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ОглавлениеII LOS CONDICIONAMIENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
2.1. “… menos que estiércol de las plazas”
El descubrimiento de América en 1492 fue algo más definitivo que un simple descubrimiento físico (geográfico) a nivel de lo óntico; fue, antes que todo, un enfrentamiento original ontológico (ser español - ser americano) en el que se jugó, a nivel meta-físico –y, por tanto, ético y político-, todo el destino de América Latina.
El español que desembarcó en una isla llamada Guanahaní llegó con su “mundo” concreto y condicionado por él: su mundo hispánico de fines del siglo XV, posibilitante de un peculiar modo-de-ser-español, que funcionó inexorablemente desde el primer momento. El español no se planteó como problema la actitud que debía tomar frente a lo que de pronto le había salido al encuentro; simplemente sacó a relucir un ethos que correspondía a su mundo histórico-político-económico-social-religioso concreto.
Era el español de la Reconquista y las Cruzadas: un hombre de cristiandad victoriosa con un modo-de-ser definido. América indígena era, por su parte, el continente de Moctezuma y Atahualpa, de las culturas “superiores” aztecas e incásica, atrasadas unos cinco mil años con respecto a la cultura hispánica.
Este abismo cultural entre España y América fue inmediatamente percibido por el español (“indias occidentales”, “cuarta parte de la tierra”, “orbe nuovo”), pero no discernido. Y en virtud de esta superioridad cultural y de una voluntad de poder en expansión (que formularía filosóficamente Nietzsche en el siglo XIX), los recién llegados cerraron en su torno una totalidad comprensiva que absolutizó su situación histórica (como individuo, como raza, como cultura) e hizo del español y de su “mundo” hispánico el prototipo de hombre y de mundo: el cristiano y la cristiandad. Este hecho convirtió lo particular en universal, lo peculiar en único, lo arbitrario en natural, la igualdad en desigualdad, “el Otro” distinto en “lo otro” diferente… La suerte de América Latina estaba echada y “los españoles con sus caballos y espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y crueldades”. (Las Casas, 1974, p. 27)1
Esta posición imperial del español determinó todo un sistema de actitudes dominadoras. Frente a la nueva tierra la des-cubre, la com-prende, la mete dentro de su “mundo” como un ente conocido antes des-conocido. Al aborigen americano lo degrada arbitrariamente y lo incluye en su “mundo” también como lo actualmente conocido. Para el español, el indio no fue en ningún momento –en el plano de los hechos- un hombre distinto ni “el Otro” merecedor de respeto; por eso lo comprende a nivel de lo óntico, de lo cósico, de lo “a-la-mano”. El americano, al ser degradado ontológicamente, quedó eo ipso expulsado de su “otredad” (exterioridad incomprensible y libre) e incluído de hecho en la “mismidad” (totalidad dominadora) del español.
Una degradación ontológica no significa únicamente un descenso de rango o una pérdida de ciertos privilegios; significa, ante todo, un asesinato ético, un genocidio histórico2. El oprimido queda recluido en el ámbito de lo sub-humano. Y lo sub-humano no es un rango inferior de lo humano, sino algo que está bajo el ámbito de lo humano: una cosa. Solo entonces se vuelve posible preguntar si el indio es hombre o no lo es, si tiene alma racional, si es capaz de ser libre y de vivir políticamente y si son justas o injustas las guerras que se le hace. Y solo entonces se vuelve posible también relegarlo al plano de lo vil, de lo irracional y despreciable:
Gentes tan humildes (los indios) …, a las cuales no han tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima …, no digo que de bestias (porque pluguiera a Dios que como a bestias las hubieran tratado y estimado), pero como a menos que estiércol de las plazas. (Las Casas, 1974, p. 26)
Las leyes de Indias que tratan de rehabilitar (en teoría) al indígena constituyen, más allá de su intención, la formulación legal (jurídica) del asesinato y solo un contexto homicida puede hacernos entender que se considere a los indios “vasallos libres” que deben ser “bien tratados en sus personas y bienes”. Además, es bien sabido que las leyes se acataban pero no se cumplían.
