Читать книгу Las niñas prodigio - Sabina Urraca - Страница 12

5
Henri

Оглавление

Junto a la puerta de entrada, sobre el aparador, había una pieza funeraria vasca. Era una talla de madera con formas geométricas labradas. Tenía una vela larga y flexible enrollada alrededor, semejante a un gusanito color carne. Lo que tardase en consumirse la vela era lo que tenía que durar el velatorio del muerto.

Mis padres nunca la encendían. Este cerillero de difuntos —para mi madre— o argizaiola —para mi padre— era, como el escudo del apellido de familia sobre la chimenea o las antiguas abarcas de campesina, parte de la colección que daba testimonio de su esfuerzo por no dejar de ser vascos después de más de diez años en la isla.

—Kaixo, zer moduz? —me saludaba mi padre en la puerta del colegio.

Entonces debía deshacerme del personaje que había sostenido durante todo el día y sentir la sangre vasca fluyendo por mi cuerpo (sí, tenía que imaginarla fluyendo, verme a mí misma nadando por mis propias venas, como en El chip prodigioso), antes de responder:

—Ondo.

Que quiere decir «bien». Aunque después de haberme sumergido en mi propio sistema circulatorio, de ver la sangre golpeando las paredes de mis venas y de volver de nuevo al bullicio de la salida del colegio, nunca me sentía muy en forma.

Iba al País Vasco a pasar el verano y veía que nadie tenía en su casa una vela funeraria como la que tenían mis padres, ni siquiera mis abuelos. Los salones, en general, eran luminosos y claros. Ni rastro de la capa de polvo y respeto que rodeaba los objetos sagrados de mi casa.

Los pisos del resto de Amigos de Euskal Herria —el pequeño grupo de familias que nos reuníamos periódicamente para regodearnos en nuestro paraíso perdido— también guardaban algunas cosas intocables conservadas con mimo para ser mostradas en estanterías y cómodas. Pero ninguno era tan fanático de sus objetos como mi padre. Una vez al mes, limpiaba el escudo metálico del apellido con un producto especial llamado Ónix Blume. Henri Vial, su mejor amigo, que vivía en la casa de al lado, se reía de él y de su escudo viejo, le cogía el bote de Ónix Blume, se lo escondía. Mi madre y yo participábamos de su broma y nos reíamos con él a espaldas de mi padre hasta que Anne, la mujer de Henri, aparecía con el bote. Henri, proveniente de una familia vascofrancesa, solo mantenía las tradiciones fáciles: el comer y el beber, los bailes, las canciones, pero lo hacía todo con un punto de sorna, parodiando la melancolía por el país perdido.

Tenemos una foto en la que salimos los dos, Henri y yo, cogidos de la mano. Él era el único del grupo de amigos que conservaba el traje típico: los pantalones grises, el blusón negro, el pañuelo de cuadros azules y la boina. Se lo ponía todo el día de Santo Tomás, que nosotros celebrábamos en el jardín trasero. Incluso así, con los calcetines altos y las cuerdas de las alpargatas trenzándose en la pantorrilla como si fueran unas toscas zapatillas de ballet, Henri tenía una prestancia de bufón elegante que cualquier otro de los hombres del grupo habría perdido totalmente vestido de aquella manera. Se paseaba por la reunión brindando con todos, cada vez más borracho. Año tras año, Henri y yo fuimos los dos únicos de la fiesta que vestían el traje típico. Yo era la única niña. Amaiur, la hija de Koldo y Marina, era aún un bebé, y no tenía sentido mandar hacer un traje que enseguida le quedaría pequeño.

Hay otra foto: yo, con cinco años, llevo ya mis gafas color pastel de niña miope y miro a Henri, sonriéndole bajo la cofia con una adoración que incluso ahora ofende mi coquetería y mi dignidad adultas. Él tiene las rodillas flexionadas para adaptarse a mi altura y mira a cámara con los ojos rojos por el flash.

