del fin de semana. Lo pasé bien, creo. Una amiga se cayó a un rosal. Había una punki muy guapa que me gustaba y que me ofrecía speed a cada rato. Sentía cómo las piedrecitas subían por la fosa nasal y me la destrozaban. Le contaba a la punki que una vez me metí mucho speed y por la mañana tenía un cono de sangre en cada agujero de la nariz. Se reía. Era mentira, pero me gustaba ponerme a su altura en cuanto a zafiedad vital. Cogía colillas del suelo, se las daba y ella me besaba agradecida. Esa noche tragué todo lo que me ofrecieron con la misma intensidad inconsciente con la que desde los cuatro años me muerdo la piel de los dedos: en un estado hipnótico y compulsivo de entrega total. Y después, la mente fragmentándose, todo perdiendo sentido, la caída en el metro, el ataque de pánico permanente. La propia psicóloga dijo que era muy raro, y a mí me pareció muy poco profesional y empático. Lo que dijo exactamente fue:

—He conocido casos de gente que camina encorvada, pero no de gente que se tuerce hacia los lados.

Durante meses caminé por la calle así, inclinándome hacia un lado, hasta que acababa pegada a la pared. Si cerraba los ojos caía al suelo instantáneamente, como empujada por una fuerza ajena.

Llegué a llamar por teléfono a un amigo psiquiatra que había asistido al padre Fortea en un par de exorcismos. Intenté por todos los medios que me atendiera. El padre Fortea nunca respondió a mis correos.

Durante meses, solo conseguía atravesar la línea de fuego del portal diciéndome:

—Y desde la profundidad de los montes Urales, en Kazajistán... ¡Podjani Stanko Iereslava!

Y salía despacito, reteniendo el aire en el pecho, como si acabase de llegar de unas montañas gélidas y hostiles y me expusiese por vez primera al calor del público.

Salgo de lo más oscuro de los Urales, voy al aplauso. Aunque la sonrisa me deformase la cara, tenía que forzarla y seguir adelante. Cuando la acera se estrechaba y sentía que iba a desmayarme de pura ansiedad, entonces venía lo otro:

—En el estado de Nebraska hay un gato que huele a caca.

Eran los únicos mantras en los que creía. Un paso por delante de otro, cada vez más aprisa. El estado de Nebraska. El gato. La caca. Nebraska. Gato. Caca.

Mi padre vino a socorrerme a la ciudad. Lo veía mirarme con impotencia. Tienes que aprender a relajarte, me dijo.

Fuimos juntos a una clase de yoga, solo por probar. Era un centro lleno de budas dorados y falsos manantiales de agua cayendo por todas partes. A cada uno nos tocó en un punto distinto de la clase. Haciendo su primer saludo al sol, mi padre se tiró un pedo estruendoso. La clase quedó suspendida en un silencio monástico. Creo que hubiese sido mejor si alguien se hubiese reído. Una carcajada general igual de estruendosa que el pedo, para revertir el efecto. Pero no. Al terminar la clase, mi padre fue a la recepción y me pagó seis meses de clases de yoga, en un intento monetario de salvación.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, seguí asistiendo a la clase cada jueves. Al final de cada sesión, en el vestuario, unas chicas recordaban a «aquel señor que vino a la clase de prueba y se tiró un pedo». Eran tres publicistas que necesitaban despellejar a alguien para liberar endorfinas.

El nivel de crueldad fue en aumento. Dijeron que el señor del pedo «parecía un loco». Otro día, una de ellas sugirió que tal vez fuese un indigente que había aprovechado la primera clase gratis «para disfrutar la calefacción del centro». Mi integración armónica en el grupo pasaba por reírme yo también del señor del pedo. Si no era aceptada en el rebañito, iba a seguir tocándome la esterilla más inmunda y el peor lugar de la clase, un rincón en el que, hiciera el ejercicio que hiciera, mis piernas o mis brazos siempre golpeaban con algo o con alguien.

En un intento de dirigir los propósitos de integración en otra dirección, decidí convertirme en la mejor de la clase. Esa fórmula había sido un motor vital que nunca me había fallado. Intentar ser la primera de la clase era una gasolina densa y nutritiva que me llevaba a sitios. Como no podía mantener el equilibrio de pie, me dejaba la vida en los ejercicios de suelo. El profesor, un marica con máscara zen y sangre de víbora, nos arengaba desde el otro lado de la clase.

—Piernas firmes, brazos pegados al cuerpo... ¡Arriba pelvis!

