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Parto

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Todo empieza cuando me invitan a ver un parto. Una mujer a la que casi no conozco me deja que la vea echar al mundo a su segunda hija. Todos deberíamos ver partos, pienso. Quiero escribir un artículo sobre el tema. Quiero derribar esos falsos mitos del nacimiento aséptico, con una madre preciosa cogiendo a un bebé redondo y perfecto en brazos. Tengo treinta y un años. No he parido nunca y no sé si lo voy a hacer, pero aun así quiero verlo. He nacido en el sistema capitalista. Quiero tenerlo todo, verlo todo, vivirlo todo. No puedo perderme nada.

La mujer que está a punto de parir vive en un pueblo cercano al valle. Hace dos meses que me he mudado al campo. Ocupo un cortijo ruinoso y centenario en el sur de España. Es una casa aislada sin baño ni agua corriente, a la que solo se puede llegar caminando por senderos intrincados que corren en paralelo a una acequia construida por los árabes. Los días se me van en paseos por el bosque, baños en la alberca, conversaciones esporádicas con los habitantes del valle y gruñidos de jabalí al anochecer. Hay mucha belleza, aunque la soledad oprime a ratos. La vida entera me parece un gran propósito de Año Nuevo: hay una ilusión y una confianza plenas, pero al mismo tiempo, día tras día, la falta de voluntad y el acostumbrado caos mental me impiden hacer nada productivo. He vuelto al campo porque pasé largos periodos en el campo cuando era pequeña. Me veía con seis años y un pijama sucio de tierra, hablando sola, vistiendo con ropa de muñeca a los gatos salvajes, en un estado de introspección pacífica que quería volver a vivir. Tengo la esperanza de que una vuelta a lo primigenio me salve, me haga volver a mí.

Cuando ya llevo un mes, me doy cuenta de que la neurosis va por dentro. Da igual el campo, dan igual los pájaros. No importa que estés en una playa paradisíaca: si eres un neurótico, te angustiará la idea de no estar sacándole el suficiente jugo al paraíso, y eso empañará tu paraíso.

Escribo en Facebook: «Si le gustó el capítulo en el que apagué el cigarro en un minijardín zen de Natura Selection pensando que era un cenicero, le encantará el episodio de hoy, en el que machaco ajos en un cuenco tibetano pensando que es un mortero».

Leo en los comentarios varios «Ja ja ja». Pero qué jajajá, ni qué jajajá. La broma hace referencia a una brecha interna, real.

Muy pronto cada nuevo estímulo que me aleja del propósito último que me ha traído al campo —centrarme y escribir— se convierte en una golosina irresistible. Me doy cuenta de que le estoy exigiendo algo a este parto que voy a presenciar, como una señora le exige al spa que la relaje, sin ningún esfuerzo por su parte. «Toma mi cuerpo y prodúcele sensaciones que sanen mi mente», le dice la señora al spa. Yo le digo al parto que voy a presenciar: «Prodúceme una sensación infinita y vibrante de vivencia extrema. Dame una catarsis que me permita estar más en paz».