Me dijo:

—¿Has visto qué buena pareja hacemos?

Después me cogió en brazos y, cuando nadie miraba, me dio a beber de su vaso. Me preguntó si estaba bueno y no me atreví a decirle que no.

—Bebe tú solita.

Bebí diligentemente, feliz, hasta terminármelo todo. Empezó a sonar una trikitixa. Henri me subió sobre sus hombros, me agarró de las manos y bailó conmigo entre la gente, girando e inclinándose a un lado y a otro. Empecé a sentir que dábamos demasiadas vueltas. Un velo rojo me empañó la mirada. Años después de aquello, Henri seguía contando que de pronto había sentido algo caliente chorreando por el cuello:

—La cabrona se me había meado encima.

Me gustaba que me llamase «la cabrona», porque eso me convertía en su camarada. Él lloraba de la risa cuando explicaba cómo al bajarme me había sentado en el césped, llevándome las manos a la cabeza, como una campesina en miniatura preocupada por la cosecha, y le había dicho:

—Henri, dile al vino que pare.

Cuando Anne lo dejó, Henri empezó a beber. Pero no con la alegría violenta de antes, cantando Baga biga higa en las barbacoas, bailando en las quedadas para comer bacalao. Ahora las borracheras eran explosivas en su inicio, y después lo llevaban al asco total, al vómito.

Al resto de amigos les daba vergüenza. Un taxista amigo suyo, un marsellés enorme, lo subía por las escaleras echado sobre el hombro. A veces mi padre tenía que bajar en plena noche a ayudar. Mi madre y yo veíamos cómo aquellos dos hombretones manejaban su cuerpo ajado y flácido, como un alga muerta.

Henri tenía cuarenta años y dos arrugas profundas en las mejillas, como si le hubiesen cortado la piel curtida con un cuchillo. Yo imaginaba que, dentro de aquellos surcos, la barba gris, que había sido perfectamente rasurada en el resto de la cara, crecía en forma de diminutos pelos que se refugiaban en la grieta, a salvo de la cuchilla. Cuando me balanceaba en sus piernas, acercándome y alejándome de su cara, me decía a mí misma, «en la próxima le agarro la cara y le miro dentro de las rayas».

Pero, al final, nunca lo hacía. Me daba miedo. Me daba vergüenza.

A veces mi madre me daba la copia de las llaves de su casa y me decía:

—Ve a ver cómo está, anda. Si llamas y no abre, entras con la llave.

Paseaba por allí sin tocar nada, sin sentarme. Todo estaba lleno de grasa y polvo. Lo encontraba tirado sobre la cama y lo miraba dormir, sus manos grandes y nudosas moviéndose con pequeños espasmos. La casa estaba atestada de ceniceros, todos a punto de desbordarse. Cada silla, cada copa, e incluso el hueco vacío para las pilas del mando de la televisión estaban llenos de ceniza.

Un domingo por la mañana me encontré a Henri dormido bocabajo en el sofá. Su vómito manchaba el escay marrón, la mesita de cristal y parte del suelo. Había un dibujo de huellas de pies desnudos sobre la pasta parduzca. Se había levantado para ir al baño, había caminado sobre su propio vómito, y después había vuelto a tumbarse. La noche anterior, mi madre había hablado de él:

—Debería tomarse un tiempo, volver a Bayona, a casa de su madre. Necesita que alguien lo cuide.

Mi padre no dijo nada. Creo que se sentía culpable por estar dejando que su mejor amigo cayese en un agujero.

Cogí un puñado de servilletas de la cocina e intenté limpiar el vómito. Estaba ya medio seco y se quedaba pegado al papel. Tenía diez años, no sabía cómo se limpiaba una casa, pero los anuncios habían grabado en mi cerebro la imagen del espray y después el paño dejando una estela de limpieza con estrellitas a su paso. Cogí un bote de limpiacristales que encontré en el baño y rocié la mesa y el suelo. No encontré trapos, y lo sequé con una toalla del baño. Hasta entonces siempre había odiado limpiar. Una vez usado, el plato del que momentos antes había comido, el tenedor manchado de mi propia saliva, ya me daban asco, como si estuvieran sucios de las babas de otro. Ese día le limpié a Henri el vómito de las plantas de los pies mientras él seguía durmiendo.