Después de 1550, Fray Francisco Morales escribía al rey refiriéndose al Perú:
“(los españoles) a setenta años que viven en sumo peligro de conciencia y en espantoso escándalo del evangelio porque… no solo sin castigo pero con autoridad de justicia (¡leyes!) y con premios (encomiendas, sobre todo) han muerto y matan cada día innumerables inocentes y les han quitado y quitan sus haciendas y tierras y pastos y libertad…” (En Vargas, 1948, p. 218).
En América, supeditadas las leyes a una facticidad homicida, se convirtieron inmediatamente en un efectivo instrumento de dominación.
La evangelización misma su-pone el asesinato. Cuando se manda colocar cruces en el sitio de las huacas, a la entrada de los pueblos o en los montes más visibles; o cuando el misionero congrega a los indígenas en pueblos, los adoctrina, los bautiza y suplanta los ritos paganos con los ritos cristianos, asesina irremediablemente al indio porque previamente lo ha comprendido como un infiel (un no-cristiano).
La tarea propiamente misionera habría debido ser la conversión de cada miembro de la cultura india a la Iglesia; y la conversión masiva de dicha cultura por un diálogo centenario entre los apologistas cristianos nacidos en la cultura india que habrían criticado el “núcleo ético-místico” de dichas culturas desde la perspectiva de la comprensión cristiana. (Dussel, 1972, pp. 59 y 60)
Pero para esto habrían tenido que ver en el indio un “Otro” legítimamente pagano (y, por tanto, capaz de entrar en un diálogo cristianizador) y no un in-fiel infractor o desorganizador de una totalidad cristiana.
En el enfrentamiento español-americano (círculo hermenéutico) no hubo una “relación sin relación” (Lévinas) o una “relación irrespectiva” (Dussel, 1972, p. 27; 1973, pp. 97-156) entre un “Yo” y un “Tú”; hubo un atropello, una dominación, un genocidio: el asesinado es “el Otro”, un “Otro” temporal en el fondo de su ser (Heidegger, p. 407): el indio como individuo, como raza, como nación, como cultura.3 El asesinato ético no consiste en matar sino en negar lo distinto como distinto, “el Otro” como “el Otro”; solo entonces se vuelve históricamente posible el matar, y más aún, la organización política del asesinato luego de la conquista y la colonización; encomiendas, mitas, obrajes, haciendas, reducciones, etc. Las Casas describe patéticamente este genocidio histórico cuando dice:
En estas ovejas mansas (los indios)… entraron los españoles, desde luego que los conocieron como lobos y tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte hasta hoy (1502-1542), y hoy en este día lo hacen, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas… 1974, p. 24)
Desde luego, esa fue la actitud general del conquistador. No faltaron, sin embargo, los hombres lúcidos que comprendieron pronto el genocidio. Por ejemplo, el sermón de vísperas de navidad de 1511 predicado por Antonio Montesinos en la isla Española solo puede entenderse en un contexto de asesinato: “¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?” Preguntas de esta clase pre-suponen una situación de hecho: la de que efectivamente los indios nunca fueron considerados hombres por los españoles.4 Por eso, por haber degradado ontológicamente a una “raza inocente” el español-opresor estaba “en estado de pecado mortal”: el pecado a nivel ontológico cuya absolución exige, igualmente, una restitución ontológica. Las Casas llegó a decir: “el Rey Católico, para salvar su alma, debe devolver al Perú al sobrino Guainacapac”. (Insúa Rodríguez, 1949, p. 38)
Así, pues, el 12 de octubre de 1492 el americano fue expulsado del ámbito del ser y sepultado en el ámbito de lo cósico: allí donde el ser no se revela. Eso quiere decir que América india nació a la historia condenada a muerte porque la opresión se ha presentado siempre para ella como un genocidio. España le negó al ser-americano su rango ético (meta-físico) y su acontecer histórico y le confinó a la “simple patencia de ser dada en un acto primario de… conocimiento”, le confinó a ser un “ser en bruto”. (Catarelli, 1961, p. 14)
El indio será entonces un ser “brutalizado ante… la conciencia unilateral del conquistador” (Dussel, 1972, p. 69). Desde aquel lejano día el americano no será más un hombre, sino un subhombre (objeto, instrumento, mano de obra, un elemento folklórico): “menos que estiércol de las plazas”. Y la historia de América no será sino el despliegue y totalización de la dominación en la dominación.
