Читать книгу Las ganas - Santiago Lorenzo - Страница 12

4

Оглавление

Antes de heredar la casa de la abuela, Benito vivía en Pinto. Tenía veinte minutos de autobús, desde su piso al laboratorio de Valdemoro. El nuevo domicilio le ahorraba pagar el alquiler, motivo más que suficiente para la mudanza. Pero el trayecto que antes cubría en un momento se convirtió en una expedición en regla de setenta minutos de intrincada singladura. En 1999, la ruta le suponía estas etapas: de Los Rosales tenía que ir a pie a la estación de Chamartín. Coger allí una composición de Cercanías hasta Atocha, por el tubo subterráneo que empezó llamándose de chufla Túnel de la Risa y que se ha quedado con el nombre oficialmente. Tomar luego otro tren desde Atocha hasta Valdemoro, con paradas e incidencias. Y desde allí, caminar un kilómetro hasta Terre (en General Martitegui, 24. Bajo).

La tortura no venía por la largura del itinerario, ni por su prolongada duración. Sino por el hecho de que esos sesenta y tantos kilómetros recorridos de ida y vuelta, esas casi dos horas y media transcurridas, eran el ágora lineal en el que Benito se cruzaba con mujeres, mujeres y más mujeres. Altas y bajas, más delgadas o menos, de una edad y de otra, guapas y no tanto. Una selva de deseo insatisfecho que Benito digería cada vez con peor yeyuno.

A esta angustia frustrante y callejera, Benito la llamaba el tremedal. El tremedal era la congoja de ir por la ciudad muerto de ganas, perplejo ante la belleza de miles de rostros y miles de miembros con los que no tendría jamás la más mínima posibilidad de porlar. Porque también al acto sexual le había cambiado el nombre. Su repelús a decir follar era la manifestación transverbal del desconcierto en que le sumía el significado que el significante proscrito denotaba. Las palabras y locuciones habituales para referirse a ello le sonaban impertinentes, frívolas, pecuarias. Porlar no sonaba a nada, luego le hacía menos herida.

Procuraba salir poco, para evitar visualizaciones. Se encontraba en ocasiones con problemas hasta de abastecimiento de comida y bebida con tal de no exponerse al suplicio. Le amargaba pensar que en realidad, evitando el contacto con la gente se estaba negando, técnica, física y lógicamente, la posibilidad de encontrar a alguien a quien amar.

Lo de ir a trabajar cada día, sin embargo, eso era insoslayable. Un calvario para cuatro de los cinco sentidos, porque tocar no tocaba nada.

El lunes en el que Ignacio y la Presen verbalizaban sus certezas, Benito se disponía a salir de su guarida a las nueve de la mañana, como cada día. Con sus dos chinchones en la tripa, que últimamente podían ser tres. Duchado y vestido, que a ver para qué o para quién.

Antes de abrir la puerta, también como siempre, se dio a la meditación. Extraía sus conclusiones: que debía recomponerse y salir a la calle erguido, llamando así a la vibración buena.

—Hay que cambiar de actitud, más a positivo.

Lo había intentado. A conciencia y con la mejor cara posible, levantando el ánimo a base de oír discos, de leer en libros casos parecidos al suyo y de imaginarse con sus prendas favoritas, luciéndolas con garbo. Todo lo antedicho lo había mascado, concluyendo que la pega es que el ánimo sólo se puede manipular hasta cierto nivel. Luego cae, y explota, y arde en desastre por sí solo. Benito se concentraba en llevar el humor amarrado hacia arriba, pero se encontraba con los noes gestuales de los viandantes —de las viandantes—, con sus miradas apartadas, con sus microscópicos desprecios, o los ingentes, y las cuerdas del atadijo se le soltaban. «Cambiar de actitud, más a positivo». ¿Qué escobilla para limpiar las babas de la flauta de solución era esa? ¿Qué tendría que hacer para ponerla en práctica? ¿Pintarse una U en la cara con un rotulador rojo?

Había leído por ahí máximas aún peores: «Cuando realmente deseas algo, todo el universo conspira para que lo consigas». Pues menuda estupidez. A nadie veía Benito desear más algo que a sí mismo deseando lo que ya se sabe, y las cosas sólo iban a peor.

Salió de casa. Emprendió otra vez el camino por la pista de sus frustraciones. Y Benito se dispuso a mirar lo justo, y al bies, caminando sobre las aceras, esperando en los andenes, subido en los vehículos. Admirado, deseoso, descoyuntado. Pensando en sus cosas para desviar la mente, del mismo modo que miraba a los suelos para neutralizar los peligros de la vista.

