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ОглавлениеBenito, de guapo, tenía poco. Pero era su estado de ánimo lo que empeoraba su apariencia determinantemente. Hacía mucho tiempo que el abatimiento le afeaba la vida y de paso la cara.
La vieja casa nueva no mejoraba las cosas. La vivienda se hallaba en el umbral de la habitabilidad, no podría decirse si más dentro que fuera o al revés. La encontró con sus enseres precarios, muchos, atosigantes, ninguno recuperable. Ella le recibió con el mantón insalubre propio de los espacios viciados, que se le echó encima nada más llegar.
A Benito, el aire de la casa (que venía tintado con las emanaciones de los muebles, de las cortinas, de los papeles pintados, de las sartenes, de los cubiertos) le daba asco. O, en términos más exactos, le daba asquito. El asquito es ese repelús por lo viejo, por lo usado, por lo manoseado y por lo diríase que chupado. Benito, químico de profesión, sabía que el asquito tiene su porqué verificable. Es el efecto sobre los sentidos del sedimento lamigoso producido por los años. En definitiva, la consecuencia ambiental que resulta de la película de secreciones que forman las inaprehensibles gotas de sudor, los microscópicos felipones, los ápices de legañas, las motas de caspa, las imperceptibles salpicaduras de la sartén. Intangibles partículas nanovolumétricas que, reunidas a millones por el paso del tiempo, llegan a concretarse en capas visibles de un beis muy característico, y que determinan el olor y el sabor del aire desde suelos, muebles, objetos, paredes y techos.
Para el día de la comida con Teresa, Benito ya había delimitado un espacio a rescatar para su uso ordinario, en torno a dos habitáculos: el salón-recibidor y un cuarto de baño anejo. No se atrevió a incorporar la cocina. La nevera, el fregadero, los quemadores de butano, acumulaban una costrilla que era imposible no asociar con repugnancia a la deglución. Tampoco tuvo arrestos para el dormitorio. El colchón, su funda y su ropa de cama remitían al cuerpo de la abuela y a su histórico de excreciones. Mejor no detallar las sensaciones que le causó el baño, pero era pieza básica y no tuvo más remedio que taparse la cabeza con una toalla mojada y entrar a adecentarlo con estropajos y disolventes.
Vació completamente el salón-recibidor, excepción hecha de dos sillas de la abuela que cubrió con unas colchas suyas. Sería su espacio hábil principal. Arrumbó en las habitaciones contiguas, a las que procuraba entrar respirando flojo, los mil cachivaches contaminados de vejez que lo poblaban. En otra tesitura, lo normal habría sido tirarlo todo a la basura. En esta no se atrevía. La marcha incierta de sus derivas profesionales apuntaba a que quizá esos iban a ser los muebles a los que iba a quedar condenado de por vida. Clausuró todas las estancias, reconvertidas ahora en trasteros improvisados y en espectrales museítos sin público dedicados a la pasada vida cotidiana de Benita Díaz.
Fregó el sector señalado con toda furia, sin resultados fehacientes. Esparció colonia de baño en su combate contra el pálpito del asquito. Iría desempapelando y pintando, desinfectando y panelando, según se le fueran enderezando los asuntos propios, si es que eso alguna vez ocurría.
Haría la vida en esa área acotada. Las soluciones de urgencia para solventar la falta de cocina y alcoba eran varias: calentaría comida preparada en un microondas que se trajo. Una ventana le haría de fresquera. Comería en platos de papel con cubiertos de plástico. Fregaría las cazuelas en el váter recuperado, adonde trasladó la lavadora. Compró una colchoneta de playa y un saco de dormir, que emplazó en una esquina del salónrecibidor. Allí pernoctaría. Puso nombre a este ámbito medio acondicionado de veinte metros cuadrados: el claustro.
El de 1999 fue un octubre desmedidamente soleado. La luz se metía a raudales en la casita de Los Rosales, filtrada por los verdes del desastrado jardincico. Pero el sol, incidiendo sobre un éter del que el habitante desconfiaba, no hacía el efecto vivífico que hacer suele. Daba la impresión de que su calor deshacía las junciones moleculares del detritus secular y que el olor a viejo se hacía más patente.