2.2. “… La conversión de ellas (las indias) a nuestra fe”
Es muy significativo que el conquistador español sea, ante todo, el cristiano. Condicionamientos históricos concretos dieron a las empresas españolas el carácter de “santas”. En el siglo XIII y a propósito de las Cruzadas se puso como causa justa de guerra en la Ley de Partidas: “la primera por acrecentar los pueblos su fe et para destroir los que la quisieran acallar…”. Este mismo espíritu bélico-religioso siguió vigente con la Reconquista de España, en la Conquista de las islas Canarias y en la Conquista y colonización de América. (Cfr. Zabala, 1947, pp. 25 y 26). El español es, fundamentalmente, el caballero que lucha por su fe. El 2 de enero de 1492 es tomada Granada, último bastión de los in-fieles, y el mismo año empieza el expansionismo español en América. El Conquistador llega, pues, como el representante legítimo de un cristianismo (religión) triunfante y de una cristiandad (cultura) en expansión.
Estas empresas expansivas que tenían como fin último la propagación de la fe católica eran empresas oficiales-estatales, incluida la de Colón, al servicio de Castilla.
Había, pues, una identificación entre los fines del Estado y de la Iglesia (herencia árabe). España era un reino cristiano que al mismo tiempo que la conquista del Santo Sepulcro buscaba el descubrimiento de las Indias. Colón escribe en su Diario de viaje (1972, p.2):
Vuestras Altezas como católicos cristianos y príncipes amadores de la Santa Fe Cristiana y acrecentadores de ella, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas idolatrías y herejías, pensaban de enviarme a mí, Cristóbal Colón a dichas partidas de India para ver los dichos príncipes, y los pueblos y las tierras y la disposición de ellas y de todo, y la manera que se pueda tener para la conversión de ellas a nuestra santa fe.
Esta “conversión de ellas (las indias) a nuestra santa fe” es tanto más importante para los príncipes cristianos, para Colón y para el español en general, cuanto que todo anuncia, según los cálculos exactísimos del Cardenal Ailiaco... la destrucción del mundo.5
Nuestro Redentor dijo que antes de la consumación deste mundo habrá de cumplir todo lo que estaba escrito por los Profetas, el evangelio debe ser predicado en toda la tierra y la ciudad santa debe ser restituida a la Iglesia. Nuestro Señor ha querido hacer un gran milagro con mi viaje a la India. Preciso es apresurar el término de esta obra, lumbre que fue del Espíritu Santo, porque mis cálculos de aquí al fenecer el mundo solo restan ciento cincuenta años.
Un hombre que en el descubrimiento de América ve un alumbramiento del Espíritu Santo y el cumplimiento de lo anunciado por los Profetas –“llanamente se cumplió lo que dijo Isaías” (Insúa Rodríguez, 1949, p. 15)-, es un hombre de cristiandad con una misión histórica concreta: propagar su fe. Y esta fue también la misión histórica de la España medievalmente cristiana que conquistó y colonizó América.
En España existía, entonces, algo así como un “mesianismo temporal” por el cual se unificaba el destino de la nación y de la Iglesia, la cristiandad hispánica, siendo la nación hispánica el instrumento elegido por Dios para salvar el mundo. Esta conciencia de ser la nación elegida –tentación permanente de Israel- está en la base de la política religiosa de Isabel, de Carlos y Felipe. (Dussel, 1972, p. 54)
A partir de 1493 y por Bulas sucesivas de los Papas, esta conciencia de ser la nación elegida se estructura jurídicamente en la forma del Patronato para las Indias: los fines de la Iglesia y el Estado se identifican.
En la Conquista, por ejemplo, los requerimientos que los Españoles leen a los indios empiezan por explicar brevemente la doctrina cristiana, se dice luego quién es Cristo, el Papa y la donación que este ha hecho al rey de España de las nuevas tierras descubiertas. No se obliga directamente a los infieles a cristianizarse (por eso hay campo para una evangelización), pero se exige –en calidad de paganos- su sujeción a Roma y, por tanto, a España como delegada de Roma para la conversión de los infieles y la expansión de la Cristiandad. La fe católica actúa ya como poder y la Iglesia se vuelve un instrumento político de dominación. Si los indios aceptan la sumisión serán bien tratados, de lo contrario se les hará la guerra.
