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III VISIÓN PANORÁMICA DE LA FILOSOFÍA COLONIAL

Quito fue fundado en 1534. El Cabildo, que entonces definía a una ciudad como ciudad, se reunía lunes y viernes “para entender las cosas cumplideras al seruicio de Dios Nuestro Señor e de su magestad e bien e pro desta dicha cibdad” (Bayle, 1968, p. 29). La organización de la ciudad se llevó a cabo en unos tres lustros. Para 1550 Quito estaba ya suficientemente organizado en los campos administrativos, judicial, económico, social, político, etc., y la dominación hispánica se había institucionalizado de manera eficaz a través de las encomiendas y la explotación de las minas.

En 1535 los Franciscanos establecieron su convento en Quito; en 1537, los mercedarios, y en, 1541 los dominicos. Estas órdenes religiosas, y posteriormente los agustinos (1573) y los jesuitas (1586), fundarían sus noviciados y estudentados en la segunda mitad del siglo XVI. Y fue justamente en los noviciados y estudentados de las órdenes religiosas donde se implantó la filosofía como ciencia académica.

3.1. La Escolástica renacentista en Quito: 1534-1594

Hacia mediados del siglo XVI la filosofía académica constituía en Quito el curso de “Artes” destinado, fundamentalmente, a la preparación de los aspirantes al sacerdocio. Por eso, la Filosofía se sitúa físicamente dentro de los conventos religiosos o dentro de las instituciones académicas regentadas por los religiosos; y, como ciencia, solo encuentra su sitio dentro de un horizonte teológico. La Filosofía estaba, pues, al servicio de la Teología (Ancilla theologiae) y apuntaba, a fin de cuentas, a convertirse en el elemento racionalizante de la fe.

Esta dependencia de la Filosofía a la Teología constituía un carácter marcadamente medieval del que no pudo escapar en Quito sino hasta fines del siglo XVIII. Esta subordinación era un condicionamiento histórico (y hasta político) que determinaba el quicio en el que habría de moverse la filosofía escolástica, así como el cauce de problemas y soluciones que se adoptaría. La escolástica no asimiló, ni en España ni en Quito, los motivos sustanciales del auténtico Renacimiento que consistieron principalmente en el criticismo, la ciencia experimental y una nueva visión del hombre y del mundo. Sin embargo, tampoco pudo evitar que se filtraran ciertos elementos renacentistas, sobre todo humanísticos, incentivados por realidades sociales nuevas que necesariamente tenían que considerarse. No se llegó a abandonar, por supuesto, el enfoque teocéntrico y religioso del medioevo; al contrario, el Concilio de Trento (1545-1563) y la Contrarreforma solidificaron estos fundamentos teológicos de la filosofía, pero esta no pudo escapar a un ambiente de inquietudes humanísticas y de temáticas sociales que condicionaron de algún modo la escolástica quiteña del siglo XVI.

Esto justifica también que llamemos Escolástica renacentista a la filosofía que se impartió en Quito durante este período. Y si bien la escolástica llegó a Quito como actividad académica al amparo de las órdenes religiosas, tuvo también sus manifestaciones en campos extraacadémicos, como en la Revolución de las Alcabalas, por ejemplo.

La Escolástica había sacado de Aristóteles los presupuestos fundamentales, pero también había sufrido diversas sistematizaciones a través de Santo Tomás, Escoto y Suárez, dando origen a diversas corrientes dentro de la misma escolástica. Estas diversas vertientes escolásticas se implantaron en Quito desde el mismo momento en que las diversas órdenes religiosas abrieron sus noviciados y estudentados: la escuela tomista se enseñó dentro de la Orden Dominicana; la escotista, dentro de la Orden de San Francisco, y la suarista, en los centros jesuíticos. Poco después del Concilio de Trento, la Iglesia había declarado Doctor de la Iglesia a Santo Tomás; esto le dio cierta hegemonía sobre todo en Teología; en filosofía había más libertad, lo cual originó no pocas disputas en Quito entre las diversas corrientes escolásticas.