El día en el que recibo el mensaje —«Sanne está empezando con las contracciones. Te esperamos. Besos»—me cambio de ropa tres veces antes de partir. Mientras me quito y me pongo camisetas distintas en mi casa sin espejos, me siento una absoluta estúpida, pero al mismo tiempo no puedo acallar la euforia quinceañera de estar preparándome para una fiesta que me va a cambiar la vida. Subo la escarpada ladera que lleva hasta la carretera. Cuando llego arriba, me corren gotas de sudor por los laterales del cuerpo. Hay una mancha de humedad en medio de la camiseta e intento adivinar en su forma alguna señal, un vaticinio de lo que voy a ver. Cuando empezó a venirme la regla intentaba adivinar alguna forma significativa en la mancha de sangre de la compresa, como quien lee los posos del café. Esta mancha de sudor no me dice nada, solo se enfría y me hace temblar. Llevo una camisa de repuesto en la mochila, pero no puedo cambiarme ahí, en el arcén, a la vista de los coches que pasan y los grupos de excursionistas que bajan del pueblo budista que hay más arriba. Por primera vez en estos meses, veo que la puerta de la ermita que hay junto a la carretera está abierta. La ermita del Padre Eterno es una construcción mínima y humilde que no atrae a ningún turista, a pesar de mi insistencia en presentarla a cualquier visitante que me encuentro como algo único. Es una de las tres únicas figuras católicas que hay en el mundo que representan al propio Dios. La ermita es una casita blanca con sillas desparejadas y una mesa de conglomerado de madera que hace de altar. Sobre ella reposa el mismo Dios, con su triángulo polifemo en medio de la frente y una balanza en la mano. Me quito la camiseta de espaldas a la figura. Abro la mochila. De pronto, con mis ansias por vivir momentos espiritualmente potentes, dejo caer la camiseta al suelo y me acerco a la figura por el pasillo central. Permanezco un rato así, quieta, con las tetas al aire, mirando al ojo dentro del triángulo. Me viene a la cabeza la frase: «La vida es un regalo». Tengo la cabeza disparada, deseosa de que cada momento sea solemne y determinante, y por eso produce estas frases de señora recién salida del mar, que se toma una caña en el paseo marítimo, cierra los ojos y suspira de gusto.

Hago autostop para llegar a la casa. El señor de pueblo que me recoge me pregunta a dónde voy. Le digo que a un parto. Me pregunta si al parto de una vaca. Le digo que no. Pasamos el resto del viaje en silencio.

La casa de Sanne es un cortijo rehabilitado, rodeado de árboles y animales que toman el sol. Hay dos perros, uno viejo y mojado, otro joven y seco. El viejo me ladra tumbado, como si defender su territorio le produjese una inmensa pereza. Sanne está a cuatro patas en mitad del salón, contoneándose como un animal por el dolor de una contracción. Cuando el dolor remite, me saluda sonriente.

Pasan las horas. Comemos juntos. Yo casi no me atrevo a hablar. Cuando me invitaron a ver el parto, los padres acordaron conmigo que me mantendría en un segundo plano. No sé hasta dónde llega esa cláusula. ¿Puedo participar en la conversación? ¿Puedo hacer preguntas? Sudo mucho, con mal olor, como siempre que estoy muy nerviosa.

Después de comer, las contracciones empiezan a ser más violentas, los gritos más profundos y guturales, como lanzados por una vaca desde una galaxia lejana. Al cabo de doce horas de contracciones, todos los presentes —la madre, el padre, la hija de cinco años de ambos, la comadrona y yo— estamos absolutamente agotados. Mentiría si dijese que no hay un ambiente de miedo y tensión. Supongo que el bebé, con la cabeza comprimida por los huesos de la pelvis de su madre, también está cansado. Quizá sufre. La madre duerme a intervalos cortos. A ratos siento miedo, a ratos me aburro y divago. Escribo mensajes a mis amigos: «Esto es muy fuerte. Estoy flipando. Ya te contaré» o «Caca, sangre y mugidos de vaca. Pero increíble». En un momento dado, la comadrona me pide que le lleve un vaso de agua. Con piernas temblorosas, lleno un vaso y me acerco a ellos. Mientras lo hago, veo la escena como un belén viviente de extremo realismo. El salón está en penumbra y solo una luz tenue envuelve las figuras. La madre, sudorosa y al borde del delirio, está en cuclillas, agarrada a una silla. Nos insulta y maldice en su lengua materna, creo que neerlandés. La comadrona y el padre permanecen cada uno a un lado, apoyándola. Si me alejo un poco, sus figuras se unen en una mancha borrosa y sugieren un monstruo desnudo y sudoroso. La silla a la que se agarra la parturienta se escora hacia delante y la comadrona me indica que la sujete. Desde allí arriba veo cómo el bebé se desliza fuera del cuerpo de su madre. Tiene la espalda llena de una capa de grasa blanca y los ojos completamente negros, como un pequeño alien. Al principio, su cuerpo es de color morado, está como desmadejado. Lo apoyan sobre su madre, que se ríe llorando y le habla en su lengua natal. El bebé no da ningún signo de vida. Hay unas milésimas de segundo en las que pienso que está muerto. Pienso que ellos ya lo sabían, que hay madres que deciden dar a luz a los bebés que se les mueren dentro, en lugar de ir a un hospital a que se los saquen. Leí hace poco sobre eso. Lo hacen como ritual de aceptación, por darles un nacimiento digno, aunque sus hijos no estén vivos ya. Y siento que quizás he tomado parte en un acto en el que no quería tomar parte. Todo eso me da tiempo a pensar antes de que el bebé tome una bocanada de aire y empiece a llorar.

