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El alemán

El ala caída del sombrero no se parece en nada a las maneras que tienen los hombres de por aquí de llevar el sombrero. Tiene algo diferente. Los dientes son amarillos y pareciera que no deberían ser de otro color. Los ojos azules encarnan la autoridad, como si por el solo hecho de ser de ese color ya tuvieran la fuerza de la ley. El cuerpo largo y delgado apunta a una decisión que es siempre vertical, no es posible una duda o un echarse para atrás.

Sostiene un cigarrillo que a veces está encendido y otras veces apagado. Los dedos infinitos se llevan el cigarrillo a la boca de cuando en cuando, la mayoría del tiempo el envoltorio de papel está entre los dedos, viaja a todos lados con el dueño, que va hasta la cantina y justo antes de entrar le da una chupada larga, desprovista de gestos. Hay momentos en los que el alemán camina con el cigarrillo apagado palpitándole, ayudándole a señalar, a sostener una explicación necesaria en medio de su idioma radical. Hay instantes en los que ese cigarrillo describe comidas deseadas, delinea un trago o farfulla una conquista mucho mejor de lo que lo haría su dueño, aun si quisiera hablar en español.

Está cayendo la tarde, mamá ha dicho que mañana comenzaremos de nuevo la fila. Desde ayer la columna de mujeres, avanzando un paso cada veinte minutos, se ha multiplicado. Ellas se rinden a esta hora en que muchas deben regresar a casa y cocinar la cena, dormir a los niños, sacudir el polvo que ha ido acumulándose a lo largo del día. En la fila, la puerta se divisa lejana, las mujeres jóvenes, las señoras y las casi niñas salen del umbral plisándose la falda, como para recobrar algo que hubiesen olvidado en la acera. Salen nerviosas y recelosas, mirando de soslayo a las próximas que dan un paso al frente, expectantes, ávidas de traspasar el quicio.

El señor Von llegó al pueblo hace dos meses, en bus, como un paisano más que regresara de alguna diligencia en Medellín. Trajo una única maleta, pequeña, cuadrada, de cuero usado. Con el cigarrillo apagado que había sostenido en todo el viaje, preguntó por un hotel y le señalaron el más bonito. Fue a situarse allí como quien está de paso: salía a desayunar muy temprano café oscuro y panes recién hechos. Daba vueltas por la plaza de mercado, tomaba café a lo largo de la mañana y almorzaba en el restaurante de su hotel, esgrimiendo frases que nadie entendía, pero que traducían satisfacción por la comida recibida.

El resto de la tarde visitaba a los carpinteros del pueblo, uno por uno, mirándolos hacer los taburetes y las mesas, las camas de recién casados, los marcos de las ventanas de las casas. Apretaba el cigarrillo y conversaba para sí mismo mientras los lugareños, capaces de establecer conversación con cualquiera que los mirara, se hacían entender ante la curiosidad de su visitante. Luego supimos que en su pueblo de origen ejercía el oficio de ebanista para una constructora de barcos, donde trabajó desde muy joven hasta el momento de su retiro. Había decidido dedicarse a hacer muebles y paneles, cualquier armazón útil que pudiera salir de la madera y la sierra humeante.

Cuando vimos que pasaban los días y el alemán se instalaba con la parsimonia de una hormiga, quisimos conocerlo mejor. Los carpinteros, los bebedores de la cantina y las mujeres de Calle Alegre eran los únicos que habían establecido contacto íntimo con él. Todas las noches cumplía con su ceremonia de beberse una botella de aguardiente, aunque el trago parecía no hacerle cosquillas. Sentado en una mesa, rodeado de carpinteros que desplegaban todas las artimañas de su oficio bajo el estado de ebriedad, el hombre alto escuchaba en silencio, tosiendo de vez en cuando en alemán. Mientras sus acompañantes regresaban a casa con el cuerpo desequilibrado por el licor, él caminaba recto y seguro, con el sombrero de ala caída, el cigarrillo encendido entre los dedos y ese rostro enjuto de hombre blanco y mal humorado que nunca habría de decir a nadie sus profundas verdades. Los ojos azules alumbraban el camino de regreso en un pueblo diminuto donde era imposible perderse.