El ethos conquistador del Español responde, pues, a un proyecto religioso último.6 La “fe católica” constituye para el español el horizonte radical de comprensión, el núcleo íntimo que, a nivel ontológico, hace del hombre un español un “cristiano”, y de la cultura hispánica una “cristiandad”. El “mundo” del español es un mundo estructurado sobre la base de la unidad de la fe católica, un mundo teocéntrico, el cual por circunstancias históricas concretas (guerras santas victoriosas y patronato) se convierten en una “teocracia expansiva y militar” que “mezcla lo temporal y lo sobrenatural, lo político y lo eclesial, lo económico y lo evangélico” y que dispone del “doble poder de colonizar y misionar” (Dussel, 1972, p. 55).7 Estas estructuras teológicas fundamentales que, como los valores religiosos supremos configuran la cristiandad hispánica, hacen del español cristiano, por sobre todo, un misionero, un propagador de su fe, un teólogo. Quizá esto explique por qué España participó muy a contrapelo de un Renacimiento –del auténtico Renacimiento- que pugnaba por alejarse de los moldes cristianos.
Este condicionamiento de Cristiandad llevó al español renacentista a ver un in-fiel (no-cristiano) en el indígena americano. Tal manera de com-prender al “Otro-indio” absolutizó automáticamente al cristiano y asesinó éticamente al americano incluyéndolo en la totalidad comprensiva cristiana como pagano. Lo lógico habría sido que entre el español y el americano se estableciera una “relación irrespectiva” concretizada en “un diálogo al nivel de la comprensión existencial” (Dussel, 1972, p. 521). Pero las circunstancias determinaron que el español, buen cristiano en España porque luchaba por su fe, se convirtiera en misionero (a nivel intencional) y en asesino (a nivel histórico-real) en la América pagana. De esta manera España funda la conquista y la colonización de América en un asesinato original ético-político que sigue vigente, aunque no bajo el dominio de España.
Por otra parte, el espíritu de Cruzada del Español de ningún modo restaba importancia al aspecto económico. Cortés, el conquistador de México, decía:
La causa principal a que veníamos a estas partes es por enzalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en un saco. (En Zabala, 1947, p. 26)
Puede ser cierta la afirmación de Marx de que la economía de es la “locomotora” de la historia, solo que esta locomotora tenía –para el cristiano español- un motor religioso. Lo económico se presenta entonces como la motivación material y temporal de la conquista y la colonización, enmarcada por un horizonte religioso último. Esto significa que España misionera necesitaba, para el cumplimiento de su misión, un poderío económico que solo América podía ofrecerle.
La tierra y sus potencialidades mineras o agrícolas, y el indio como fuerza de trabajo, constituyeron, sobre todo, la “honra y provecho” del español. Junto a la fe de hecho politizada estuvo siempre la “insaciable codicia…, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo” (Las Casas, 1974, p. 26). El cristiano pronto llegó a América “como a una mina” cuya riqueza más grande y mejor explotada fue el indio mismo. Las encomiendas, mitas, obrajes, ingenios, haciendas, reducciones, etc., convirtieron a América en una “boca de infierno”8 y en una “sepultura de infinitos indios”9.
La propagación de la fe implicaba, pues, el genocidio histórico. Dice Las Casas (1974, pp. 25-26):
Dos maneras generales y principales han tenido lo que allá han pasado, que se llaman cristianos, en extirpar y raer de la haz de la tierra aquellas miserandas naciones. La una por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra…, oprimiéndoles con la más dura, áspera y horrible servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas. A estas dos maneras de tiranía infernal se reducen y resuelven o subalternan como a géneros todas las otras diversas y varias de asolar aquellas gentes que son infinitas.
Este estatus genocida se mantendrá durante toda la colonia y condicionará inevitablemente la estructuración social, política, religiosa, cultural y económica de las naciones americanas. Nuestra historia colonial es la historia de un continente asesinado por la cristiandad dominadora y no puede entenderse si se pierde de vista esta negación meta-física. La liberación de América Latina consistirá fundamentalmente en que el oprimido latinoamericano supere su esclavitud económica mediante un proceso liberador y recupere su rango ontológico. Solo entonces volverá a ser “el Otro” que un día fue negado como “lo otro” y forjará su historia (como hombre, como nación latinoamericana) por primera vez.