Una hora después, la madre ya está en otra habitación, con su hija mayor y su hija recién nacida, las tres juntas en la misma cama, en un duermevela feliz. Cualquier director de cine habría cortado todas estas escenas que están teniendo lugar ahora, pienso. Nunca se cuentan. ¿Qué se hace ahora? Es un limbo absurdo en el que no sé cómo comportarme ni qué sentir. Me dan una manta para que duerma en el sofá. Justo entonces me inunda una emoción extraña y empiezo a llorar desconsoladamente. Lloro y me río al mismo tiempo en brazos de la comadrona. Avergonzada, me deshago de su abrazo y voy a la cocina, llena de platos y cacharros sucios. Abro el portátil y escribo todo lo que acabo de ver. Me doy cuenta de que es como intentar transmitir una noche de drogas: no sé qué va antes y qué va después. Consigo terminarlo atropelladamente y lo envío a la revista. Mi jefe responde:

—Canelita fina.

A los tres días vuelvo a hacer autostop desde la ermita hasta casa de Sanne. La señora que me recoge me pregunta si voy a la fiesta de la recogida de la aceituna. Yo miento y digo «sí». Siempre me cuesta no decir lo que no tengo que decir, pero esta vez me callo la boca. Esta señora, con sus años deslomándose en la porqueriza y su carnet de conducir tardío, habrá tocado placentas de vacas y yeguas, las habrá tenido entre sus manos rojas y resecas. Pero yo no me atrevo a decirle que voy a comerme una.

Sanne, con su niña colgada de la teta, levanta la copa y pronuncia unas palabras preciosas que a mí me dan mucha vergüenza. Me dan vergüenza porque soy una persona que apaga cigarros en los jardines zen, que busca la espiritualidad y al mismo tiempo tropieza con ella y la pisotea sin querer. Habla de la nueva vida que comienza y de lo mucho que significa para ella compartir con nosotros la placenta que alimentó a su criatura todo este tiempo. Su marido retira la cazuela del fuego. Brindamos. Creo que solo yo he visto un gesto que ha hecho la bebé dormida, una sonrisa adulta en su cara, y eso me hace sentir feliz de estar a punto de comerme una víscera humana. Un invitado exclama:

—Gracias al Gran Espíritu.

Antes de llegar me he bebido tres latas de cerveza para darme valor y estoy un poco demasiado borracha como para diferenciar si eso que ha dicho es una broma o no. Así que me río muy alto.

Comer placenta es como comer pulpo duro o una tapa de oreja. El sabor no está mal, la textura es insoportable. Me trago los trozos casi enteros. Hay una ligera tensión en el ambiente, y entiendo que esto que se respira sí que nos une y no lo del brindis. Quizás nadie está sintiendo asco. Algunos estamos incluso emocionados. Pero todos sentimos, en mayor o menor medida, miedo de tener asco. Toda la comida se desarrolla entre pequeños infiernos intermitentes en los que intento alejar de mi mente la imagen de la bolsa entretejida de venas saliendo de golpe de la vagina, tres días antes.

De regreso a casa decido que me ha gustado comer placenta. Los padres han confiado en mí, me han invitado al parto, me han dejado que lo cuente en un artículo. Y, a pesar de que en el mismo nombro unas seis veces la palabra «caca», han decidido compartir este momento tan especial conmigo.

