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Lo que dejaron ser a las mujeres.
Modelos establecidos Las hijas de Eva
ОглавлениеDijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.
Génesis
Adán fue tentado por Eva, no ella por él.
Graciano
En una sociedad mayoritariamente analfabeta como la medieval, fueron necesarios medios visuales y orales para transmitir los valores que la Iglesia quería sembrar en sus fieles. Con un analfabetismo que no fue combatido hasta el siglo XVI y con la reforma protestante, en ese entonces, leer las Sagradas Escrituras suponía una herejía para hombres y mujeres laicos. Eran los curas de las parroquias, los abades y los obispos en las grandes catedrales los intermediarios de Dios en la Tierra y, como tales, eran ellos, y solo ellos, los encargados de transmitir la palabra divina a sus rebaños de pecadores.
El púlpito fue el principal medio de transmisión, pero hubo otros también muy efectivos: las esculturas, relieves y vitrales de las iglesias románicas y góticas. Las imágenes representadas en capiteles o portaladas tenían una doble función: eran ornamentales y, sobre todo, pedagógicas.
Antes de que la imagen de María se extendiera por todas las hermosas catedrales consagradas a ella, otra mujer aparece de manera reiterada en las piedras de las iglesias medievales. Esa mujer es, sin duda, Eva.
La imagen más recurrente es la que recrea la escena del pecado original. Adán y Eva, dispuestos uno a cada lado del árbol de la ciencia, aparecen sin embargo en posturas distintas. A Adán se le esculpió tapándose la desnudez, o con la mano en el cuello como muestra de su atragantamiento al probar la fruta prohibida que le ha ofrecido Eva, a la que, en ocasiones, señala acusatorio. Al otro lado, la primera mujer señala el fruto colgado del árbol, en el que se retuerce la serpiente maligna que irá durante mucho tiempo ligada a Eva. Hasta tal punto irán de la mano que incluso una llegará a identificarse con la otra. Para muestra, tenemos la impactante escultura de Eva en la iglesia de San Lorenzo de Autun, en Francia, en la que aparece estirada con marcadas formas sinuosas. Eva se ha transfigurado en la serpiente maligna.
Nos encontramos, por tanto, ante una sociedad analfabeta que es educada moralmente por una Iglesia que repite una y otra vez que el pecado, el sufrimiento y la desdicha humanos provienen de una mujer, Eva, y que todas las mujeres, como hijas de Eva, son igualmente culpables de haber perdido el derecho al paraíso y sufrir en la Tierra toda suerte de desgracias. No es de extrañar, por tanto, que muchos hombres quisieran alejarse de ellas. En un pasaje del Nuevo Testamento, concretamente tras la crucifixión de Jesús, el Evangelio nos dice: «Lo que está escrito escrito está». Esta frase la podemos hacer extensiva a todos los textos de la Biblia. Toda palabra incluida en el Libro Sagrado había sido inspirada por Dios y, por tanto, era incontestable y no debía ser cuestionada.
Puesto que la Palabra de Dios estaba en manos de la Iglesia y eran sus siervos los que la transmitían a los fieles, lo hicieron según sus propios intereses. En este sentido, la imagen de Eva nacida de Adán y su culpabilidad total fue el mensaje transmitido. Pero esta tradición cristiana silenció —me atrevo a decir que deliberadamente— otro texto del Génesis.
La Iglesia explicaba la creación del hombre utilizando el versículo 2:22 del Génesis, que decía: «Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre». Pero un poco antes, en el mismo Libro Sagrado, en el versículo 1:27 se escribió: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó».
Si el texto del versículo 1:27 se hubiera difundido con la misma insistencia que el del versículo 2:22, las cosas hubieran sido muy distintas para las mujeres. Pero parece ser que no interesaba mostrar y demostrar una igualdad entre ambos sexos. Era necesario poner el acento en la inferioridad y sumisión de una respecto al otro.
Existe incluso una tradición hebrea antigua que nos habla de una primera compañera de Adán, anterior a la pecadora Eva. Lilith, ese era su nombre, se enfrentó con Adán por la posición en la que se debía poner durante el acto sexual. Parece ser que Lilith se negó a aceptar un papel sumiso, o la postura conocida como el misionero, y propuso estar encima. Esta disputa conyugal en la intimidad del lecho no es más que la representación simbólica de la sumisión de la mujer al hombre establecida por la comunidad y la reivindicación de la igualdad de ambos sexos que hace Lilith, tanto en el lecho como en la sociedad. Lilith, cuenta la leyenda, no tuvo éxito. El castigo divino fue entregarla a Satán y ser desterrada de la tradición bíblica oficial.