Antes de que Teresa llegara, Benito desembaló su colección de llaveros. Eran ciento ochenta piezas enganchadas con alcayatas a un tablero de corcho, que apoyó en un tabique como gesto de la toma de posesión. También abrió una de las seis cajas de su mudanza (Mistol Lavavajillas 12 uds.) para extraer de ella una foto enmarcada de su hermana. A ella le haría gracia el falso peloteo de coña de que Benito tuviera el retrato de su queridísima Teresa colgado en la pared, presidiendo la casa. Luego, los bultos de su impedimenta fueron a una de las habitaciones selladas. No se decidía a desempaquetar en un recinto que no acababa de ver como definitivo.
Teresa compró un pollo asado, patatas fritas, cervezas y panteras rosas de postre en el Sprint 24Horas de la gasolinera de General López Pozas. Llamó al timbre.
—Soy Caperucita. Traigo la comida para la abuelita. Espera, calla, que no. Que se ha muerto.
A Teresa se le hacía cómico haber heredado de sopetón de una señora con la que los hermanos apenas se habían cruzado. Tomárselo a choteo era otra manifestación del excelente humor que siempre exhibía. Benito le recriminaba la negritud de sus ocurrencias y Teresa hacía como que se reportaba, con una seriedad ceremoniosa que sólo le valía para romper a reír otra vez.
Era su hermana, y compartían fisonomía desventajosa. Pero sus disimilitudes saltaban a la vista. Si él tendía a alicaído, ella parecía siempre a punto de carcajada. Si él a veces iba mal arreglado, ella iba siempre luciendo aparejo. Si él tenía los negocios enquistados, ella resultaba cada vez más necesaria en la empresa de eventos en la que trabajaba como jefa de personal.
Ambos recorrieron la casa haciendo planes para arreglarla, conjurando el asquito, escépticos por el hecho de que por una vez recibieran un bien concreto y valioso de sus progenitores, aunque fueran remotos. Ventilaron mucho, sin resultados constatables. Se comieron las viandas mirando al sol, procurando tragar sin meter en el cuerpo el aire sucio de la casa. Desbrozaron unos hierbajos con los cuchillos de plástico, se admiraron del silencio seductor que reinaba en el barrio. Decoraron la foto de Teresa con una rama derrengada que encontraron en el jardín, haciendo esperpento de un ceremonial exaltador escasamente solemne. Nada valió para que Benito levantara cabeza. Aparentemente, por no poder habitar la posesión sin dentera hasta que los recursos le afluyeran. En realidad, por congojas mucho más punzantes. Pero él se escondía tras el amargue de la atrofia de su empresa, que rozaba el desastre, y en cuya descoagulación cifraba simbólicamente el adecentamiento de la casa nueva.
—A ver si los de Bristol...
Y volvía a Bristol, a sus esperanzas insulares, a sus anhelos de desatasco. A las cuatro y media de la tarde, Benito sacó una botella de chinchón de algún sitio. Se sirvió un buen chorro en la única copa limpia que había en la casa. A Teresa le hizo gracia la aparición de un mejunje tan rotundo.
—¿Y eso?
—Me gusta una copita cuando hay invitados.
Luego Teresa se fue a ver los llaveros. Algunos de los más añejos se los había regalado ella de niña, y eran recuerdos de su infancia común.
—¿Cuántos tienes ya?
—Muchos. Coge uno para tu novio, que decía que él también los coleccionaba. ¿Qué tal está?
—Bien.
—José Luis es buen tío.
—Mentira. Es de dar vergüenza ajena.
—Bueno. Un poco falto sí que es.
Teresa llevaba medio año con este tal José Luis. Era uno de Dos Hermanas que tenía tres concesionarios de 4 x 4.
