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Las niñas prodigio

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En mi imaginación, la cara del alienígena iba cambiando con los años. Al principio no tenía ojos propiamente dichos, solo dos agujeros minúsculos en un rostro arcilloso y verde, como de plastilina. Su planeta también era así: una esfera blanda en cuya superficie quedaban impresos los pasos del alienígena en su camino hacia la sonda. Al llegar a ella se arrodillaba, las antenas inclinadas hacia el extraño artefacto de metal. Avanzados los noventa, con la llegada de los pósteres y los llaveros de monigotes grises con grandes ojos oblicuos, mi fantasía agrandó los agujeros iniciales hasta transformarlos en dos espejos negros que se rasgaban hacia las sienes. El color del rostro se apaga, el cuerpo se espiga, las antenas se encogen hasta desaparecer. Pero el cuadro es el mismo y lo repaso mentalmente casi cada noche durante seis años. Las rodillas se hincan en el suelo mineral de su extraño planeta, los largos dedos rozan el metal frío, la sonda se abre con cuidado, emitiendo un destello. Lo que hay en su interior es ese destilado de la esencia terrestre que la NASA envió al espacio exterior. El objetivo es ofrecer a una posible presencia alienígena una imagen global del planeta Tierra y de las conquistas del género humano.

Saltan ante los ojos del extraterrestre unas imágenes en blanco y negro. Un ser humano de sexo femenino, metro y medio de estatura y cuarenta kilos de peso, mira al frente con gesto severo. Su expresión es la de un águila a punto de desmantelar un pícnic familiar atrapando al hijo pequeño para llevárselo en volandas.

El extraterrestre no sabe lo que es un pícnic y no tiene ni idea de que está viendo a Nadia Comăneci. Solo percibe un estremecimiento interno, algo que le hiela la sangre, cuando el ser del video avanza a grandes zancadas y salta para colgarse de unas barras blancas. La parte superior de su cuerpo está enfundada en una malla blanca, el pelo recogido en una coleta tensa con un lazo de lana. Pero todo esto se difumina cuando empieza a girar. En esos saltos de una a otra barra está contenido todo el ego del planeta Tierra. Admiraos, extraterrestres, el ser humano es así y es capaz de hacer esto. Ni los llaveros ni las imágenes de las pegatinas que brillaban en la oscuridad me mostraban cómo era el alma de un extraterrestre. Pero yo estaba segura de que era imposible no sentir ante Nadia. Si el extraterrestre tuviera un marcador olímpico también marcaría un diez. Pero como no sabe lo que es un diez, ni lo que es un marcador olímpico, sigue hipnotizado, los ojos fijos en las imágenes, abriendo y cerrando la sonda para reproducir la magia una y otra vez.

La Tierra. Unas islas en medio del Atlántico. Es de noche. Aterrizamos en un gran patio de comunidad. Vemos una piscina cubierta por una tela plástica. A los lados, setos mal cortados y algunos árboles dispersos. Junto a uno de ellos se vislumbra una figura borrosa. Soy yo, con nueve años. El maillot blanco, las medias color carne, la coleta tirante. Miro al cielo y espero, como hice unas cuantas noches durante aquel año, a que vengan a buscarme. Pienso que habrán visto el video y bajarán a por Nadia.

—Tres tacos de cerdo, cuatro patatas rancheras y dos refrescos grandes. ¿Qué salsa desea?

Nadia Comăneci duda, con el brazo moreno apoyado en la ventanilla de su coche, mientras el encargado de la ventana de pedidos del Taco Bell espera dando toquecitos nerviosos con el bolígrafo en el borde de la ventana. En el asiento de atrás, atado a su sillita, un niño de tres años duerme mientras su madre se decide por dos botes de salsa ranchera y uno de chili.

—Su pedido, señora Comăneci.

Aunque puede que haya adoptado el apellido de su marido y ni siquiera por eso se la pueda reconocer. Recoge las bolsas de papel de estraza y las acomoda en el asiento del copiloto. Se ajusta las gafas de sol sobre su rostro de cuarenta años y sale zumbando en el monovolumen blanco hacia el centro de Norman, Oklahoma.