Por las tardes, cuando Henri aún estaba en la fábrica, yo barría, fregaba, y cuando terminaba de fregar me daba cuenta de otras motas de suciedad aún más pequeñas que seguían estando allí, y barría otra vez. Y cuando terminaba de barrer veía una especie de grasa marrón entre las juntas de los azulejos de la cocina, y corría al baño y miraba entre los azulejos blancos y sí, también allí estaba la sustancia marrón. Limpiaba las juntas del baño y la cocina, y cuando no podía más observaba que esa misma grasa ocre recorría también los bordes de los fogones, la raya de separación entre la ventana y la pared, las uniones entre los baldosines del suelo que justo acababa de barrer, fregar y barrer de nuevo. Seguía hasta que todo estaba perfecto. Después me iba a hacer los deberes. No sé si Henri se dio cuenta alguna vez de que poco a poco había ido dejando de vivir entre la mierda. En cualquier caso, nunca dijo nada. Yo, por mi parte, deseaba que mis acciones fuesen una especie de milagro anónimo. Quería ser un hada que dejase a su paso limpieza y paz. Durante un tiempo, mi placer fue solitario. No necesitaba más recompensa que la felicidad de eliminar hasta el último rastro de ceniza.

Una vez estaba inclinada sobre el suelo recogiendo trozos de un vaso roto la noche anterior cuando oí el ruido de la llave en la puerta. Henri llegaba pronto de trabajar, oliendo a algún licor fuerte. No se enfadó ni dijo nada, ni siquiera se asustó. Me saludó, se sentó en el sofá con dificultad, me invitó a sentarme a su lado y me sirvió una copa. Él se puso otra.

—Yo me la sirvo un poco más cargadita. Espero que no te importe. Si quieres otra, dilo.

Todos los amigos hablaban siempre en euskera con los niños del grupo. Era una especie de pacto tácito para que no perdiéramos el idioma. Si íbamos a una tienda, intercalábamos el discurso en español con la dependienta con nuestros diálogos en euskera.

Ese día, ante mi asombro, Henri me habló en castellano.

Dijo:

—Eres una chica muy guapa, ¿sabes?

Señaló mi vaso de tubo, que aún no había tocado, y repitió:

—Si quieres otra, dilo.

Su mente estaba tan nublada que para él era normal sentarse a beber en el salón con una niña de once años. Creo que ni me veía. Seguía los mismos ritos que con las señoras que conocía en las salas de baile para divorciados. Un poco desconcertada, descubrí que me gustaba ser una mujer desconocida.

Él alzo su vaso para brindar conmigo, contó algo larguísimo en francés, que, por la entonación, sonaba a chiste. Cuando terminó, me reí por acto reflejo. Él soltó una carcajada profunda, inclinándose mucho hacia atrás.

Antes de venir a vivir a España, Henri y su exmujer, Anne, habían sido una pareja de cómicos bastante conocida en pueblos turísticos de la costa francesa. A veces también actuaban en cruceros. Por mi casa había alguna de las cintas de casete que se vendían después de los espectáculos. En la carátula se los veía apoyados el uno en el otro, empuñando unas maracas. Debajo, en letras barrocas, se leía: «Les Vial». Y más abajo, en una fuente menor: Rire c´est une chose à deux.

Henri se bebió su copa en dos tragos. Yo daba pequeños sorbos a la mía. En una de las esquinas del aparador había una cajita roja en forma de corazón que no había visto antes.

—¿Te gusta?