En mi rincón, yo tensaba el alma, haciendo de todo menos yoga, moviéndome exclusivamente con el propósito de alcanzar la perfección. Forcé el movimiento al máximo. Pensé en Kimberly, en su mariposa púbica echando a volar hacia el cielo de Melrose Place. Y eché a volar mi mariposa, una, dos, tres veces, cada vez con más empeño.

—El hueso del pubis debe apuntar al techo. Eso es… Pubis al techo, pubis al techo, pubis al techo... ¡La del fondo, pubis al techo! ¡No vagina al techo!

Hubo un siseo leve. Era un grupo de silencios iniciales y despellejamiento en el vestuario.

Me rendí. No conseguí que el centro de yoga me devolviera el dinero de los meses de clase que ya había pagado. Volví al encierro absoluto.

Vivía en un bajo sin luz natural, con el suelo inclinado. Si ponías una pelota en un lado de la habitación, se iba rodando lentamente al lado opuesto. Tuve que precintar las ruedas de mi silla de escritorio, porque la inclinación me alejaba lentamente de la mesa y de los apuntes. Ese pequeño desnivel sumaba puntos a mi desequilibrio.

Dejé de limpiar. Responsabilidad, intentar ser mejor, quitar el polvo: ya había tenido bastante de todo eso. Un día, ante el esfuerzo de tirar una ensalada y fregar el plato, lo metí todo junto directamente en el congelador. Yo, que de pequeña me había gastado la paga en lejía para fregar a escondidas la casa del vecino, ni siquiera cambiaba ya las sábanas.

Venían amigos a verme, con caras sonrientes y remedios que rebosaban candor: un bote de miel, una red de limones. Uno insistió en que lo que necesitaba eran proteínas y comenzó a hacerme chuletas de ternera todos los días. Hasta que un día dejó de venir, y yo volví al yogur con muesli, que me recordaba a mis desayunos de niña.

El máximo recorrido que mi mente soportaba era el camino hasta el videoclub.

Alquilaba películas que ya había visto. En general, intentaba ceñirme estrictamente a las vistas antes de la pubertad. A veces, me llamaba la atención la carátula de alguna nueva producción infantil, pero enseguida volvía a dejarla en su estante.

Me mantenía en una zona de confort dentro de otra zona de confort, que a su vez estaba dentro de otra zona más mullida y suave que lo recubría todo. Pronto esa pocilga almohadillada dejó también de ser fácil y cómoda. Llegó el día en el que, al ver Annie, empecé a saltarme las partes de claqué. Me irritaba el simple sonido de la suela metálica entrechocando contra el suelo. No podía soportar verla avanzar grandes distancias con ese zapateo saleroso. Yo, con veinte años, no era capaz siquiera de caminar por la calle sin terminar pegada a una pared.

La zona segura se fue reduciendo hasta quedar convertida en una celda minúscula.

Cuando Annie es adoptada y llega a vivir a la mansión del señor Warbucks, piensa que la han contratado como criada. Tiene ocho años y ha pasado su infancia entre la calle y el orfanato. Siempre ha pertenecido a la plebe. Se sorprende cuando descubre que, gracias a su encanto personal y a su bello corazón, no es en absoluto una criada, sino una niña rica, la protegida del señor, la reina de la fiesta que hace que suene la música y toda la servidumbre entre en ese estado de euforia bailonga.

Un día, viendo los trozos de película que habían pasado la censura del claqué, se me heló el alma. No solo habían muerto las posibilidades de ser una pequeña estrella del baile, sino que ni siquiera podía ya aspirar al más bajo rango de la película. Quizás conseguiría que me contratasen como criada en la mansión, y limpiaría bien, eso seguro. Pero al final del día estaría con los nervios tan destrozados de aguantar la ansiedad y el cerebro rugiendo a mil revoluciones, que me derrumbaría sollozando sobre el hombro de alguna de las otras criadas. Me despedirían. Imaginaba a la otra criada intentando consolarme con la frialdad y el extrañamiento de un psicólogo al que casi no conoces y de pronto te tiene sollozando entre sus brazos. Poco a poco, me iba viendo expulsada de las películas de las que, en un momento de mi infancia, soñé ser el centro. Ni siquiera podía sostener ya los papeles secundarios.

Fui al centro de salud. Expuse mi situación a dos enfermeras y una médico, las tres muy jóvenes y pulcras. Lo resumí así:

—Una noche me metí todo lo que me pusieron por delante. Dos días después me desmayé en el metro y después de eso llevo casi un mes sin poder caminar por la calle. Me tuerzo. Y si cierro los ojos, me caigo.

Me preguntaron qué sustancias había tomado. No conocían prácticamente ninguna.

Mientras hablaba, veía cómo la doctora tomaba notas en una ficha:

«Dice haber consumido espich».