Alquiló la casa más linda y más antigua del pueblo. En el patio trasero instaló un taller de carpintería que fue procurándose de a poco: sierra eléctrica, mesa de madera amplia —con los círculos adecuados para aserrar cómodamente—, martillos, clavos cortos e inmensos, canastas donde aparecían instrumentos todavía sin clasificar. El olor de la madera se fijaba a las plantas medicinales que habían dejado los dueños anteriores, la casa adquiría esa tonalidad sepia del polvo vivo, que recorría las paredes, los platos y el agua del baño. Así nacieron los primeros muebles de la casa: altivos, pero con la piel en carne viva, sin esmalte ni pintura, las venas de la madera podían palparse en el asiento del sofá. Apareció una cama grande para la habitación principal, con las mesas de noche y un armario suntuoso. Camas gemelas para las habitaciones contiguas, alacenas para la cocina, mesitas caprichosas que sostenían plantas rescatadas del solar y marcos silenciosos para guarecer fotografías e imágenes que el alemán se había traído consigo de su patria.

Como si fuera un dios, consideró que casi todo había quedado bien hecho.

Una de esas tardes se sentó en el quicio de la puerta y se sumergió en la rutina ajena. Vio los niños presurosos salir de la biblioteca y los hombres volver del trabajo, sudorosos por la ardua labor. Reparó en las ancianas, que caminaban esperanzadas hacia la puerta de la iglesia, ahorrando entre los dedos las cuentas del rosario. Avistó a las mujeres, cogidas por ellas mismas en falta al dejar para última hora la compra del pan. Miró hacia el interior de su casa, arrojó la ceniza del cigarrillo encendido y tuvo que aguzar los ojos azules para distinguir los objetos en medio del túnel de oscuridad que se había apoderado del corredor.

Volteó de nuevo hacia la calle, escupió en alemán y sostuvo la mirada en el horizonte por largas horas. Cuando decidió entrar a las tinieblas que eran su hogar, antes de encender las luces había resuelto procurarse una mujer. Esas fueron las palabras en su pensamiento de alemán, se dijo: “Tengo que hacerme a una mujer”.

Al día siguiente lo vimos comenzar la ejecución. De calle en calle, fue pegando cartulinas en las paredes de las esquinas del pueblo, ayudado por un niño que escribía legiblemente y luego le alargaba el pliego que él fijaba con esmero mediante brochazos de pegante. En medio del papel azul, sin ningún tipo de encabezado, podía leerse:

Busco mujer que sea buena compañera, mantenga la casa limpia y cocine bien. Es indispensable que no sea perezosa. Las interesadas, favor presentarse a partir de mañana a mi casa para ser entrevistadas.

El alemán

Al principio de la mañana, los carteles causaron risa, pero al mediodía, cuando el alemán ya le había dado la vuelta al pueblo con ellos, el humor de los aldeanos empezó a caldearse. Especialmente el de los hombres. Ofendidos los unos e incrédulos los otros, se presentaron en la alcaldía.

El alcalde no pudo encontrar motivo alguno para impedir que el alemán colgara sus carteles en las paredes del pueblo. Les aconsejó a aquellos hombres inquietos que ignoraran el asunto. Al fin y al cabo —les dijo—, ninguna mujer sensata iba a hacer caso de semejante invitación.

Al día siguiente, la fila de mujeres le daba la vuelta a la manzana.

Algunas de esas mujeres eran solteras, jóvenes, varias de ellas apenas arribando a los catorce años. Otras, solteras también, oscilaban entre los veinticinco y los cuarenta años. Una que otra ya pasada de los cincuenta se atrevió a hacer la fila, a pesar de que la artritis y la tos no le permitían estarse de pie mucho tiempo. Pero no solo fueron a dar allí las mujeres sin compromiso. Algunas casadas, aprovechando que los maridos habían salido temprano para el trabajo, se hicieron las que saludaron a las conocidas de la fila y se acodaron con disimulo en la pared que sostenía la línea de mujeres expuestas al sol de la mañana. Solteras y casadas habían acudido a la invitación del alemán sin mucha claridad sobre lo que buscaba ese hombre taciturno.