Lo dijo con un asomo de desprecio, como queriendo dar a entender que aquella caja era una baratija. La abrí. Empezó a sonar una musiquilla aguda, una especie de melodía regional. En el interior de la caja, una pequeña vasquita de plástico con el vestido típico de hilandera giraba sobre sí misma. Debajo, encajado en una ranura, había un anillo de oro. Alrededor de la muñeca, el terciopelo granate que forraba la caja estaba absolutamente anegado de ceniza. Pero él no parecía darse cuenta. Me miraba sonriente, esperando mi reacción. La cerró y me la puso en la mano.

—Toma. Para ti.

Coloqué la cajita de corazón en el estante más alto de mi cuarto. A veces la bajaba y la abría. El terciopelo granate, que había limpiado a conciencia, resplandecía alrededor de la muñeca, que giraba con su cofia como bendiciendo el anillo. Había un momento en el que la melodía se volvía aguda, muy triste, y algo me zarandeaba por dentro. Buscaba una y otra vez ese vuelco al corazón. Esa muñeca era yo y estaba segura de que Henri lo sabía, porque recordaba perfectamente aquel día de Santo Tomás en el que me emborrachó. «Henri, dile al vino que pare». Ahora también, al verlo casi muerto tirado en el suelo o dormitando en el sofá, le pedía al vino que parara y lo dejase de una vez. No me atrevía a tocarlo, pero algunas noches me dormía pensando en lavarlo también a él. Imaginaba que cogía sus mejillas y las estiraba, dejando al descubierto aquello que había escondido en los dos surcos que le flanqueaban la boca. Quería afeitar, frotar, desinfectar, besar. Tres cuartas partes del mal estaban en el vino, pero había una cuarta parte dentro de las grietas. Quizás la misma grasa que había entre las baldosas de su cocina. Una mezcla de pelo y tabaco.

Para cuando cumplí trece años, Henri ya no venía nunca a cenar a nuestra casa, porque le avergonzaba su propio estado, pero de vez en cuando aparecía en alguna reunión de amigos. Yo siempre esperaba una sonrisa cómplice, pero a veces ni siquiera me saludaba.

Un día, después de varias semanas sin pasarme por allí, intenté entrar en su casa, pero su propio cuerpo derrumbado en el suelo me impidió abrir la puerta. Volví a cerrar y abrí de golpe, con fuerza. Sonó un pequeño quejido. Abrí y cerré varias veces, golpeando su cuerpo. Después me fui. Cuando me senté a hacer los deberes, me di cuenta de que me temblaban las manos. Mi sudor era distinto al de otras veces: olía amargo, como a cebolla pasada. Fue la primera vez que olí así. Desde entonces la ira, la tensión, e incluso una felicidad nerviosa que me entra a veces, hacen que mi cuerpo produzca ese líquido extraño.

Pasamos ese verano en el sur de la isla, cuatro familias apiñadas en cuatro bungalós casi idénticos: la misma madera demasiado barnizada, el mismo olor a tubería que no traga bien. Los Garmendia, con sus dos hijos mayores que yo, Andoni con su nueva esposa, Marina y Koldo con su hija Amaiur, y nosotros. Amaiur tenía once años, tres menos que yo. Yo sabía que en el colegio hacía que la llamaran Amaia. Era disléxica, había suspendido seis y pasaba las tardes haciendo como que estudiaba bajo la mirada preocupada de su madre. Le echaban broncas larguísimas en euskera, y la gente de los bungalós cercanos miraba con curiosidad. Yo pasaba casi todo el tiempo sola, dando vueltas cerca de la playa sin bañarme, porque para hacerlo tenía que quitarme las gafas y temía resbalarme en las piedras. Para bañarme, debía elegir entre dos opciones: una, quitarme las gafas y que mi madre me acompañara dándome la mano hasta la orilla; o dos, ir hasta la orilla con mi madre y con las gafas puestas y, una vez metida en el agua, quitármelas y dárselas a mi madre.