España encontró en América la oportunidad de convertirse en un imperio y de inaugurar el subjetivismo moderno, que fue formulado históricamente por los mismos reyes de España (sobre todo Carlos V: Yo, el Rey) y, filosóficamente, por Descartes: cogito, ergo sum (Dussel, 1972, p. 28; 1973, p. 152). Si España no pudo formular filosóficamente su experiencia histórica fáctica se debió a que, como Cristiandad tardíamente medieval, se debatía en relaciones socio-político-económico-religioso-culturales de tipo feudal y semifeudal preconizadas por una concepción teocéntrica del mundo, de la vida y de la historia.
2.3. La Teología como ideología imperial
La Cristiandad medieval tuvo sus mayores logros en una economía basada en la propiedad privada (de la tierra y de los medios de producción), una sociedad dividida en clases (nobles y siervos, sobre todo), una estructura teocrática de poder y una cosmovisión teocéntrica. La Cristiandad Hispánica fue el producto supremo y tardío de esta cristiandad medieval, modelada definitivamente por el Concilio de Trento y la Contrarreforma.
En América, el asesinato del indio como cultura (a nivel de “núcleo ético-mítico”) ob-ligó al español a trasplantar su “mundo” hispánico. América se convirtió así en una prolongación de la cristiandad hispánica y se estructuró teocéntricamente en todos los niveles. La organización social, política, económica, religiosa, educativa, de las colonias americanas respondió a una visión de cristiandad que se puso de manifiesto en la jerarquización, el principio de autoridad, la división en clases sociales, las relaciones feudales y de producción, el contenido clasista de la educación, etc. La “nueva cristiandad de estas indias” (Dussel, 1972, p. 58) quedó estructurada a fines del siglo XVI.
En España, a propósito de América des-cubierta, la religión modeladora se convirtió en un instrumento político. El Patronato puso a la Iglesia (como corporalidad, como institución jurídica) al servicio del Imperio Español. El Concilio de Trento (1545-1563) proporcionó a España la base dogmática necesaria: Felipe II, mediante cédula real del 12 de julio de 1564, dispuso que el Concilio de Trento fuese observado y acatado como ley inviolable en sus dominios en América. A partir de 1570 (Lima) se implantó la inquisición en América: la religión era ya el poder. Mal que nos pese, la religión católica estuvo en la base del genocidio histórico que se llamó conquista y colonización. La religión católica no es en sí misma opresora, pero lanzada como poder o puesta al servicio del Imperio se convierte, inevitablemente, en dominadora.
Por otra parte, a medida que avanzaba la Reconquista contra los musulmanes, se fusionaron íntimamente el elemento religioso de base y el criterio hispánico de pureza de sangre: el cristiano español es el aristócrata victorioso que no cuenta con antepasados musulmanes, judíos o pseudoconversos.(Cfr, Stein 1973, p. 58)..En América, el criterio de pureza de sangre –con su fondo religioso último- se asocia al criterio de color de la piel (fenotipo) y origina una sociedad de “blancos” y “gentes de color” (mulatos, zambos, mestizos y, por supuesto, indios y negros) que, como variante racial, revela el asesinato ético.
Esto parece significar que el religioso que vino a América (cura o fraile) tuvo que encarnar un papel contradictorio: el de enviado por un imperio o representante de una clase y el de misionero de una fe que supera toda instrumentalización política y los antagonismos de clase. El primero fue un asesino más, el segundo fue el defensor heroico de los indios. Desgraciadamente, este misionero-defensor de los indios no pudo (o no supo) escapar a la totalidad cristiana asesina (condicionamiento metafísico-político), y de allí la in-eficacia de su defensa y la resultante lógica de una evangelización dominadora.10
Pero el imperio asentado sobre los dogmas cristianos necesitaba formular teóricamente su praxis cristiana. Surge así la teología –en la edad media- como la “conceptualización epistemática de lo ya dado en la experiencia fáctica de la vida cristiana”. “La tematización explícita de lo ya vigente en el plano de la fe cotidiana es la función esclarecedora, en función práctica, de la teología” (Dussel, 1972, p. 24). Aparecen entonces las grandes construcciones teológicas, las Summas (sobre todo la de Santo Tomás) como formulación teórica de la praxis medieval cristiana.