Mamá había ido a pararse en la fila después de mucho pensarlo. La vi morderse las uñas, parada en la puerta de nuestra casa, como si algo la agitara profusamente. Las vecinas le contaron las ocurrencias del alemán muertas de risa, incrédulas, fingiendo que no harían la fila por nada del mundo. Ya en la tarde del primer día, mamá las divisó a lo lejos, parapetadas en zapatos altos, incomodísimos, con el vestido del domingo. Ella quiso saber qué preguntaba el hombre en la entrevista, qué había que hacer, qué era lo que él pedía.

El alemán, sentado en la mesa que había puesto en el solar, preguntaba la edad, la procedencia, el estado civil, la estatura, el número de maternidades ocurridas, los platillos que sabía preparar la candidata y la disponibilidad para mudarse de inmediato a su casa. Ayudado por un pequeño niño que se había convertido en su intérprete —el extranjero soltaba unas cuantas frases en español y el chico conseguía hacerse entender por medio de exageradas mímicas gestuales—, se formaba una idea de la candidata, que consignaba en un comentario de un párrafo escrito con letra pegada en el cuaderno que había comprado para ello.

Mamá concluyó que no había mayor riesgo en hacer la fila. Sabía que entre los pedidos había algo más que limpiar, cocinar, lavar y planchar. Pero pensaba en nosotros. Teníamos hambre y necesidad de ir a la escuela con ropa y zapatos. Por eso ayer, el segundo día desde que comenzó todo esto, mamá vino a ponerse en la fila. Llegó con todos nosotros, no tenía dónde dejarnos. Al finalizar la tarde, cuando la fila se deshizo, ella retornó con tres niños mugrosos, calzados con zapatos de suelas rotas y con un hambre que se avistaba a kilómetros. Juana lloraba como si hubiera llegado el fin del mundo. Hoy ha sido lo mismo.

El alemán todavía no ha elegido mujer.

Acaba de entrar una señora y luego sigue mamá. Las miradas posadas en la puerta ignoran que ya han dado las once de la mañana, se distraen levemente por el olor a verdura cocida que se esparce por la calle soleada.

La señora que acaba de salir suelta la frase como si dictara sentencia: “Que siga”, le dice a mamá, y a continuación se seca el sudor del rostro con un pañuelo de papel que vuelve a guardar. Desde el pórtico, la frescura de una casa limpia aligera el calor de la víspera del mediodía. Huele a lavanda y a madera recién cepillada. La baldosa cuarteada, aquí y allá, por viejas vetas de pintura no altera la majestuosidad del piso lustrado.

En el solar, debajo de un platanar abierto, yace el alemán con el cuaderno desplegado. El niño que le sirve de intérprete juega trompo entre una y otra entrevista.

Mamá camina y nosotros detrás, con miedo, observando alelados las amplias habitaciones con dulces camas de madera. Se fija primero en nosotros y luego en mamá. Tres chiquillos frente a él no debe ser la imagen que este hombre, con un cigarro encendido, busca entre las muchas candidatas del pueblo. Tres chiquillos frente a él… y mamá. De mediana estatura, ni gorda ni delgada, las formas dejándose ceñir por el escuálido vestido azul. El pelo negro y suelto, a la altura de los hombros, un pelo casi azul, que limita el iris, perdidamente oscuro. Mamá baja la mirada, indispuesta, sin saber qué hacer ante los ojos alemanes y cerúleos.

El hombre la invita a sentarse. Todos nos sentamos. A cada lado de mamá, en la silla, y en las piernas de ella: ese es el cuadro.

No llama al chico del trompo, se endereza y abre la boca, dubitativo. Por primera vez el alemán hace las preguntas por sí mismo, sin la ayuda del chiquillo. Con torpeza pregunta lo que quiere. Sobre la cocina, sobre el cuidado de la casa, los horarios en los que nos levantamos, la hora de ir a la cama, el estado civil de mamá. Rastrea con temor la imagen que parpadea frente a él: una mujer que le narra los platos que puede cocinar, la hora a la cual se levanta, cómo es que los niños son tranquilos, no molestan mucho y suelen irse a la cama temprano. Todo eso se va describiendo con la voz baja y suave, con unos ojos oscuros que lo reconocen —como si se fijara en los labios del hombre, en la piel blanca, en la barba que rodea la boca y hace sombra en la nariz— mientras con los dedos se quita los cadejos de cabello que insisten en cubrir el rostro por el viento generoso de ese mediodía.