Comíamos a todas horas una ensaladilla de pollo y piña que Marina y mi madre habían aprendido a hacer ese verano. Yo la odiaba. Amaiur pasó el verano entero enfundada en un bañador rojo, sentada con sus piernas largas y morenas en desorden, garabateando en sus cuadernos de apoyo y comiéndose mi ensaladilla. Se quejaba de calor, le rogaba a su madre que la dejara ponerse bikini, pero ella le respondía que era demasiado pequeña. A mí me dejaban usar bikini, pero no quería porque me sentía enorme. Ocultaba mi cuerpo bajo una camiseta muy larga que me había comprado el verano anterior en el parque Astérix. Era blanca, con un dibujo inmenso que mostraba a un Obélix sonriente con un menhir cargado a la espalda.

En mitad de la noche, detrás de los bungalós, rugió el motor de un coche.

Por la mañana, al despertarme, Henri hacía gimnasia de espaldas a mí, en el porche de los Garmendia. Hacía algo más de un año que no lo veíamos porque había pasado una temporada en Bayona, con su madre. Estaba moreno, más fibroso que antes, y también había perdido algo de pelo, pero en conjunto me pareció más joven, como si fuese un niño recién llegado de un campamento: más alto, más guapo, más fuerte. Cansado pero contento. Amaiur, que ya peleaba con sus matemáticas en la mesa de la cocina del bungaló de sus padres, se asomó a la ventana.

—Hola.

No se dijeron kaixo, se dijeron hola. Aquella mañana Amaiur y Henri mantuvieron una conversación completa en castellano, como dos adultos fuera de nuestro pequeño mundo falso. No recuerdo de qué hablaron. Estupideces, algo acerca de los exámenes de Amaiur. Henri reía con complicidad. Él, en su internado de Deusto, también había sido un mal estudiante.

Solo al final, antes de que yo saludase, haciendo patente mi presencia, Henri le dijo una frase en euskera.

—Zenbat handitu zara.

Que significa: «cuánto has crecido».

Aquellos días comimos todos juntos en el restaurante de pescadores cercano a la playa. Se acabó la ensaladilla de pollo y piña. Henri invitaba. Bebía poco, solo una cerveza durante la comida y a veces algún licor con el café. Había iniciado un nuevo negocio, algo de venta de productos franceses en España, y volvía a vivir a la isla después del verano. Tenía una nueva energía, aún más sarcástica que antes, y todos reían sus bromas irreverentes, escandalizados y encantados.

Por las tardes salíamos todos de excursión por los alrededores, pero siempre a los mismos sitios. Íbamos al pueblo cercano, siempre al mismo bar, y nos parábamos a mirar los patos del lago artificial que había en el minigolf. Un pato enfermo, de un color más desvaído que los demás, lanzaba unos graznidos doloridos que nos hacían mucha gracia. Amaiur nunca venía. Sus padres se turnaban para quedarse con ella y ocuparse de que hiciera los deberes. Una noche, Henri le habló a Amaiur del pato enfermo del minigolf. Imitó su graznido de dolor. Amaiur reía.

Henri salió del agua corriendo, como siempre, e hizo los ejercicios de aquella gimnasia nueva a la que se había aficionado. En la orilla, sin gafas, lo veía como una mancha borrosa. Me pareció que me miraba y le sonreí, pero no supe si había respondido a mi sonrisa. Cogió la toalla de mi padre y desapareció entre los árboles en dirección a los bungalós. Imaginé que iba a esconderla y me reí por dentro.

Volví de la playa la primera. Amaiur no estaba. Sus cuadernos de deberes estaban tirados descuidadamente sobre la mesita del porche. Algunas hojas habían volado fuera. Una me pasó frente a los ojos. «Máximo común denominador», leí. Debajo había una división mal hecha, abandonada a medias. Cogí el lápiz y la repetí, al lado, bien hecha, con mis números rectos y pulcros. Oí a Koldo y Marina discutiendo en su bungaló. Ella llevaba las llaves del coche en la mano y las agitaba mientras le gritaba a su marido.