—Es más chorra que mandar SMS a programas del corazón —continuó ella riendo—. Debe de estar con otra pava. Pero a mí, mientras la tía me deje algo para apretárselo, adelante. Yo creo que la copulacha nos va tan bien por lo mal que nos llevamos.
Benito prefirió que su hermana no entrara en detalles. Pero ella encontró divertidos los reparos del hijo de su padre y aún siguió un poco más.
—¿Tú sabes qué gustito da la fornicianga con un troncho que te parece un idiota? Cogérsela así, estrujar...
—Y dale.
Teresa dejó el tema. Miró a su alrededor y volvió a dar ánimos a su hermano.
—Arreglándola, este es el mínimo de casa en la que tiene que vivir un tío de tu coco. De aquí a seis meses, la más bonita del barrio. A ti todo te va a ir bien, ya verás como sí.
Benito llevaba mal estos baldes de optimismo que Teresa se empeñaba en arrojar.
—Ya estamos. Vamos a dejarlo clarito. Estoy a punto de irme a la mierda. Y aventurar otra cosa es hacer el bobo. Punto. Mientras el mocordo no se venda no tengo nada. Pero nada. Y no me quejo, pero...
Teresa tomó de repente la copa de Benito y le pegó un trago largo. Fue su forma de cortar en seco. Miró a su hermano y se lanzó a soltar lo que llevaba un rato queriéndole decir.
—Es que sí te quejas. No pegando gritos, sino con la cara que llevas. A ti te pasa algo. Empecé a notártelo en Navidad.
—Qué dices...
—Llevamos aquí dos horas hablando de memadas. Te ha caído del cielo esta casa tan bonita y estás más triste que un Viernes Santo, con un careto que parece que se te ha hecho de noche.
Benito, que estaba corroído por dentro, fingía reírse.
—¿Pero qué estás diciendo, sister...? Je, je.
—Y lo de la «copita cuando hay invitados» es un trolón que te lo vas a creer tú si quieres. Porque o tienes invitados todos los días o te estás bebiendo hasta el Glassex Bioalcohol.
—¿Por una copa que me tomo?
—Antes he ido a mear. Y he visto que tienes tres cajas de chinchón debajo del lavabo. Una botella de chinchón en el mueble bar es que eres un esnob. Pero tres cajas de chinchón debajo del lavabo es que te está pasando algo gordo por mucho que te lo quieras callar.
Benito, tan hermético, se sabía a merced de Teresa, tan sabia. Le conocía bien.
—¿Por qué eres tan cortao para todo, desde siempre? ¿Qué te pasa? Tú ya lo has pasado suficientemente mal.
—Que está todo bien, que no me pasa nada...
Teresa sabía que de eso nada. Conocía ese deje fónico-facial, el de cuando su hermano se hallaba bajo el imperio de sus confusiones. Benito, en el fondo, lo que estaba necesitando era contarlo.
—Es que... ¡Es tal chorrada!
—Mejor, más risa. Que qué te pasa, te digo.
Estaba incómodo como nunca. Pero se acabó abriendo.
—Hace tres años que no follo con nadie. Que nadie me hace caso.
Teresa, claro, ya lo intuía. Quiso quitar hierro al asunto echándose una risa falsa, fingiendo ese carcajeo de labios haciendo la pe que sobreviene cuando se quiere aguantarlo.
Pero lo que le pasaba a Benito no tenía ninguna gracia. La voz le temblequeaba.
—Que me muero de ganas y que no hay forma. Que el mocordo, menudo invento. Que la casa, qué suerte... Pero que soy feo, so feo, y no me quiere nadie.
—La copulera no tiene que ver con ser feo. Eso son espectros que tienes metidos en la chirinola.
—Eso es verdad. Y eso es lo malo, que son espectros. Si fuera por feo, me enguapo y ya está. Pero son espectros, y a ver qué hago yo con ellos.