Escasean los documentos históricos que permitan reconstruir y valorar la escolástica renacentista en Quito. Por el momento no se pueden hacer sino afirmaciones de carácter general. Merecen atención, sin embargo, el manuscrito de 1584 que reposa en el Convento de Santo Domingo y que revela, al menos en la Lógica, el carácter medieval de nuestra filosofía del siglo XVI. Merecen también un estudio detenido los documentos que revelan las inquietantes humanísticas de la Escolástica frente a la situación del indio y frente a la Revolución de las Alcabalas.

Finalmente, habrá que esclarecer la significación que tuvieron para la filosofía personajes como fray Pedro Bedón, entre los dominicos; el grupo de religiosos que dieron pareceres a propósito de la Revolución de las Alcabalas; fray Gabriel de Saona, entre los agustinos, fray Antonio de Zúñiga, entre los franciscanos, y el padre Juan de Frías Herrán, que fue el primer jesuita que dictó Filosofía en Quito.

Los contenidos filosóficos medievales y las ciertas inquietudes renacentistas constituyeron, al parecer, las características más notables de nuestra escolástica en el siglo XVI. El esclarecimiento de estos aspectos iluminará, sin duda, puntos controversiales como los presupuestos filosóficos de la conquista y colonización de nuestras naciones americanas.

3.2. La restauración escolástica en Quito: 1594-1688

La venida al nuevo mundo de religiosos como fray Alonso de la Vera Cruz y el padre Antonio Rubio extendió a América la Restauración escolástica española del siglo XVI y principios del XVII. “Vera Cruz tiene como principal significación histórica –dice Ismael Quiles- el mérito de haber trasplantado a México en forma adulta el espíritu de la filosofía escolástica, tal como lo había renovado la escuela de Salamanca” (1953, p. 51).Y más adelante añade:

Otra figura descollante de este periodo (1550-1630) fue el Padre Antonio Rubio… Su Cursus Philosophicus en cinco volúmenes, del cual en la “Lógica Mexicana” de la parte primera, es una obra que puede competir con las obras más adultas de las brillantes épocas de la Restauración Escolástica Española del siglo XVI y principios del XVIII.

A Perú llegó –y fue provincial a partir de 1586- el jesuita Juan de Atiencia, que había sido condiscípulo de Francisco Suárez y que aquí se convirtió en un fervoroso propagador de las doctrinas del “Doctor Eximio”. Quito pertenecía entonces al Perú y participaba del espíritu de Restauración que animaba a los religiosos de esta época.

El Seminario de San Luis, fundado en 1594, nació bajo la Restauración escolástica. Queda el testimonio de la enseñanza del padre Ignacio de Arbieto “apasionado discípulo del eximio doctor Padre Francisco Suárez, cuyas obras tenía sumadas y así tan impromptu, todas sus opiniones, como quien las había escrito” (Furlong, 1952, p. 206). Queda también el dato de la enseñanza del padre Juan Perlín que después pasaría a Europa y enseñaría en Alcalá, Madrid, Colonia. El mismo Francisco Suárez vio en el padre Perlín la persona idónea para que desarrollara el sistema filosófico que se ajustara a la Teología.

La universidad de San Gregorio se fundó en 1622 en un ambiente definitivamente impregnado por los autores de la Compañía. En la Teología se respetaba la autoridad de Santo Tomás, pero en la filosofía el autor preferido fue Antonio Rubio, a tal punto que se seguía su Cursus físicamente con lo que se evitaba el escribir; de allí la escasez de manuscritos de la primera mitad del siglo XVII.

Los profesores de San Gregorio de esta época que más se distinguieron fueron, a nuestro juicio, el padre Antonio Ramón de Moncada, cuya fama ha llegado hasta nosotros; el “sapientísimo” Íñigo Pérez de la Justicia, su Physica merece una consideración especial por tratarse de un texto situado dentro de los primeros treinta años de San Gregorio. Poco después serían considerados verdaderos “clásicos” quiteños, los padres Isidro Gallego, Diego de Ureña, Sebastián Luis Abad, Baltasar Ignacio de Pinto y Florencio Santos, “sujeto de monstruosa capacidad (para la filosofía) siendo de solo 24 años” (Velasco, 1973b, p. 232). Una consideración especial merece el padre Sebastián Luis Abad en cuyos textos parecen haber datos suficientes para considerarlo un lejano precursor de la Filosofía moderna en Quito.