Antes de dormir, escribo en Facebook lo que acabo de vivir. Inmediatamente, el relato desata la furia de un buen número de desconocidos, también de algunos conocidos. En los días siguientes empiezo a recibir correos anónimos llenos de amenazas e insultos, largas parrafadas que me explican por qué lo que he hecho ha sido una guarrada y un acto despreciable, cercano al canibalismo. También condenan el parto en casa que he presenciado, diciendo que es una irresponsabilidad. En un momento dado, también empiezo a recibir llamadas. Las integrantes de un grupo cristiano intentan hacerme abrazar la fe y abandonar lo que según ellas es una vida de pecado. Una desconocida me dirige amenazas y me lanza maldiciones. En su última llamada me impreca de este modo:

—Ojalá tengas un niño en casa, se te muera y después alguien se lo coma.

Hasta entonces, la última temporada de mi vida había estado llena de días iguales entre sí. La cabeza del bebé saliendo del coño tensado al límite, la sangre y los gritos, rasgan el tedio con la fuerza brutal con la que irrumpen siempre en mi vida los objetos preciosos. Aun así, me doy cuenta de que nada tiene la potencia transformadora de convertirme en otra persona. Nunca, viva lo que viva, aprenderé a vivir en calma. Al menos, me concedo, encuentro estos estallidos de belleza en el camino. Pero los ataques por Internet y las llamadas de desconocidos amenazan con empañar este último estallido. Como no quiero que esto suceda, me borro de las redes sociales, dejo de responder a los correos amenazadores y a los números de teléfono desconocidos. Me quedo aún más sola, en esta casa vieja que por las noches hace ruidos que me desorientan. Míriam, que vive al final del valle, al borde del barranco, me ha dicho que si oigo un ruido que no tengo ni puta idea de lo que es, será una zorra en celo. Me acuesto y escucho atenta: eso es la puerta que chirría un poco, después las piedras del techo mecidas por el viento, más tarde uno o dos jabalíes que hozan en el terreno de al lado, al rato una pelea de gatos, después la mezcla de varias de las anteriores. De pronto escucho algo que gime, como un lamento. ¿Es la zorra? El gemido se repite y yo intento dejar aparte el miedo y desentrañar de dónde proviene. A veces me duermo sin querer, abandonando la alerta, y abro los ojos pensando que el ruido soy yo misma. Un día despierto tapándome la boca, haciéndome callar para dejarme dormir tranquila.

El domingo 25 de octubre, por la mañana, mientras intento encender la chimenea sin éxito, escucho dos toques en la puerta. Es un cortijo muy viejo, gastado y precario, y muy bello al mismo tiempo. A veces, con las corrientes de aire, las ventanas se abren y se cierran solas. Las maderas chirrían, o suenan los golpes de los gatos peleando sobre el tejado. Pero vuelvo a oírlos y sí: son dos toques, de nuevo. Abro y veo a dos agentes de policía. Al principio no entiendo lo que me dicen, después sí. Y da comienzo la pesadilla. Miran sin disimulo todas mis cosas esparcidas por la casa y el terreno de la entrada, miran mi camisón, mis bragas tiradas por el suelo y mis botes llenos de pis (el baño está lejos de la casa; por la noche, o cuando estoy trabajando, meo en botes que después vacío en mis árboles preferidos). Repiten lo que han dicho. Han recibido una denuncia a mi nombre. Alguien me acusa de ser responsable de un ritual que ha tenido lugar aquí, en mi casa. En ese rito, según el denunciante, nos hemos comido a un niño recién nacido.

Ellos mismos parecen un poco avergonzados. En un estado de confusión absoluta, les hago pasar y los invito a un café. Me lo rechazan, como si fuera a envenenarlos. Pero están exhaustos, y, en un momento, uno de ellos, con un pequeño gesto de rendición, me pide por favor un vaso de agua. Se pasean por mi casa observando cada detalle. Miran mis cacharros de cocina sucios. Sobre la cama hay una máscara de oso. La observan sin disimulo. Supongo que están pensando que una chalada que mea en botes y se pone máscaras de oso también es capaz de comerse a un bebé. A los pocos minutos, inclinados sobre el ordenador con los hombros juntitos, como si estuviésemos haciendo un trabajo de clase, los policías y yo observamos en Google Imágenes qué y cómo es una placenta. Escuchan mi historia. Espío sus rostros de reojo. Imagino que no tendrán la desfachatez de poner carita de asco. Ellos han venido a decirme que mi boca está sucia de bebé. ¿Qué parte se imaginan que me habré comido?