Expliqué que también había tomado MDMA y cocaína.

—¿NBA? ¿Cómo se toma?

Contuve la impaciencia.

—Es éxtasis.

Me miraron interrogantes y un poco censuradoras, como si estuviese diciendo: «Éxtasis. Es la monda».

—Son unos polvitos blancos. Todos metemos el dedo mojado en un montoncito y después nos lo llevamos a la boca.

Me miraron espantadas.

—¿Sabes las enfermedades que os podéis contagiar así?

Después me preguntaron si había querido suicidarme. También si me dolían las piernas. Respondí que no a ambas cosas.

—Entonces, ¿por qué no puedes caminar?

Apreté los dientes. Con un tono de voz desquiciado y violento, demasiado alto para los estándares de un centro de salud, grité algo ininteligible.

Una de las enfermeras me ayudó a levantarme y me guio con decisión hacia la sala de espera. Al salir, me giré y grité, conteniendo el llanto y dirigiéndome a la doctora:

—¡Y se escribe speed! ¡Como «rápido»!

Me miró asombrada, protegiendo el papel del informe contra su cuerpo.

De Urgencias me mandaron al centro de salud mental de mi barrio. En la fachada, junto a la puerta, alguien había escrito, en grandes letras rojas: «Estoy mu loco».

El psiquiatra estaba aburrido de mí incluso antes de oírme hablar. Me dijo que teníamos media hora. Decidí aprovecharla e intenté comprimir TODO en ese tiempo. Le hablé de las drogas, pero también de Annie y de mi incapacidad para ver las partes de claqué de la película. Eso me llevó a Punky Brewster y a cómo mi pubertad se había acelerado por su culpa. Pensé que, como profesional de la mente, le resultaría fascinante ver hasta qué punto era sugestionable mi cuerpo.

Se levantó de golpe y me pidió que esperara un momento.

Cerró la puerta. Le oí entrar en la consulta de al lado. Me levanté y pegué la oreja a la pared. Pensé que habría ido en busca de algún especialista en trastornos psicosomáticos. En unos minutos vendría alguien a darme comprensión y una pastilla milagrosa que disolvieran aquella pesadilla.

Lo oí prepararse un café y quejarse de su día a una compañera. Ella preguntó algo que no conseguí oír con claridad.

El psiquiatra contestó en un tono de abatimiento:

—Muy largo y lioso… Dice que de pequeña quería ser como Blancanieves… Esas cosas de Disney…

Un día, a media tarde y solo a duras penas, conseguí bajar al andén del metro. Mientras vadeaba como podía el ataque de pánico que se me embutía en el pecho cada vez que veía el tren acercándose, escuché a dos mujeres que hablaban a mi lado. Una dijo, desesperada:

—¿Te puedes creer que llevamos cuatro meses comiendo pollo todos los días y él no se ha dado ni cuenta?

Sonaba a ultimátum, a mujer a punto de romperse, a fin del amor. Me di cuenta de lo jodida que estaba. La imagen de esa mujer levantándose cada mañana y siendo capaz de preparar un pollo me llenaba de una envidia oscura. Salí del vagón antes de que cerraran las puertas y llegué tambaleándome al supermercado. Empezaba un plan de doce pasos para salvar mi vida en el que cada paso era un pollo asándose en el horno.

El Carrefour atestado de gente me hizo entornar los ojos de terror. Trastabillé entre las estanterías, parándome a cada rato para respirar hondo. Compré un pollo de corral, dos cebollas y una botella de aceite de oferta. En la cola me vi reflejada en las columnas de espejos y me sorprendió lo mucho que me parecía a mi abuela: un ojo un poco más cerrado que otro, la manifestación externa de un sufrimiento atroz removiéndose bajo la superficie.

Ya en casa, puse el horno a precalentar y empecé a sofreír la cebolla en una sartén. Embadurné la bandeja en aceite y coloqué el pollo encima. Al dejar de nuevo la botella en la repisa reparé en la etiqueta. Bajo unas letras blancas sobre fondo verde, en las que se leía «El molino de Bertín», el retrato de Bertín Osborne me sonreía con su sonrisa de hijo de puta, diciéndome:

—Yo también me he metido de todo por la tocha, pero a mí me ha sentado bien y hasta me he montado una granja. ¡Ja!

Yo era la foca, aún agonizante, lanzada una y otra vez por los aires, con la orca esperando debajo para volverme a lanzar. Sobre la bandeja del horno, flotando en una capa de aceite, el pollo se deslizaba lentamente, cediendo a la inclinación del suelo.

Las niñas prodigio

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