España, como cristiandad tardía, recibió una teología en la que América no había sido pensada; tuvo, pues, que “actualizar” la que recibió con una restauración escolástica (siglo XVI-XVII) realizada bajo la égida de Santo Tomás de Aquino. América –nueva cristiandad- obligó a la cristiandad hispánica a re-formular las concepciones teológicas medievales para adecuarlas al nuevo momento histórico y a las nuevas realidades descubiertas. Pero esto no fue una ventaja: América no podía ser pensada más que como un continente asesinado. La “nueva” teología colonial fue simplemente eso: la conceptualización del asesinato. Como teología imperial (ideología) fue, ni más ni menos, que una Ciencia del asesinato.
La teología fue -en la cristiandad medieval e hispánica- el polo cohesionador del estatus; surgió como cosmovisión del feudalismo, como ideología de clase. Obviamente, el conquistador español trajo consigo esta ideología. Y desde ella se volvió asesino. La cédula de Felipe II de 1564 que declaró ley al Concilio de Trento convirtió oficialmente la religión en ideología de una clase, de un imperio, de una dominación. La fe católica no es una ideología (Cfr. Terán Dutari, 1974), pero convertida en ley pasó a ser la formulación teológico-jurídica del pro-yecto dominador de un imperio.
La cristiandad latinoamericana hizo de la teología el pilar ideológico de su estructura asesina y el guardián eficaz de los intereses de las clases opresoras (chapetones y criollos). A esto hay que añadir la inquisición como instrumento jurídico-religioso de dominación. La teología no fue –como se ha pensado- únicamente un instrumento de dominio, una ciencia que a su pesar estuvo al servicio de España imperial; por el contrario, fue el elemento teórico sustentador y cohesionador de la dominación y, en su plano, la dominación misma.
Ahora se puede comprender claramente –y ya en el plano de la cultura académica- por qué la teología era la reina de las ciencias, la “ciencia” por antonomasia, única, universal, absoluta, a la que debían subordinarse la filosofía, el arte, el derecho, las ciencias físicas y todas las manifestaciones de la cultura. Indiscutiblemente, la cultura académica de las colonias americanas y en particular en la Real Audiencia de Quito, fue una cultura teológica en la que la expresión de lo divino constituyó el fondo y motivo de la dominación hispánica. Esto significa que la teología colonial jugó fundamentalmente un papel político, colonialista, puesto que estaba dirigida a sustentar un orden de cosas dominador. (A fin de cuentas, en la colonia, el discurso teológico fue el discurso político.11
Es en este contexto teológico, o mejor en esta superestructura ideológica de una cristiandad en expansión, donde tenemos que descubrir el sitio de la filosofía colonial, su estructura, su contenido, su función, su historia.
2.4. La Filosofía como saber dominado y dominante
La ideología representada predominantemente por la fe católica y por la teología como ciencia de esa fe, se hizo presente en Quito desde el primer momento de la conquista. El conquistador y el religioso fueron los representantes de esta ideología, los “soldados” de esta nueva cruzada: el uno “pacífica”, el otro adoctrina: los dos conquistan. Pero el fraile, como el teólogo, como hombre que había conceptualizado su fe, era el representante legítimo de la ideología dominadora, y como tal proporcionaba al conquistador de un marco religioso justificante de su acción.
Este teólogo español necesitaba conceptualizar su creencia vivida mediante un arte epistemológico apropiado: la fe necesitaba un logos. Este logos (a fin de cuentas un arte: conjunto de reglas o preceptos necesarios a una ciencia)12 era la filosofía. Esta filosofía no era sólo lógica, por supuesto (o al menos en Quito no lo fue), era la luz natural que posibilitaba el conocer, la razón en general puesta en marcha en el camino hacia Dios. La luz de la fe guiaba y liberaba de errores a la luz natural del conocer, la filosofía encontraba en la teología la validez de sus aserciones. Si alguna vez la filosofía decía algo contrario a la fe, se trataba de una deficiencia de la razón o de un abuso injustificado de la filosofía. En estos casos la filosofía era llamada al “orden” y encarcelada dentro de los límites tajantes de la fe: he aquí el carácter medieval –tardíamente medieval- de la filosofía en América y en Quito, hasta bien entrado el siglo XVIII.