En la casa que he alquilado han vivido otras personas antes que yo. Una familia de campesinos perdió a un hijo de siete años en la década de los cuarenta. Se llamaba Ángel. Murió quemado en la parte baja de la casa. En los ochenta, una pareja de jipis se trasladó al cortijo y lo rehabilitó. Tuvieron dos niños y una niña. La niña, Luz, se fue cuando tenía tres años. Empezó a respirar mal, hasta que dejó de hacerlo. La familia subió el valle caminando, con su cuerpo en brazos. La autopsia no reveló nada. Sobre el armario, junto a mi cama, hay una caja llena de fotos. Algunas noches miro el rostro de Luz, morena y guapa, montando en triciclo con un vestido azul oscuro. Es seria, con un punto de fiereza. También cuando sonríe.

En esos días, dos amigos me anuncian su visita. El abogado me ha dicho que no le cuente nada a nadie, ni por teléfono ni por mail, así que en ese momento yo soy la única que sabe el lío en el que ando metida. La inminente presencia de mis amigos me llena de impaciencia. Siento que quiero abrir la boca y no parar hasta que haya soltado todo el horror. Los espero en la calle principal del pueblo más cercano. Uno de mis amigos, al llegar y abrazarme, me dice sorprendido:

—Hueles fuerte, hueles... a campo.

Titubea antes de decir «a campo». Sé que no es a eso a lo que huelo. Huelo a animal sudoroso, con todas las glándulas funcionando. Tengo el aspersor de la adrenalina soltando litros en cada pulsación. Estoy escondida entre la maleza huyendo del depredador.

En esos días, tras la denuncia, sueño lo siguiente: tomo un trozo de carne de un plato y lo pruebo, pero me parece que está poco hecho. Al intentar devolverlo a la sartén me doy cuenta de que no es un filete lo que estoy comiendo, sino un cuerpo de niña. Asustada, lo tomo en brazos. Lo inclino hacia atrás, apoyando el peso de su cabeza en mi mano abierta, y le miro el rostro. Soy yo misma con unos cinco años. Despierto con el brazo dormido y la huella leve de su nuca y su pelo —mi propia nuca, mi propio pelo— en la palma de la mano.

La denuncia se desestima por falta de pruebas. Mis amigos se van. Pero mi mente no se calma. Los temores nocturnos se multiplican después de la denuncia. La pesadilla se repite con pequeñas variaciones. Durante el día, las sombras en mi cabeza desaparecen, todo es sol y todo son potros pastando. Por la noche soy incapaz de apagar la luz y dormir más de dos horas seguidas. Me despierto sobresaltada ante el más mínimo ruido.

Me viene a la cabeza un libro sobre el mundo de las hadas que tuve de pequeña. En él se contaba que el reino de las hadas cobraba periódicamente un diezmo al país de los humanos, cambiando una de sus criaturas élficas por un bebé humano con el fin de fortalecer la raza endogámica de los seres del bosque. Entiendo que algo así es lo que sucede con mi casa. Se puede ser feliz en ella, pero hay que pagar un precio muy alto. Quizás mi diezmo sea entregar a esa niña sufriente que fui y que aún sigue agarrada a mí con uñas y dientes. De alguna manera, es precisamente lo que he deseado desde que he llegado aquí: soltar el lastre del pasado, subir la colina siendo otra. Perder el miedo a los fantasmas. Volver a la ciudad.

Una noche salgo de la despensa, que está en la parte baja de la casa y da a la cuesta de tierra que lleva al bosquecillo. Llevo varias cosas en las manos. Un tomate cae al suelo y rueda lentamente por la pendiente, casi deteniéndose en las pequeñas llanuras del terreno, pero continuando enseguida su caída. Se interna en la zona de sombra y desaparece en el bosque. Esa imagen me llena de terror. Entro en casa a toda prisa. Me veo, como en el sueño, hincando mis dedos en la carne tierna de la niña que fui, desmenuzándola poquito a poco.

Me levanto y me sitúo en mitad del salón.

—¿Qué quieres?

Las niñas prodigio

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