—No sé si te das cuenta de la situación —le decía—.No te das cuenta, no te das cuenta. No la conoces, no tienes ni idea de cómo es. Es un desastre. Si la dejas hacer, ella hará lo que quiera.

Hablaba de Amaiur como si fuese una hembra loca y fatal. Koldo la miraba aturdido, sin entender muy bien lo que decía su mujer, pero intentando que no se precipitase fuera del bungaló.

Finalmente los vi sentarse a cada uno en una silla, fumando sin hablar, mientras la tarde caía y los demás iban regresando. Todos manteníamos un silencio cortés, respetando el conflicto familiar, haciendo que nos ocupábamos de nuestras cosas. El coche de Henri aparcó lentamente en la parcela vacía de al lado. Mi madre me hizo entrar. Los Garmendia, que preparaban la cena en su cocina, cerraron las ventanas. Me encerré en el baño y miré desde allí. Henri bajó del coche con decisión y empezó a formular una disculpa con su sonrisa socarrona incluso antes de que Marina se le echase encima. Koldo sacó a su Amaiur del coche. Marina empezó una de sus broncas larguísimas en euskera. Le ordenó que entrase inmediatamente. Algunas de las personas de los bungalós de enfrente se asomaron. Un hombre se paró en el camino, observando sin disimulo, con la boca abierta, a aquella mujer gritando en una jerga extraña. Justo antes de entrar, Amaiur se zafó del brazo de su padre y salió corriendo hacia el camino. Vi que bajo el vestido llevaba un bikini de triángulo de color verde. Ese bikini lo había visto yo en el escaparate de una tienda del minigolf. Marina miró a su hija en la distancia, enfurecida. Maldijo en voz baja en español. Después dijo:

—Etorri ona.

Que significa «ven aquí».

Antes de que su padre la alcanzase, Amaiur se giró y, asegurándose de que toda la gente de alrededor la oyera, gritó:

—Gora ETA!

Hubo un gran silencio. Los que se habían parado a espiar en el camino echaron a andar, girando la cabeza cuando ya estaban lejos. Las dos señoras del porche de enfrente entraron en casa rápidamente. Antes de entrar en el bungaló, entre sollozos, Amaiur murmuró algo acerca de que solo quería ver el pato del minigolf. Al día siguiente, el coche de Henri no estaba en la parcela. Durante la comida, Amaiur estuvo insoportable. Cuando su madre la mandó entrar, se levantó y le dijo en castellano que no iba a estudiar, que iba a ser camarera. Su padre la metió a empujones en la casa y más tarde oímos a Koldo y Marina discutir.

Salieron hacia la ciudad al día siguiente.

En esos días borrosos de verano interrumpido, había a veces en casa un silencio en el que yo pensaba que flotaba una pregunta. Pero miraba a mi padre a la cara, a veces directamente a los ojos, y no veía ningún interrogante. Estaba triste, apaleado por haberse equivocado con su amigo, pero no había duda.

¿Te quiso llevar Henri a algún sitio?

¿Estás bien?

¿Estás segura de que estás bien?

Esas eran las preguntas que yo esperaba. Nadie me las hizo. Mis gafas y mi camiseta de Obélix eran un escudo protector contra todos los males que suceden a las niñas.

Ese curso entré en casa de Henri todas las tardes. Ya no quedaba nada que limpiar y él ya no estaba, pero me gustaba tumbarme en su cama y observar los detalles de mi paso por allí, el resultado de mis esfuerzos. Ahora no hacía nada. Iba del instituto a casa, salía con amigos, fumaba porros y hacía pellas, pero sacaba buenas notas. A veces, en alguna fiesta, me daba cuenta de que de pronto todos empezaban a decir mucho una palabra que a mí me resultaba extraña. Siempre me adaptaba un poco tarde, justo antes de que la nueva palabra se dejase de decir. Pensé que quizás me faltaban ciertos datos por asimilar. Mientras las demás niñas se sumergían completamente en su pequeña vida social, yo había estado limpiando la casa de un borracho.