En Europa, la filosofía conquistaba paulatinamente una mayor independencia con relación a la teología, a partir del mismo Santo Tomás que consideraba, con Aristóteles, que el hombre anhelaba por naturaleza saber; y a partir de un renacimiento que se definía justamente como superación de los moldes cristianos en todos los ámbitos, incluido el conocimiento. Sin embargo, España continuaba dentro de la tradición medieval al considerar a la filosofía como ancilla theologiae y esta forma de entender la filosofía se trasplantó también a Quito.
No había propiamente una pugna entre filosofía y teología, había una subordinación. La fe católica y la teología se arrogaban el derecho de desplegar su cosmovisión única y verdadera en la que todo conocimiento filosófico tenía que integrarse necesariamente. Los conocimientos que contradecían a la teología eran, sin más, falsos.
La filosofía representaba, pues, el aspecto racional de la fe, la propedéutica y el sistema coherente que ponían de manifiesto las grandes verdades teológicas. La filosofía era, en último término, la esclava que desarrollaba y demostraba, que hacía entender correctamente, que resolvía las dificultades y deducía las verdades inherentes a la razón. La filosofía era el instrumento que garantizaba la trabazón lógica de la expresión teológica, la luz natural, la razón en general, el conocimiento, el logos que volvía comprensible la fe. Todo, dentro de un horizonte religioso último, abarcante y justificante.
Tal era el sitio de la filosofía en Quito colonial: una ciencia subordinada a unos fines religiosos y que encontraba su razón de ser únicamente en un quicio teológico.
Esta relación de la filosofía con la teología determinaba el lugar de la filosofía dentro de las ciencias de la época. Sin embargo, no se agota en ello nuestra filosofía colonial. Y nos interesa sobremanera hacer resaltar otro aspecto: el de elemento cultural.
La filosofía como ciencia integrante de una cultura, y, más concretamente, como saber de cristiandad, es lo que importa ahora. Si la cristiandad hispánica –globalmente considerada- fue una cultura de dominación; la filosofía, como parte constitutiva de esta cultura, no podía escapar a ese condicionamiento histórico; como tal tenía que ser un elemento más de dominación, y en su plano, la dominación racionalizada.
La filosofía como saber dominante, como ingrediente racionalizador del asesinato, como logos opresor, es el que nos va a servir de horizonte de aquí en adelante, el estudio histórico-sistemático que viene a continuación nos servirá para hacer ver que la filosofía que se hacía en Quito colonial, al formar parte de una cristiandad hispánica dominadora, era también un instrumento de dominación y la dominación misma a nivel de la razón. Como ciencia dominadora pertenecía a la clase dominadora, surgen así las implicaciones socio-políticas de la filosofía, que las estudiaremos al final.
1 La “Brevísima Relación…” tiene un excepcional valor para la antropología filosófica latinoamericana.
2 Llamamos asesinato ético (en el plano filosófico) y genocidio histórico (en el plano de lo real) al hecho global de la conquista. No juzgamos en este momento la intencionalidad de los conquistadores; posiblemente, en la estructura de sentido de los mismos no figuraba la conquista como un asesinato, pero la interpretación histórica que surge de la situación actual de América Latina exige que se plantee la conquista en estos términos, so pena de aparecer anacrónica.
3 “Daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertos en los dichos cuarenta años (1502-1545), por las dichas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránicamente, más de doce cuentos (millones) de ánimas, hombres y mujeres y niños, y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos”. (Las Casas, 1974, p. 25). Un cálculo reciente (1963) ha dado los siguientes resultados: hacia 1519 la población de la región central de México era de 24.200.000 indígenas; hacia 1605 quedaban 1.075.000. Borah Cook, The Aboriginal Population of Central Mexico on the Eve of the Spanish Conquest. En Phelam: The Kingdom of Quito, p. 355. En el Perú, “una población calculada entre 3.5 y 6 millones en 1525 parece hacer descendido a 1.5 millones hacia 1561 y bajado hasta un nivel de 0.6 millones hasta1754”. Stanley J. y Bárbara H. Stein, La Herencia Colonial de América Latina, p. 40.
4 Una de las justificaciones aducidas por Las Casas para explicar su Historia de las Indias, es la de librar a España de la creencia de que los indios no son personas.
