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El flash, Simón y el perro

El flash estalló invasivo, acaparando para siempre la cara de Simón: las mejillas blancas, la boca babeada y los ojos azules y sonrientes, que miraban con alegría a Olafo, el cual movía de aquí para allá la cola gruesa y parda.

Pusieron al niño de dos años al lado de Olafo, un terrier americano que había visto nacer a todos los pequeños de la casa. Algunos de esos niños apenas se sostenían, respiraban con ruidos espontáneos, tanteaban el mundo con la boca, presta a engullirlo. Gateaban persiguiendo a Olafo y, de cuando en cuando, el perro les lamía la leche que les agrietaba los pliegues de los brazos, caída desde el primer tetero de la mañana.

Simón no tuvo mucha elección. Esa mañana tomó su ración de leche y sol. Se dejó bañar con la promesa de los rayos puros del sol campestre, lo secaron con fricción a pequeños estrujones. Rio como el niño de buena salud que era, dejó salir unos gorgoteos de vida de los pulmones lustrosos. Recibió el desayuno en la calidez del corredor de la finca mientras llevaban a pastar a algunos caballos rezagados de la madrugada. Lo dejaron jugar en la cerca del patio, con primos y hermanos que lo hicieron tropezar sin muchas consecuencias. A lo sumo, lloriqueó dos minutos, conociendo la angustia mientras oteaba la agarradera de la pupa fuera de su alcance.

A la hora de la media mañana, viendo a los niños pelearse por abrazar a Olafo, a la tía de la casa se le ocurrió la idea de la foto con el perro en el zaguán que daba a los cuartos. Amontonaron las cabecitas, les proporcionaron juguetes para que fuera más colorida la foto. Olafo babeaba las cabezas de sus dueños, Simón lo abrazaba colgándosele del cuello. La tía dio múltiples instrucciones para esa foto, corrigió posiciones, delimitó el marco lo que más pudo. Disparó.

Los ojos del perro fueron iluminados por el flash, que inundó la pupila. El ojo canino, capturado por el destello, perdió las constantes del proceder. Extravió la línea ancestral, filogenética, donde está claro que un perro, ante el abrazo de su pequeño dueño, saca la lengua y lame la mejilla rosada. El flash cortó de tajo la conducción de la información, así que el perro, ante el disparo del flash, ante el abrazo del niño, se dio la vuelta y, en vez de sacar la lengua, aguzó los colmillos y palpó en la poca distancia el cuello templado de Simón.

Hundió en la piel nueva el furor de unos dientes extraviados.

El filo del marfil halló el camino de la aorta, la atravesó sin obstáculos, produciendo al instante el desangramiento cuantioso del pequeño.

Cuando la sordera del flash extinguió el encandilamiento, el perro y el niño habían construido otra imagen. Ahora el perro era un instrumento de corte filoso y conciso, empeñado en atravesar el cuello abierto a ese acto. Ahora el niño, con la cabeza ladeada, tenía la mirada ausente, a pesar de sus ojos azules abiertos.

Luego el perro huyó ante la inminencia de la sangre desplegada en su hocico.

Tardaron varias horas en encontrarlo. Agazapado en el corral de las gallinas, husmeaba la novedad y la extrañeza en el aire. Cuando fue fusilado, doce horas después, por exigencia de las autoridades del pueblo, se contradecía entre menear la cola o lanzar tristes quejas de perro.

Se confundió de nuevo cuando el fusil apuntó a su corazón de perro, cuando las gallinas volcaron las cuencas de agua y desordenaron las pirámides de cuido por el estruendo de una bala proyectada. El hocico fue el primero en caer y luego las orejas y luego su cuerpo asustado, para siempre desorientado.

Improntas

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