La imagen de la mujer como fuente de todo mal no fue, sin embargo, exclusiva de la tradición cristiana medieval. Antes ya he aludido a Pandora, cuya historia relató Hesíodo en su Teogonía y en Los trabajos y los días. Pandora, madre de las mujeres, y solo de las mujeres, tiene muchas semejanzas con la Eva cristiana. Ambas aparecen en el relato después del hombre y para cumplir una función respecto de él. Mientras que Eva debe ser compañera de Adán, Pandora ha sido creada por Zeus para castigar a Prometeo. Ambas utilizan un objeto que simboliza la expansión del mal: Eva, la manzana, fruto del pecado y Pandora, la caja o jarra, donde se esconden todas las desdichas del mundo.
Si nos paramos a observar desde lejos a Eva, Pandora y Lilith, vemos que fueron modeladas con arcilla defectuosa. Son seres malignos en su naturaleza que expanden el mal a los que las rodean. Junto a ellas, la tradición clásica nos regala otras historias de mujeres similares como la bruja Circe o Helena de Troya, que trajo el desastre a la mítica ciudad.
La misoginia medieval, como la misoginia en los tiempos clásicos, se fundamentó en relatos reales. Los hombres, monjes, filósofos y eruditos no justificaron su odio a las mujeres por un sentimiento de miedo, envidia o rechazo hacia ellas —lo que probablemente sintieron la gran mayoría de ellos—, sino dando como explicación hechos objetivos. Odiaban a las mujeres porque no tenían más remedio. Ellos se basaban en las historias de Eva, Pandora o Lilith para dar una explicación a su posicionamiento. Porque igual que la Grecia clásica aceptó como verídico el relato de Pandora, la tradición cristiana no puso en duda la existencia de Eva.
Jeanne y Marie, la campesina y la artesana, fueron educadas en la idea de que eran hijas de Eva y, como tales, pecadoras y condenadas sin remisión. Pero podría existir una posibilidad, aunque fuera remota, de que esas mujeres se cuestionaran dicha idea en el fondo de su corazón y el silencio de sus hogares. Ellas eran buenas, no habían hecho daño nunca a nadie, cuidaban de sus hijos y eran mujeres sumisas, por lo que no sería descabellado que se preguntaran cuál era el mal que sembraban en la tierra.
De mujeres como Jeanne y Marie no nos ha quedado ningún testimonio. Esa ventana del pasado femenino está prácticamente cerrada. Solamente encontramos un estrecho resquicio en algunas imágenes de libros de horas u otros manuscritos, en los que podemos contemplar a las mujeres en su hogar o realizando sus tareas cotidianas. Pero, por suerte, tenemos también el testimonio de una escritora que sí que se hizo esas preguntas y tuvo la valentía, la osadía, de ponerlas por escrito.
Cristina de Pizán, de la que hablaré en el capítulo dedicado a las escritoras, en la justificación de su obra La ciudad de las damas no puede dejar de preguntarse cómo es posible que existan tantos hombres dispuestos a vilipendiar la naturaleza de las mujeres. «Pensaba que sería muy improbable —nos dice— que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia […] hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras.» Cristina llega incluso a preguntarse cómo Dios, hacedor de todas las cosas, ha podido crear algo que no sea bueno: «¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras?». Pregunta poco menos que reveladora de la valentía de esta mujer, que se atrevió a plantear la posibilidad de que Dios hubiera errado en su creación.
Una de las tres damas que forjarán su ciudad da una respuesta sencilla para nuestro tiempo, pero excepcional para el suyo: «¿No ves que incluso los más grandes filósofos, cuyo testimonio alegas en contra de tu propio sexo, no han logrado determinar qué es lo verdadero o lo falso, sino que se corrigen los unos a los otros en una disputa sin fin?». Resulta increíble que una mujer planteara que la verdad de los padres de la Iglesia no era la única y, además, que dijera que los hombres no eran tan sabios como pretendían.
Por desgracia, la voz de Cristina de Pizán fue la única que nos ha llegado, gritando a su mundo misógino lo que posiblemente pensaban muchas de sus hermanas.
Asumido, en fin, que la mujer debía pagar por los pecados del mundo, solo le quedaba una salida honrosa, emular a la Virgen María. Si no, se exponía a ser condenada.