El Escolasticismo de reminiscencias agustinianas se hizo también presente en Quito a principios del siglo XVII con la fundación de la Universidad San Fulgencio (1603) regentada por los padres agustinos. De la Filosofía que se dictaba en este centro hemos podido rescatar un manuscrito de Physica del padre Leonardo de Araujo, de 1618. Por tratarse de uno de los primeros manuscritos del siglo XVII que se han conservado merece un estudio detenido que ponga de relieve las características de la escolástica que impartían los agustinos de esa época.

Las otras órdenes religiosas, depositarias de las distintas vertientes escolásticas, incentivaron también la enseñanza de la Filosofía en Quito. Hacia 1630, los dominicos habían llegado a un punto culminante en los estudios de Filosofía y Teología bajo la autoridad suprema de Santo Tomás. En la segunda mitad del siglo XVII, los dominicos buscaron implantar en Quito un colegio especial para doce de los mejores estudiantes de toda la Provincia que se dedicarían al estudio de la alta Filosofía y Teología de Santo Tomás. Sin embargo, este proyecto no se llevó a efecto porque todos los esfuerzos de los dominicos se concentraron –en el último cuarto del siglo XVII- en la fundación del Colegio de San Fernando y de la Universidad de Santo Tomás, que se realizó en 1688.

Las Constituciones de la orden dominicana señalaban que se debía seguir obligatoriamente la doctrina de Santo Tomás. Y para Quito se determinó expresamente que se siga el texto a la letra de la Summa Theológica y, como introducción a esa obra el libro De Locis Theologicis de Melchor Ceno. En Filosofía se ordenó que se siga el Cursus del padre Antonio Goudin, Theologo. No se han encontrado textos manuscritos de la enseñanza de los dominicos en el siglo XVII; esto prueba quizá su apego al texto de un autor determinado, con lo cual evitaban el escribir.

Los franciscanos, por su parte, enseñaron regularmente el escotismo en sus conventos de Quito a lo largo del siglo XVII. A fines del siglo XVI fundaron la Recolección de San Diego donde impusieron estudios de Filosofía y Teología. En la segunda mitad del siglo XVII fundaron el Colegio de San Buenaventura, importante centro de cultura que llegó a ser considerada como “universidad inoficial” y en el que descollaron notables profesores de Filosofía como Bartolomé de Ibarra, Juan Cavallero, Manuel Argandoño y José Janed, cuyos cursos manuscritos juxta Duns Scotti mentem esperan el estudio y valoración de los especialistas.

No quedaría completo el panorama filosófico del siglo XVII si omitiéramos las obras filosóficas de Alonso y Leonardo Peñafiel, jesuitas riobambeños que descollaron en Lima. Y fuera de las aulas se forjaron también obras notables que merecen estudios filosóficos: tal es el caso de El perfecto confesor y cura de almas de Juan Machado de Chávez; de El más escondido retiro del alma, obra mística de José Maldonado; de Gobierno eclesiástico-pacífico de Gaspar de Villarroel, y, sobre todo, del Itinerario para Párrocos de Indios del obispo Alonso de la Peña y Montenegro, obra de pastoral indigenista de la que se puede extraer las concepciones filosóficas que la escolástica de entonces tenía sobre el indígena.

El siglo XVII fue el siglo de la Restauración escolástica en Quito. Aristóteles seguía siendo el maestro supremo. A falta de un conocimiento directo de sus obras, se seguían las sistematizaciones de Santo Tomás, Scoto y Suárez, y junto con ellos, las obras de los comentadores más notables de la Restauración: Gabriel Vázquez, Luis de Molina, Gregorio de Valencia, Antonio Rubio, Francisco de Oviedo, Rodrigo de Arriaga, Pedro Hurtado, Sebastián Izquierdo, en la corriente jesuítica; Juan de Santo Tomás, Antonio Goudin, Juan Siro Ubadano, en la escuela tomista; Wadding y Merinero, en la vertiente escolástica. En este siglo se fundaron tres Universidades en Quito, fuera de otros tantos Colegios; en ellos la filosofía académica encontró su consolidación y desarrollo, pero también su círculo vicioso.