5 Del Libro de las Profecías que juntó el Almirante D, Cristóbal Colón, de la recuperación de la Santa ciudad de Hierusalem y del descubrimiento de las Indias. En Insúa Rodríguez, 1949, p. 25-26.
6 La misma reina Isabel revelaba que: “cuando consiguió de la Santa Sede, la concesión del mundo descubierto y por descubrir, su principal intento fue “procurar inducir y traer los pueblos y los convertir a nuestra santa fe católica y enviar prelados y religiosos y clérigos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores a la fe católica y los adoctrinar y enseñar buenas costumbres” (Vargas, 1948, pp. 3-4). En 1518, en el pliego de las instituciones que se da a Cortés para la conquista de México se reitera que el objetivo de todos “ha de ser que en este viaje sea Dios Nuestro Señor servido y alabado a nuestra santa fe católica ampliada” (Vargas, 1948, p. 30). Igual objetivo figuraba en las instrucciones dadas a Pizarro para la conquista de Perú. Las Leyes Nuevas de 1542 hablan de que “nuestro principal yntento y voluntad siempre ha sido y es de la conservación y aumento de los indios y que sean instruidos y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica y bien tratados como personas libres y vasallos nuestros como lo son” (Vargas, 1948, p. 77). Estas leyes al hablar de la “conservación y aumento de los indios” hacen una inequívoca alusión al desastre demográfico o genocidio histórico posibilitado por el asesinato. En las leyes definitivas de 1573 se dispone “que (las provincias) sean pobladas de indios y naturales a quienes se pueda predicar el evangelio pues este es el principal fin para que mandamos hacer los nuevos descubrimientos y poblaciones” (Vargas, 1948, p. 121). Véase Silvio Zabala, 1947, Cap. II, pp 24-42. Sobre todo la Recopilación de las leyes de los Reinos de las Indias, de 1791, cuyo Libro I, Título 1, habla de la Santa Fe Católica y de la manera de impartirla a los indios.
7 Para toda esta parte véase también del mismo autor “Historia de la Fe cristiana y cambio social en América Latina” (1973), sobre todo pp. 65-88.
8 Carta de Fray Domingo Santo Tomás al Rey escrita el 1 de Julio de 1550: “Había cuatro años que para acabarse de perder esta tierra, se descubrió una boca de infierno por la cual entran cada año, desde el tiempo que digo gran cantidad de gente que la codicia de los españoles sacrifica a su Dios y es unas minas de plata que llaman Potosí” (En Vargas, 1948, p.134)
9 Carta de Fray Francisco Morales al Rey: “Los ingenios de azúcar y minas son sepultura de infinitos indios” (En Vargas, 1948, p. 227).
10 Se habla aquí de evangelización como método de cristianización (revelación entre un “yo” y un “Tú”, aunque el indio nunca fue un “Tú” sino un “ello”), como pedagogía del dominador. Queda totalmente a salvo el contenido doctrinario. Bajo esta perspectiva piénsese, por ejemplo, en la conquista pacífica emprendida por Bartolomé de las Casas en Venezuela y que fracasó por los condicionamientos provenientes de la cristiandad como totalidad dominadora.
11 Para una comprensión del discurso político, ver El discurso filosófico y el discurso político, tesis doctoral de Carlos Paladines, Quito, 1975.
12 Durante la colonia el Curso de Filosofía (3 años) se llamó Curso de “Artes”. Esta denominación tenía que ver con las “Artes Liberales”, que servían de base a los estudios existentes en la época. El rastreo del origen de esta denominación, en su vertiente filosófica, tendría que pasar necesariamente por Raimundo Lulio y su Ars Magna, por Pedro Hispano como propulsor de la Lógica Modernorum y por el grupo que desarrolló la nueva lógica en oposición a la antigua Lógica de Aristóteles: Juan Escoto Eriúgena, San Anselmo, Abelardo, Nicolás de Amiens, Juan Duns Scoto, etc. Dentro de la Pedagogía y de la Política educacional de la época, esta dominación de “Artes” tiene también su historia. Puede verse: Esteban Fontana, Los Centros de Enseñanza de la Filosofía en la Argentina durante el Período Hispánico en Cuyo, Anuario de Historia del Pensamiento Argentino, 1971, pp. 83-146.