El blanco de su coche cuando está recién lavado es lo único que a veces le recuerda a Montreal. Así de blanco y brillante era su maillot. En el asiento de atrás, el niño despierta y llora. Nadia se gira brevemente y le dedica unas palabras de consuelo. Vemos su rostro, cubierto por una capa de maquillaje bien gruesa. Los extraterrestres no van a reconocerla.

Mientras en Oklahoma el coche de Nadia entra en el túnel de lavado, yo hago en la oscuridad del patio de vecinos el único movimiento de Nadia que sé imitar, el saludo final con la espalda arqueada. Intento hacerlo muy bien. Pienso que los extraterrestres, para no hacer el viaje en balde, quizás acepten llevarse un sucedáneo.

Una antepasada mía enloqueció ante la visión de las tripas de un pescado que llevaron a la mesa. Tenía quince años. Nunca he conocido a esa mujer, porque pasó su vida internada, pero he visto su foto de comunión: una imagen en sepia de una niña de mofletes grandes, casi sin cejas, con el ceño un poco fruncido. Es en la única foto familiar en la que me reconozco a mí misma, y ni siquiera soy yo. Pero el parecido es tan brutal que llegué a vivir con el miedo a que una emoción demasiado intensa me raptase para siempre. Cerraba los ojos ante la visión de las cosas espantosas, y también lo hacía ante las cosas bellas. La intensidad zarandeando el alma era lo que hacía peligrar la vida, lo que había que evitar. Y podía estar en cualquier lugar. Piedras de colores en la playa, vidrios limados por el desgaste del mar. Mi tía los toma entre sus manos y me los muestra. Cierro los ojos. Solo el resplandor azul y ámbar me ha hecho ver el borde del agujero.

Hay raptos tan definitivos que te roban el alma de una sola vez. Hay otros que son más leves… pero funcionan por desgaste: Punky Brewster enseñando los pulgares, Shirley Temple zapateando escalera arriba y abajo con un criado negro, Christina Ricci enfundada en un traje antiguo de natación y sentada en una bañera, Marisol sonriendo vestida de gitana, Drew Barrymore ceceando. Viéndolas me temblaban las manos. La boca se me abría sola, creando una expresión que era todo lo contrario a la de ellas, siempre sonrientes, los hoyuelos marcándose en las mejillas duras. No sufrí el rapto definitivo, pero sí un goteo constante de momentos que se fueron quedando conmigo.

En un capítulo de la serie, Punky Brewster llegaba a casa tras un rato de angustiada charla en la escalera con su amiga Cherie. Su padre adoptivo, Henry, servía la comida.

Punky, muy nerviosa, le confesaba:

—Henry, I’m getting boobs.

Le estaban creciendo las tetas. A Punky Brewster, con sus coletas y su gracejo infantil, le crecían las tetas. Una especie de electricidad me recorrió el cuerpo. Corrí a apagar la televisión. Al día siguiente noté un bulto en la teta derecha.

—Está brotando el botón mamario —confirmó el pediatra.

¿Pueden las hormonas reaccionar así ante una extrema emoción televisiva? Era un aviso. Así de fuerte era el rapto. Este era el tipo de cosas que podía provocar.

En el planeta desconocido, el extraterrestre ha sufrido tal shock que ya casi se ha fundido con la sonda.

—Mentira —digo yo.

Es mentira. Pero él, a trillones de kilómetros de mí, no me oye. Tiro las zapatillas de gimnasia por la ventana, tiro también el maillot con las costuras reventadas. Tiro más cosas que ahora no recuerdo. Rompo un cojín con los dientes. Todo cae en el patio del edificio, jamás iluminado por el haz de luz abductor de una nave espacial. Mi madre llama a la puerta para saber qué pasa. Hundo la cabeza en la almohada para amortiguar el sonido de mi mensaje. Hay que avisar a los extraterrestres. Hay que dejar de enviar sondas que cuentan mentiras. Las personas no somos así. Las niñas no somos así. Solo unas pocas. Solo ellas.

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