En Navidad me regalaron mis primeras lentillas y vimos un documental en el que contaban algo que ya me había alterado y me había hecho sufrir años antes: la NASA había enviado al espacio una sonda con imágenes de la Tierra. Vi de nuevo aquellas imágenes de Nadia Comăneci girando en las barras en las olimpiadas de Montreal. Imaginé de nuevo a un extraterrestre mirándola y amándola. Me fui a mi cuarto y di mi primer portazo de adolescente, aunque nadie me había reñido ni prohibido nada. Me tumbé en la cama, sin llorar. Casi nunca lloraba, aunque a veces tenía ganas. Me puse de pie en la cama y cogí la cajita de corazón del último estante. La abrí. La melodía folclórica sonaba como siempre. Llegó el momento agudo, en el que sentía que mi pecho se zarandeaba de emoción. Pensé: «¿Por qué han enviado imágenes de Nadia Comăneci al espacio y no unas mías limpiando las juntas de los azulejos?».

En primavera, después de ver la escena de sexo de Reality Bites, decidí enamorarme de Aitor, el hijo pequeño de los Garmendia.

Lo veía de vez en cuando en las reuniones de nuestros padres, que ahora eran cada vez más infrecuentes. Aitor era cinco años mayor que yo, tranquilo, un poco tímido, pero yo sentía que compartíamos algo, un pequeño secreto, un pasado de reliquias vascas absurdas. Sorprendentemente, Aitor respondió a mi señal. En los últimos meses, mi cuerpo se había estirado, y era casi de su altura. Me llevó a un par de fiestas de compañeros suyos de facultad. Los futuros ingenieros de telecomunicaciones se emborrachaban mientras nosotros, en un sofá, rellenábamos nuestros silencios con comentarios irónicos sobre la educación de falsos vascos que nos habían dado nuestros padres. Un día imité a su madre reprendiéndole en euskera, tal y como la recordaba en todos los veranos de mi vida. Nos reímos y brindamos torpemente con nuestros minis de whisky cola. Al llegar a la puerta de mi casa, me besó. Fue un beso asustado, lleno de dientes. Aitor se separó enseguida y se despidió educadamente.

La primera noche completamente sola de mi vida la pasé en la casa vacía de Henri. Aitor dijo que iba a venir, no sé bien a qué. Yo estaba preparadísima, con el cuerpo palpitante y lleno de miedo, para cualquier cosa que pudiese pasar. Sentí que iba a morir y a renacer como una mujer fuerte y dura. A las dos de la mañana, después de horas palpitando y esperando, me quité la ropa y me metí entre las sábanas con olor a guardado del cuarto de Henri. Dormir desnuda era nuevo. Pensé que el tiempo que faltaba para que alguien follase conmigo era la vela funeraria de mi casa, aquella cera larga y sucia enrollada alrededor de una madera oscura. Follar, igual que la vela, era algo que pertenecía a otro país, a una época inventada, a un sueño absurdo basado en la nada. Pensaba que las demás chicas tendrían velas de cumpleaños rosas, azules, amarillas, que se consumían con facilidad. Yo tenía aquel gusano largo de cera amarilla que ni siquiera prendía bien.

Los nervios que había pasado por la espera empezaron a traducirse en un ligero temblor. Los dientes entrechocaban unos contra otros, las piernas se tensaban. Se me subió un gemelo. Me destapé.

