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Un papá, una niña y un libro

Le doy vueltas al espacio que ocupan la niña y el padre en el balcón. El balcón de un segundo piso. Giro alrededor de ambos. Un señor corpulento en una camisa a rayas aprieta con esfuerzo desmesurado un lápiz amarillo. Está agachado sobre el cuaderno abierto, que huele a leche en polvo. La niña está descalza, tiene un pantalón largo y una blusa de casa, observa el cuaderno, trata de aferrarse, aunque el movimiento de la calle la distrae de continuo.

Si voy directamente a ellos, si camino por la baldosa a cuadros rojos y amarillos de esa casa, incluido el balcón, y asciendo por los pies de la niña y las sandalias del padre, descubro que están sentados en el borde de cemento de una pequeña jardinera que se arrincona en uno de los extremos del balcón.

La luz del sol, pese a que no los toca, les lustra a ambos los cabellos anaranjados de la cabeza.

La niña no sabe leer aún, tiene siete años, está en primero elemental, la profesora la mira con reparo cuando no acierta a descifrar el enigma de las hormigas negras paralizadas en una hoja blanca. La regla de la profesora señala un par de sílabas.

—Júntalas —ordena.

Pero la boca pálida no musita nada aunque sus compañeras suelten, a sus espaldas, un silbido que se parece al paso del viento entre los árboles altos.

La maestra le cuenta a la madre. La madre inicia un plan de enseñanza: la hermana mayor, luego la tía morena y joven. Planas sin sentido, solo un sartal de hormiguitas haciendo fila sin chistar. Nada.

Aunque el libro de lectura era una cosa deliciosa. Nacho lee primero. En la portada Nacho va por un camino empedrado, alrededor despuntan los árboles y los arbustos. Alguna ardilla lo ve pasar. Lleva sombrero, se parece extraordinariamente a Huckleberry Finn, con un pantalón sucio y roto, al cual sostienen dos cargaderas desgastadas. Todo en Nacho es devastador. Excepto que lleva un libro en la mano.

Ahora no sé qué es lo que coincide con la realidad, pero esto es lo de menos. Nacho, descalzo en un camino empedrado, parece estar a salvo, ríe incluso, pues Nacho lee.

Yo abría el libro, encontraba un olor que coincidía con el que se desprendía de las hojas del periódico que deshilvanaba papá los domingos en la sala y me concentraba en mirar los dibujos: una niña inclinada sembrando un árbol, tomates, lobos, casas, madres acariciando a sus hijos, cometas, payasos.

Así que el último maestro fue papá. Me lo anunció mamá dos días antes:

—El domingo tu papá te va a enseñar a leer.

Es domingo en la mañana. Papá se ha bañado, se ha puesto colonia, la casa entera huele a colonia, ha postergado la lectura del periódico y va hacia el muro de cemento de la jardinera. Antes de salir de la sala profiere:

—Trae el libro, el cuaderno y los lápices.

Me levanto y arrumo las cosas en ese orden en mis manos. En el rincón del balcón papá ha instalado una mesita para poner los libros y el cuaderno. Y empezamos. Se parecía un poco a lo de la profesora:

—¿La m con la a cómo suena? Júntalas.

—Mmmaaa —contestaba yo.

—Junta la t con la u —decía y hacía el gesto para pronunciar un tú.

Hicimos más ejercicios. Usamos mucho el borrador de goma. Oímos retorcerse el lápiz bajo el molino del sacapuntas.

Papá me condujo a los últimos dibujos de la cartilla y me pidió que le contara historias inventadas sobre ellos. Así que narré por mí misma la historia de una niña que plantaba un árbol, la historia muy triste de un payaso de circo, la salida del sol para un campesino que cargaba su azadón a cuestas.

Luego llegó la hora del almuerzo, descansamos, papá tomó café. Y continuamos la tarde entera, sin importar la somnolencia del almuerzo. Y sin mayores tropiezos, pudo ser a las cinco de la tarde, leí mi primera frase completa.

Recuerdo que juntaba sílabas, como había hecho con los otros ejercicios, juntaba y friccionaba el aire, porque no acertaba a dejar que la marcha prosiguiera, pero sin darme cuenta me fui de largo, casi patinando, como si jugara sobre el piso enjabonado, sobre las hormigas que gesticulaban y asentían. Leí: “El… niño… no… raya… la… mesa”.

Ya estuvo. El transitar de los buses era más lento en ese día y a esa hora, el sol se metía detrás de un cielo muy azul que guardaba algunas esquirlas de nubes que no iban a convertirse en lluvia.

Supe que había leído una frase y que era irreversible.

Ahora sé que fue un asentimiento contundente a las letras.

Papá, que me regañaba constantemente por hacer garabatos en las paredes, repitió:

—El niño no raya la mesa. ¿Te das cuenta? Para eso están los cuadernos. —Y siguió diciendo unas cosas más, como si para él enseñarme a leer y reñirme por rayar paredes fueran lo mismo.

Y lo son, de formas distintas.

El día empezó a despojarse de su techo blanco, fue cerrando la puerta con persianas azul oscuro. Sé que estuve en el balcón otro rato después de que papá se hubo levantado para leer su periódico tardío. No tengo ni idea de si me comí algunos cuentos de las últimas hojas o de si me entretuve mirando el espectáculo del cambio de la luz. Ahora mismo me devuelvo, sin precisar la escena, por los cuadros rojos y amarillos teñidos de ocaso. Dejo allí a la niña, que todavía está descalza, ya sola con el libro, como si inaugurara el sentido de su existencia.

Improntas

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