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El parto

Hasta que el líquido amniótico corrió por los muslos, había esquivado pensar en el asunto. Encontró la manera de vestir cada mes el crecimiento innegable del vientre. Los primeros meses había bajado de peso considerablemente por los vómitos matinales, tan corrientes en su estado, y por la falta total de apetito. Le llegaba desde el esófago un escozor que se acrecentaba a medida que el tiempo le agregaba centímetros a la cintura.

Podía concentrarse en la ideación del ocultamiento, en los medios para confundir a los que tuvieran sospechas, pero nunca pensaba realmente en esa situación. Descosió la pretina del uniforme y la rehízo ella misma, sentada en la taza del sanitario. Aflojó el cinturón de varios pantalones y difundió la idea de que la ropa ancha estaba de moda, por si acaso hubieran puesto allí el recelo. El vientre aumentaba para su desazón, sin que ella se detuviera a contemplar ese cuerpo que se transfiguraba.

Consiguió dar contorno y forma al organismo, crearle una imagen entre circular y enérgica, aparecer frente a todos como una chica de un apetito voraz, aun cuando comer nunca fue su fuerte. Cierto buen humor aunado a su aspecto rollizo tiñó las relaciones familiares de amistad y calidez, cuando antes era una especie de extraña que andaba de su cuarto a la puerta de la calle sin dirigir saludo a nadie. De esta manera ese colosal robustecimiento fue puesto en segundo plano.

A lo largo de esos meses determinó la profesión que habría de seguir, amenguó las salidas nocturnas y cada noche fijó la vista en los libros olvidados de la biblioteca. Hubiera aprendido a tejer si esa actividad no hubiera sido motivo de desconcierto o de asociación entre una aguja que se levanta y hace una red de hilo y un calcetín babeando hebras en sus contornos. La laboriosidad de esta chica llegó a conmocionar a la madre atareada, que ahora encontraba una recompensa a las horas invertidas en la crianza de la hija.

Los amigos de crestas azules en la cabeza la llamaron sin cesar, rogando por la heroína que no temía a las rumbas desproporcionadas aun en los días de semana. Los llamados no fueron atendidos. Les dio la espalda, bajó un tomo de filosofía del anaquel más alto de la biblioteca, sopló el polvo reposado en aquel lomo amarillento y se metió de cabeza a esas líneas pardas de secretos antiguos. Una cosa seguía a la otra: aprendió a cocinar, se movía en el cuarto de humos densos con una cintura abultada, esparciendo harina de trigo sobre moldes transparentes, donde más tarde emergía una torta blanda y dulce. Adquirió cierto gusto por acompañar a su madre en las tardes, cuando ella tomaba el café con leche y tostadas. Podía verse a la madre y a la hija en el balcón, interesadas en el fragoroso otoño del jardín, en donde el ripio de las hojas tejía elaboradas alfombras amarillas.

Y así el último día fue pálido e indeciso, sin clima, sin esperas ni sobresaltos. Llegó puntual del colegio, fingió atiborrarse de legumbres y se metió al bolsillo del uniforme un frasco de alcohol, un paquete de algodón y un bisturí de manualidades escolares. Lo había visto en internet, pero el dolor no se grafica a pesar de los avances de la tecnología.

Pasó el cerrojo de la puerta del baño esforzándose en no producir ruidos sospechosos. Así mismo, con suma delicadeza, levantó la tapa del sanitario y examinó los efectos como si acabara de desactivar una mina. Los oídos le latían por el sumo esfuerzo con el que pretendía escuchar cualquier movimiento incierto. Al acomodarse en la taza, sintió el vaho del agua fría del sanitario y por primera vez fue consciente del miedo y de la pesadez del cuerpo. Hacía una hora que la fuente de su secreto se había roto. Las medias empapadas y los zapatos calados de líquido amniótico la entumecieron de frío y escozor hasta que se produjo la salida del colegio.

Se levantó el uniforme y miró estupefacta la redondez del vientre, la piel dilatada y levemente azul. Los contornos circulares habían empezado a reducirse después de romper aguas y casi podía suponer que aquel promontorio de piel en medio del globo terráqueo era un pequeño brazo esforzándose por iniciar la salida. Esa insinuación de codo o de antebrazo la obnubiló por dos segundos mientras observaba los diminutos veleros que ondulaban en la cuadrada cerámica del baño.

Finalmente abrió las piernas y se reacomodó, tratando de adoptar una posición de acostada. Las contracciones aumentaban a medida que el tiempo avanzaba, y cada una de ellas arrasaba con la cordura de la parturienta, que se empeñaba en no gritar ni producir bullicio.

La persistencia de esa puerta cerrada, sin embargo, llamó la atención de la hermana, que necesitaba con urgencia ir al baño. Cuando respondió que en un momento salía, no pudo evitar que el calor del dolor traspasara la puerta por medio de la quejumbrosa voz. Entonces la hermana preguntó si pasaba algo.

La arremetida del dolor le propinó algunas alucinaciones momentáneas. Tuvo que construir una respuesta a la vez que esquivaba el fragor de la marea alta en la que estaba a punto de naufragar uno de los veleros de las baldosas del baño.

—Estoy bien, no voy a tardarme —musitó, delatándose de una vez por todas en su condición de agonizante. Luego se produjeron un sinnúmero de hechos de los que ella ya no pudo enterarse hasta mucho después: la hermana insistió con la puerta, la llamó a gritos, alarmó a la madre a través del teléfono.

El sudor y la sangre destilaban al mismo tiempo, la carne abría paso a la convulsionante vida que se gastaba su apuro en venir al mundo mientras en su escarbar aruñaba promontorios de carne sin cesar la marcha. Los gritos salían involuntariamente, pues el mundo, reducido a aquel sanitario estrecho, pugnaba por arrasar la imagen del dolor o por duplicarla, haciendo de todo ello una metamorfosis de sangre y vida.

También se enteró más tarde de que su madre al llegar a casa, ante la puerta cerrada del baño y los quejidos garrafales de la hija, fue por el vecino carpintero, que inició el desbaratamiento de la puerta mientras se llamaba a urgencias. Varios vecinos esperaban ansiosos en la sala de estar a que derribaran la puerta y se develara la tragedia del otro lado.

Fue en el preciso instante en que la mano agarrotada de dolor cortó el cordón umbilical con el sucio bisturí escolar y en que el promontorio de carne cayó al agua, provocando un gran chapuzón que le empapó la cara a la parida, que el carpintero desmontó la mayoría de las bisagras y logró abrir la puerta de medio lado. La madre se abalanzó determinada hacia su hija, comprendió en un segundo la trama irreal a la que asistía, la hizo a un lado y la ayudó a caer lo más a salvo posible en el piso. Luego revolvió el sanitario como una ciega infeliz. Tuvo que meter las dos manos para extraer el cuerpo arrugado y tembloroso del recién nacido, que en cuanto salió de las aguas soltó un llanto colosal que dio más que cuenta de la generosa salud de los pulmones.

Desde el suelo, la recién madre distinguió el cuerpo blanco de su hijo, que tiritaba de frío furioso con la vida y en busca, con la boca curvada, de un pezón al cual asirse. Los vecinos se acumularon en la puerta y se llenaron de versiones que habrían de contar más tarde. Llegó la ambulancia con los paramédicos enguantados, quienes auxiliaron unos a la chica del piso y otros al bebé hambriento, que se empeñaba en hallar alguna fuente de alimento. Y también entraron los agentes de la Policía que a algún curioso, en el último momento, se le había ocurrido llamar.

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