3.3. La Escolástica decadente en Quito: 1688-1736

A finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII las diferencias entre las diversas corrientes escolásticas se acentuaron a tal punto que las conclusiones públicas sustentadas por las órdenes religiosas se convirtieron en largas y acaloradas disputas. Estas conclusiones públicas en las que se defendían encarnizadamente las respectivas posiciones filosóficas encendieron muchas veces los ánimos y hasta perturbaron la administración audiencial. Los presidentes de la Audiencia tuvieron que intervenir públicamente en dos ocasiones (al principio y en el segundo cuarto del siglo XVIII) para reglamentar estos actos públicos.

Esta situación beligerante era ya un síntoma de que la Escolástica en Quito se encerraba paulatinamente en las universidades y conventos religiosos para concentrarse en la defensa a ultranza de sus diferencias sobre la base de razonamientos de toda índole y apelando a autoridades de todo calibre. La decadencia se manifestaba palpablemente en el tratamiento de asuntos inútiles sobre la base de sutilezas increíbles que, por fortalecer los puntos de diferencia de cada corriente, debilitaron la escolástica en general a tal punto que, a mediados de siglo, tendrá que ceder ante el avance incontenible de la filosofía moderna.

Las refutaciones a los contrarios constituyeron la parte medular de la Escolástica de la primera mitad del siglo XVIII. Un caso en el que se palpa objetivamente esta característica decadente es el curso del padre Jacinto Morán de Butrón –jesuita de notables dotes para la filosofía- que prácticamente pulveriza a los nominalistas, escotistas, tomistas y recentiores contraria. Pero, paradójicamente, esta cerrada defensa de su doctrina no era un signo de vitalidad sino de decadencia.

Por otro lado, la infiltración de la Filosofía moderna y de las ciencias experimentales era cada vez mayor. La Congregación General de los jesuitas de 1706 desechó el sistema de Descartes y elaboró un catálogo de 30 proposiciones cartesianas que no podían sostenerse por ningún concepto en las aulas jesuitas. La Congregación General de los jesuitas de 1730 volvió a prohibir no sólo el sistema de Descartes sino también los sistemas atomistas derivados del cartesianismo, como los propugnados por Manuel Maignan, Juan Saguens y Tomás Vicente Tosca.

En el último tercio del siglo XVII el padre Sebastián Luis Abad había mencionado a Descartes en Quito en su curso filosófico. En el primer cuarto de siglo XVII –y a pesar de las expresas prohibiciones de los superiores de la Orden- se refirieron a Descartes en sus textos los padres Tomás Nieto Polo y Esteban Ferriol. Pero después de ellos hay un endurecimiento de la Escolástica con la trasnochada intención de cerrar toda posibilidad de ingreso en Quito a las nuevas corrientes filosóficas. Esta Escolástica dura, que muestra una filosofía atrincherada y totalmente a la defensiva, ocupa el segundo cuarto del siglo XVIII. Los principales representantes de esta escolástica parecen haber sido los padres Fernando de Espinosa, Luis de Andrade, Pedro José Milanesio y Jacinto Serrano. Por otra parte, los mismos autores de cursos impresos que nuestros profesores utilizaban al margen de sus clases eran ya autores de decadencia: Nicolás de Olea, Miguel Viñas, Juan de Ulloa, Luis de Lossada…

La corriente tomista, refugiada en los centros educativos regentados por los dominicos, sufrió también la decadencia de la Escolástica en Quito. Los mismos estatutos de la Universidad de Santo Tomás contemplaban –igual que en San Gregorio- los actos públicos que se sustentarían y las ocasiones del día en que debían disputar. El peripatetismo escolástico decadente se convirtió de esa manera en Quito en el arte de la disputa, en la defensa tenaz y por cualquier medio, de las particularidades doctrinarias de cada corriente.

