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El abuelo español

El padre de mi padre bebía café negro, hirviendo, cada madrugada, mucho antes de que el gallo cantara en el patio. Levantaba el cuerpo alto del lecho, se deshacía de la proximidad de la esposa y, como un ciego conocedor del espacio, iba hasta la cocina sin iluminar las estancias.

Encendía la radio y musitaba las canciones románticas. Los troncos de la leña lograban hacer una montaña gris que ardía después del primer fósforo rastrillado. Buscaba la cazuela ahondada, ponía agua a hervir y, en cuanto sentía bullir el líquido, colmaba la vasija del café molido. No bien se había producido un segundo hervor, levantaba el recipiente y colaba el líquido espeso. Servía en dos tazas el resultado de la preparación, volvía de a poco al cuarto donde todavía dormía su mujer y la despertaba con infinita paciencia hasta que la señora, cubierta del sopor de los cabellos grises, auguraba el aroma conocido del café hirviendo.

Así era todos los días.

La esposa se despertaba del todo, conseguía enredarse el delantal en la cintura y atizaba el fuego que el marido había comenzado. Iniciaba a una danza monótona frente a la máquina de moler insertando maíz en la bocaza de metal, de donde salía la masa suave y blanca que ella convertía más tarde en delgadas planchas listas para asar.

La hora del desayuno aparecía en medio del olor a maíz cocido y huevos con hogao. Frituras que esparcían una melancólica hambre de tocino y carne gorda. Quesos que emanaban la frescura de la leche guardada en hojas de plátano verde. El aroma del chocolate se agolpaba en las cuatro paredes de la cocina de barro y luchaba por expandirse en los aires y ahogar la pureza del viento azul.

El hombre alto se limpiaba la boca con la manga de la camisa, se persignaba desprevenidamente y, tras calarse el machete en el cinto, echaba a andar hacia la cañada, perdiéndose por los matorrales en el interior del monte. Llegaba hasta los cultivos con parsimonia, saludaba las matas de maíz y yuca, desyerbaba las hileras de plátano y cañabrava, y descansaba para fumarse ese primer cigarrillo del día.

Era tan alto como las ramas más majestuosas del cañaduzal, con un cuerpo delgado que ceñía dignamente las camisas de leñador que portaba. La cabeza triangular y los cabellos rojos le hacían juego con las cejas y las pestañas. Los pómulos estrechos y la boca enjuta recordaban a primera vista a don Quijote de la Mancha.

Decían que era hijo de un español.

No podía saberse más del asunto en ese mundo de plataneras hinchadas de viento. Era todo lo que había: caminos hechos de tanto caminar el suelo verde, plataneras macizas que se tragaban el viento e inflaban sus guineos aún pequeños, árboles de naranja embrujando el aire con el dulzor de la fruta naranjada; rumores e historias en las cocinas de barro sobre los partos y los matrimonios, los hijos concebidos en habitaciones por fuera de la bendición de Dios; la historia de una campesina que da su brazo a torcer frente al señor rubio venido de otro continente, un niño de cabello rojo que eclipsaba la noche en una humilde habitación ante los ojos indignados del supuesto padre.

Decían que tenía el mismo largor en el cuerpo, los gestos pausados al hablar, los huesos triangulares en el rostro. El abuelo adquirió la costumbre de caminar con la cabeza gacha, por lo que el cuello encorvado le hacía ocultar la dimensión de su estatura.

Sobre todo, el abuelo nunca indagó por nada. No interrogó por el origen de los cabellos ocres, aun cuando en su árbol genealógico no hubo una sola cabeza siquiera rubia o clara. Evitó escudriñar la historia de su osamenta larga y su piel blanca, de las expresiones que lo hacían ser un hombre ajeno a esas tierras de cilantro y cidras.

Cada día festejó el nacimiento saludable de las arracachas robustas y albinas, de las zanahorias carnosas y de las papas lustrosas que sus manos traían al mundo en medio de tierra y yerbajos verdes. Desconoció para siempre la versión escuchada en la cantina sobre un apellido que era posible reclamar y la imaginaria porción de herencia desconocida.

Llamó “madre” a la mujer que siempre conoció como tal y “padre” al campesino que vio morir aún siendo muy pequeño. Cerró la boca ante su prole blanquísima, de aspecto meditabundo y cabellos rojos y sueltos.

Se soportó con fuerza en la vereda donde se anclaban su techo y su hogar.

Improntas

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