Los ojos azules van y vienen, descansan en un mango alto de cuyas ramas penden los frutos carnosos, pesados.

—¿Puedes repetir tu nombre? —pregunta mientras inclina la cabeza, sabiéndose malignamente alto.

—Margarita.

Eleva el hombro hacia el oído como para guarecer la voz que ha transitado.

—Margarita —repite, sorprendiendo al chico del trompo, que ahora se sabe inútil. Suelta el lápiz sin darse cuenta, con esa usual dificultad que lo circunda en cuanto a sumergirse en los contenidos de sus actos. Aun así, la confusión es delicada y reveladora, va y viene en medio de un olor que no deja de hechizarlo.

Y es suficiente. Cae en la cuenta de que ha soltado el lápiz.

—¿Es posible que se queden ahora mismo?

—¿Cómo ha dicho?

—Hoy mismo, usted y sus hijos.

Mamá nos ha mirado confundida. ¿Ha sido la elegida?

—¿Quedarnos?

—Sí, usted es la indicada.

—¿Por qué? —pregunta ella, alterando el desarrollo y el formato, los límites y las líneas, el contenido y el fondo.

—No lo sé bien —contesta él, dándose cuenta de que ha caído la linealidad en la que había instaurado ese escenario—, pero creo que es usted.

—No puedo aceptarlo. Lamento haber perdido el tiempo aquí y habérselo hecho perder a usted. —Y se levanta.

Cuando ella se pone de pie y nosotros rodamos como migas de galleta, con un torpe esfuerzo por levantarnos prontamente, el alemán omite retornar a su silencio de siempre, la inquietud lo cercena y lo delata, llevándolo a jugar una partida más:

—¿Qué debo hacer para que se quede?

Mamá lo mira con sinceridad y atrevimiento, sintiéndolo acaso un caminante con el que se ha topado, un igual con el que es posible conversar en ese borde de camino.

—No lo conozco, no puedo vivir aquí con mis hijos, su invitación es un insulto.

—¿Y entonces por qué ha venido?

—Mis hijos tienen hambre, por un momento la tragedia tomó la decisión. Pero no puedo permitirlo.

Como si pensara en esa respuesta y lo abandonaran las objeciones, el alemán tose y se obstina en mirarla, pero su interlocutora no aguarda más, nos ata a sus manos a lado y lado dándose la vuelta en busca del laberinto por donde llegó, ese pasadizo de cuartos blancos que desembocan en la luz radiante que viene de la calle.

Una vez más alcanzamos a percibir, en ese retorno agitado, el olor de la canela y la herrumbre entremezclada en el corazón de la madera. El sol nos coge de sorpresa y mis hermanos y yo cerramos los ojos, atormentados por la incandescencia; no vemos las lágrimas tardías fluir del rostro de mi madre ante la indignación. No vemos al alemán, que viene detrás de nosotros, a grandes pasos, sin ese cigarrillo entre los dedos, más bien las manos parecen sueltas a su voluntad en ese casi correr en que nos grita y nos persigue, nos hace señales, corre a trompicones, su altura roza las ramas de los gobernadores.

Vocifera en un imperfecto español que hace que por fin nos detengamos en plena calle. Se detiene junto a nosotros. Descansa y recupera la lobreguez de su pose. Agarrado a sus manos vacías, hace la pregunta que le concierne:

—¿Y podríamos conocernos?

Asombrados los ojos que lo recorren, casi húmedas las pestañas por la emoción, le contesta:

—Podríamos conocernos.

El alemán, olvidando por completo su cigarrillo, mete las manos en los bolsillos y camina junto a nosotros en esas calles blancas y estrechas tan pegadas al cielo. Sigue siendo esa hora inhóspita en que distinguimos sus gestos fuera de la complexión de siempre, en una humanizada pose de hombre que acaba de pedirle algo a una mujer en una calle estrecha de un pequeño pueblo del suroeste antioqueño.

Improntas

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