El excesivo apego al argumento de autoridad y a las sutilezas de todo orden, así como las rígidas disposiciones de seguir indefectiblemente a Santo Tomás en teología y a Goudín en filosofía, impidieron que los dominicos de Quito se abrieran oportunamente a las nuevas corrientes filosóficas. Sólo lo harán en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la escolástica pierda toda la significación y trascendencia que había tenido en Quito.

De este periodo decadente se conservan algunos cursos filosóficos de dominicos que enseñaron en la Universidad de Santo Tomás. Merecen especial mención los cursos del padre fray Manuel Román y del padre fray Nicolás Fernández, que enseñaron en el primer cuarto del siglo XVIII. Estos textos manuscritos esperan consideraciones más amplias porque representan, a fin de cuentas, las únicas muestras de la escolástica tomista decadente en Quito.

Por su parte, los franciscanos también sufrían las vicisitudes de la decadencia escolástica. En 1701 se fundó expresamente una cátedra escolástica en la Universidad de Santo Tomás, amén de las existentes en otros centros franciscanos. Escoto era el filósofo que más cátedras tenía en Quito; sin embargo, esta abundancia de cátedras, en lugar de significar un florecimiento del escotismo y la Filosofía en general, significaba un aferramiento, una búsqueda angustiosa de supervivencia frente a la inevitable caída de la escolástica.

En la vertiente escotista se distinguen, en el primer cuarto del siglo XVIII, los padres Pedro Alcántara Mejía, Bermabé Serrano, Cristóbal López Merino y Bartolomé Ochoa. En el segundo cuarto, los padres Clemente Rodríguez y Agustín Marbán. Los manuscritos de estos profesores, situados todos in Scotti via merecen ahora estudios especiales que pongan de relieve los varios aspectos de esta decadencia.

Los agustinos y su escolástica de tintes agustinianos sufrieron también esta decadencia del peripatetismo escolástico. Y no sólo sufrieron una decadencia filosófica, sino sobre todo una decadencia institucional: su Universidad de San Fulgencio había llegado a tal descrédito que era una vergüenza pública presentar un título conseguido en ella.

Así pues, durante la primera mitad del siglo XVIII la escolástica agoniza lenta e inevitablemente. Felizmente, al margen de esta agonía sucedían hechos verdaderamente significativos para la filosofía que se hacía en Quito colonial.

3.4. La Escolástica modernizante en Quito: 1736-1767

En 1736 llegaron los Académicos franceses a Quito para realizar varias observaciones y mediciones científicas. Con la venida de los académicos Quito despertó de su sueño dogmático y abrió sus puertas a las ciencias experimentales. Esto relegó a la escolástica a sus últimas trincheras: las cátedras de Filosofía de los colegios y universidades regentadas por religiosos. En el segundo cuarto del siglo XVIII se pueden distinguir claramente dos cauces de la filosofía en Quito: el escolástico-tradicional y el experimental-moderno. Pero la escolástica, para no morir del todo, tuvo que integrar varios elementos de la filosofía moderna y de la ciencia experimental, dando como resultado una escolástica modernizante.

La filosofía moderna en Quito tuvo su representante cimero en el padre Juan Magnin, cuya obra manuscrita Millietus amicus cum Catersio, seu Cartesius reformatus espera todavía el análisis de los especialistas. Magnin, que nunca fue profesor de Filosofía, introdujo de manera definitiva a Descartes en Quito. Por su parte, la ciencia experimental encontró su representante máximo en Pedro Vicente Maldonado, científico ecuatoriano que por sus profundos conocimientos fue nombrado miembro de las Academias de Ciencias de París y Londres.

El padre Magnin escribió su obra poco después de que los académicos franceses terminaran su misión y, al parecer, a instancias del mismo La Condamine. Y Pedro Maldonado colaboró activamente con los académicos en sus mediciones científicas. Magnin y Maldonado fueron los frutos maduros de ese ambiente de modernidad que Quito vivió con la venida de la Misión Geodésica Francesa. La relevancia de este hecho cultural espera, igualmente, un análisis filosófico de parte de los pensadores ecuatorianos.