A Teresa se le vino el mundo encima cuando Benito, un hombre como un castillo, se echó a llorar. Hipaba con la misma panoplia de gestos implados y sonidos sordos que el hermano desplegaba a los cinco años. Se desmoronó por lo que estaba contando, y Teresa sabía que actualizaba con ello un historial de afectos mucho más que escuálido. El de un sujeto que ponía al día toda la falta de atenciones que padeció desde siempre.
En el parchís de la familia, el padre y la madre habían pasado mucho de Benito. Un «bien, venga» en 1976 y un «venga, así sí» en 1987 habían sido todas las palabras de reconocimiento, aprobación o ánimo otorgadas. Dadivosidad similar se dispensó también a Teresa, cambiando fechas. Pero ella había remediado luego sus privaciones afectivas a base de desparpajo, soltura y empuje. No tuvo mejor suerte que su hermano en el reparto de caras, porque tampoco tiraba a agraciada. Pero sí salió bien parada en la asignación de recursos para hacerse hueco en el trato con los demás.
Benito, en cambio, no atinaba a reconvertirse. O porque era soso, o porque la impaciencia desbarataba sus planes, o porque le daba vergüenza hablar, o porque pensaba que no iba a interesar lo que iba a decir, o porque le había tocado esa expresión que lucía, esos vestires, esa planta, esa facha feúcha a la que no conseguía sobreponerse. Había dado con algún apaño fugaz. Y luego, con una novia mandria a la que mejor habría sido no conocer. Triste recorrido que eclosionaba en esta tarde de sol fuera de sitio, en una casa de oxígeno revenido repleta de muebles escondidos de uno mismo.
—Pero no me cuadra —saltó Teresa—. Hace dos años todavía estabas saliendo con la E. T. esa.
—Que nunca tenía ganas. Lo he hecho cero veces en tres años. Y dos en cuatro, y seis en cinco. Esa era E. T.
—Vaya torrente, la chica.
—Todo cristo tiene a alguien menos yo. Me dais envidia todos los que no sois yo, todos con novios y novias. ¿Por qué yo no?
Se iba sonando los mocos, a base de tensión contenida, como un chavalín que hubiera perdido la medalla de la comunión.
—Y me siento fatal, como si las mujeres me huyeran, y la jodo siempre... Me duele la cabeza todo el tiempo. Y las mujeres me dan cada vez más miedo. Que ya no es miedo. Que es pánico. Me sacan de quicio los programas de educación sexual de la tele, todos con ese rollo de que el sexo es lo más natural del mundo. Pues vaya con la naturalidad. Para mí no hay nada más raro y menos natural que eso.
Teresa no sabía qué decir. Improvisó sin visos de éxito.
—¿Te presento yo a alguien?
—¿A quién? Siempre estás contando que toda la gente que conoces está cogida. Tú misma tienes al José Luis, que te la mete en su sitio cuando hace falta.
Tras las revelaciones, ahora era Teresa la que sentía pudor por sacar a relucir su vida sexual ante su hermano. Fingió más risitas, intentando destensar la sobremesa sin conseguirlo.
—¡Jaja, pero qué guarro, que soy tu hermana!
Ya en materia, Benito continuó hasta el final.
—Lo malo no es que todos tengáis a alguien menos yo. Lo puto peor es que no se me va de la cabeza que me voy a quedar así para el resto de mi vida. Porque esto va a mayores. Eso sí que me da terror.
Teresa dijo algo, por decir.
—Venga, no lo mires por el lado feo...
No tenía que haber utilizado la palabra feo. Sabía que el infierno en el que debía de estar metido su hermano no tenía nada que ver con guapuras ni con feúras. Que no se liga con la belleza, que de otra forma no seríamos en la Tierra ni la décima parte de los que somos. Pero feo, mejor no haberlo mentado.
La gravedad de la confesión, para Teresa, y la sospecha de estar resultando ridículo, para Benito, trajeron un rato de silencio.
—No te tenía que haber contado esto —dijo él al fin—. Qué bochornazo. No se lo cuentes a nadie. Se entera alguien de que me pasa esto y me muero de vergüenza. Es lo único que me consuela. Que por lo menos no se me nota.