La luz de las farolas que entraba por la ventana no era igual que la que entraba por la ventana de mi habitación, a pesar de que eran las mismas farolas y la misma calle. Este tenue resplandor naranja no podía pasar de largo sobre mí, como hacía con los muebles de la habitación. Ahora se encontraba con mi piel desnuda, y mostraba los claros y las sombras de mis brazos largos, de mi tripa y mis tetas. Cada coche que pasaba no era, como en mi casa, la molestia recurrente que poco a poco iba convirtiéndose en una especie de nana de luces que me mecía. Ahora cada coche que recorría la calle era una ráfaga de luz que tropezaba con mi cuerpo y que para pasar de largo tenía que acariciarlo. La luz naranja me tocaba, empezando por los pies, y en un segundo ya había hecho su camino y desaparecía por el techo, pero en la mitad del recorrido, durante unas milésimas de segundo, iluminaba mi cuerpo entero, y la sensación entre mis piernas me pareció algo desconocido y sorprendente, como un mechero que nunca enciende y que de pronto responde a un toque distraído, mostrando una llama majestuosa. Cada fogonazo me llevaba más lejos de allí. Mis padres, Aitor, el instituto y las palabras que se ponían de moda y yo no entendía se iban difuminando. La sensación crecía, y también se evaporaron todas aquellas tardes de mugre y limpiacristales, de frotar las baldosas del piso de Henri. La nueva sensación, como el Ónix Blume que usaba mi padre para frotar el escudo del apellido, borraba la herrumbre de los años pasados. La luz fija de un coche aparcado en la calle iluminó la habitación. Me giré en la cama y limpié mi nuevo cuerpo contra el colchón con una desesperación absolutamente desconocida. Solo una vez había visto tanta determinación en mí misma, y había sido limpiando aquella casa. La fuerza me inundó como una ola o un vómito que se acerca poco a poco y solté un grito desconocido. En el último sollozo, mientras recuperaba la consciencia de mí misma, abrí los ojos. En el vano de la puerta había una sombra oscura y encorvada. Me incorporé asustada y, a medida que mis ojos se hacían a la oscuridad, pude ir viendo la piel curtida y los surcos de las mejillas de Henri. Un niño hombre agotado, de vuelta de un campamento en el que no lo ha pasado nada bien. Hacía dos años de la última vez que lo había visto, aquella noche en el camping. Estaba gris y destrozado. Tenía la camisa rota y una herida amoratada en la sien. Cualquier otra persona habría tardado algunos segundos de más en reconocerlo. Yo supe que era él inmediatamente. Lo había visto cientos de veces casi muerto, con los rasgos abandonados y los faldones de la camisa manchados de pota. La diferencia era que ahora, despierto, tenía la misma expresión de asco que antes solo aparecía cuando estaba dormido. Me dio vergüenza y miedo. Cogí un pico de la sábana y me tapé. Henri no se movía. Me levanté y avancé hacia él muy despacio. Al llegar a su altura, le vi los ojos enrojecidos. Apestaba a alcohol y miraba a un punto indeterminado del suelo. Ni me había visto ni me estaba viendo. Solté la mano, dejé caer el pico de sábana que me cubría. Le tomé la cara y la giré hacia mí. Soltó un pequeño gemido de dolor. Las luces de la calle resaltaban las sombras de los surcos de su cara, y realmente parecía que aquellas dos rajas negras eran vacíos por los que su rostro iba desapareciendo. Lo cogí con fuerza de los lados de la cara y estiré. Quería ver qué había dentro de las grietas. Su piel no se estiró. Los surcos no escondían nada, eran solo dos arrugas dibujadas en profundidad. Henri gemía de dolor, se quejaba, pero no tenía fuerzas para apartarse. Le solté la cara. Apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a llorar. Su cuerpo, desmayado sobre mí, se convulsionaba. Tenía un llanto infantil y se agarraba a mi espalda babeando de desesperación. Noté un hilo de su saliva cayendo de su boca y golpeando mi espalda, avanzando, deslizándose por la raja de mi culo. A medida que él me apretaba más y más fuerte, la noche, las luces, el placer de sentir mi propio cuerpo alejándose de todo, iban desapareciendo. Aquel primer grito desconocido que había salido de mi boca se fue convirtiendo en algo ridículo y ajeno a mí, como el graznido del pato enfermo en aquel lago artificial del minigolf.

Las niñas prodigio

Подняться наверх