Por su parte, la filosofía académica –sobre todo la de San Gregorio- sufrió un rudo golpe con las actividades científicas de los académicos. Inmediatamente después de su partida, el padre Marco de la Vega tuvo que incluir en su curso filosófico una Notitia variorum systematum en la que revisó el sistema de Descartes. Luego el padre Joaquín de Álvarez se vio forzado a dar un paso más adelante y tratar ampliamente el atomistarum systema, aunque acabó por refutarlo.

Para mediados del siglo se manejaba en Quito la obra Philosophia vetus et nova ad usum Scholae de Juan Bautista Du Hamel y se utiliza igualmente el Curso del padre Fortunato de Brixia que acepta el sistema de Tico Brahe en la Physica. Esto obligó al padre Francisco Xavier de Aguilar a abandonar el Systema Mundo Ptolomei para introducir en Quito el Systema Tichonico. Se nota que el esfuerzo desplegado por nuestros profesores de Filosofía para conciliar las Escrituras con la Ciencia es ya dramático y sólo un exceso de prudencia impidió que Juan Bautista Aguirre introdujera de una vez el sistema copernicano.

Finalmente, el padre Juan de Hospital, presionado por un ambiente modernizante ineludible y por una dinámica interna de nuestra filosofía que había arrancado de los siglos atrás, defendió pública y académicamente el sistema copernicano. Sus Theses Philosophiae, sustentadas en 1761 por su discípulo Manuel Carvajal, constituyen un documento histórico importantísimo en el desarrollo de nuestra filosofía.

Hospital es un escolástico moderno cuyo valor radica no sólo en haber aceptado un sistema moderno sino en haber situado su curso en una perspectiva moderna. Hospital fue lo suficientemente sagaz como para dar a su curso una estructura escolástica y un tratamiento moderno. Su curso de filosofía y los cursos manuscritos de los profesores anteriormente nombrados esperan también el estudio y valoración de los entendidos.

Las otras vertientes escolásticas se vieron forzadas igualmente a introducir la filosofía moderna en sus cursos filosóficos. En la vertiente tomista merecen destacarse, en el tercer cuarto del siglo XVIII, los dominicos Juan Albán y Lorenzo Ramírez, quienes demuestran un cabal conocimiento de las nuevas tendencias filosófico-experimentales.

Los franciscanos, con sus cinco cátedras de Escoto, tuvieron que considerar también las corrientes modernas. Menos eclécticos que los jesuitas, sin duda, tuvieron que buscar los modos apropiados para integrar la nueva Filosofía en su Escolástica. Para 1767, los escotistas constituían la vertiente filosófica más activa en Quito, por eso se les encargaron las cátedras de San Gregorio que los jesuitas dejaron vacantes al ser expulsados por Carlos III. Descuellan en esta época los padres Tomás Enríquez de Guzmán, Francisco Xavier de Jesús y Lagraña, famoso por la Carta teológica que Eugenio Espejo escribiera con su nombre, y Manuel Corrales que enseñó Filosofía en San Gregorio.

Después de la expulsión de los jesuitas, la escolástica quiteña muestra una marcada tendencia de eclecticismo con los inevitables matices de la Ilustración. Eugenio Espejo es la figura cumbre del último tercio del siglo XVIII, junto con Miguel Antonio Rodríguez, quien en 1795 introdujo por segunda vez en Quito las ciencias experimentales.

La expulsión de los jesuitas de 1767 representa, pues, un límite en la evolución de nuestra filosofía. La escolástica colonial había perdido la relevancia y trascendencia de siglos anteriores; quedaba abierta la puerta para la nueva filosofía y para las ciencias experimentales. Estas ideas modernas configuraron no sólo un nuevo ambiente científico-filosófico capitalizado a principios del siglo XIX por José Mejía Lequerica, sino también una nueva realidad social que encontró su forma de expresión en las guerras de independencia.

La Filosofía en Quito colonial 1534-1767

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