Primero cubrió el tramo 1, el que iba a zapato hasta la estación. Por fortuna, siempre fue un barrio de escasa presencia humana, y las calles estaban medio vacías. Era un alivio. Pero que nunca duraba mucho. Su martirio se le echaba al rostro por contigüidad imaginativa. Era al pasar por Oronella, una inmensa y acogedora tienda de muebles de bellísimas composturas, soberbiamente decorada con telones, alfombras y cortinajes, e iluminada por alguien que sabía hacerse querer. A pesar de sus esfuerzos por pasar de largo, Benito se paraba casi siempre ante el escaparate y miraba al interior, mascando sus carencias frente a las maderas excelsas y recordando por oposición su claustro desierto. Dos semanas atrás, un camión estaba cargando género. La puerta de Oronella permanecía abierta y olía a estar bien. El olor a estar bien era para él una mezcla de aromas a barniz satinado, chocolate con trocitos de frutas, wolframio incandescente y lana virgen.

Al fondo de la tienda quedaba la zona que Benito escudriñaba con más ansia y con más inquietud. La de dormitorios. En la que lucía en penumbra una alcoba adorable presidida por una cama de nogal perfectamente vestida. Vestida de textil y vestida de las consiguientes fantasías.

En su imaginación hambrienta, el escenario aparecía habitado por la figura holográfica de una mujer que evolucionaba por la casa: agachándose a cerrar una cajonera, plegando sábanas limpias, metiendo caramelos entre los almohadones.

Del edredón él infería su voz, de una cómoda sus medias, de la pata de la cama el pendiente extraviado, del tirador del armario el recuerdo del perfume, del pelo de la moqueta un rizo de su albornoz, de la mesilla de noche su marcapáginas, del embozo un cabello puro, de un tocador sus bolsillos vaciados, del respaldo de una silla su leve fatiga vespertina.

Siguió hacia Chamartín, concentrado en que quizá ese lunes Bristol diera señales de vida. Caminaba proponiéndose en balde no volver a mirar la tienda hasta que pudiera entrar en ella, a comprar cuatro enseres con los que desbravar la aridez de su viejísima casa recién estrenada. Hasta entonces, sólo podría imaginar. Como con tantas cosas.

Si hasta las estribaciones de la estación solía haber poca gente, Chamartín estaba siempre hasta arriba. Ahí empezaban los disparos de fuego real.

Era un octubre, como se dijo, de atuendo aligerado. Ya de mañana, muchas de las mujeres iban acompañadas por sus novios. Que las cogían por el talle o por donde se prestara. Ellas les iban besando, acariciando, chupando a veces, con sus manos femeninas en los bolsillos traseros de ellos. O viviendo su amor o con cara de que lo iban a vivir en cuanto llegaran a casa a la caída de la tarde.

Benito sufría sus ganas, su envidia, sus celos ilegítimos. Siempre pensaba lo mismo:

—Mucho rollo con prevenir el deterioro de la madera pero aquí el que se está pudriendo soy yo. Que más me habría valido inventar un remedio para inyectármelo a mí y no pudrirme, en vez de para inyectárselo a un retablo.

En el andén de Chamartín, una chica se sacó con los dientes una lasca de uña y se la regaló a su amigo para que se la comiera.

En el vagón, Benito jugaba a ocupar el asiento de la mujer que se bajó del tren, para tocar con las nalgas aquellas que se apearon.

Intentaba despegar su oreja todo el tiempo, para no oír los relatos que excitaban su deseo (su disgusto). Pero o su oído era muy fino o las conversaciones se celebraban a volumen alto. Benito veía cómo la gente nadaba en la abundancia sin apenas inmutarse. Un joven con un patín le contaba sus problemas a otro.

—Hace ya una semana que no follo. Desde el día de mi cumpleaños. Que la amiga de mi hermana estaba mal de pelas para comprarme el regalo y me regaló follar con ella.

—Qué rácana.

—Bueno, todo el mundo me compró algo, no iba a venir ella sin nada. Menos da una piedra.

También ese lunes se subió el músico ambulante en la estación de Recoletos. Pedía la voluntad y cantaba «Eu daria a minha vida». A Benito se le hacía insoportable, porque ya para entonces llevaba el ánimo hecho jirones y cualquier cosa le ponía la lágrima por fuera. Se tenía que aguantar como podía. Porque, a ver, un chorbo llorando en todo el medio del tren, a qué venía eso. Muy violento.

Como el músico calló al acabar la canción, a Benito le llegó la parla de cuatro sujetos que iban hablando de sus cosas entre carcajadas. Hizo uno un comentario que Benito pilló al vuelo:

—Mejor nos iría si los políticos follaran más.

«Como si fuera tan fácil», pensó él.

Peor fue el siguiente. Esta vez, a cuenta de dos hombres maduros, ya muy cerca de Atocha:

—Aquí el que es joven y no pilla cacho es que es gilipollas.

La desazón de Benito relampagueaba, aumentada por el pavor a que le descubrieran sus carencias y le endosaran el insulto que le acababan de dedicar. El tren llegó a la estación. Tocaba transbordo.

En los pasillos, Benito asistió a un evento que lo dejó de una pieza. Caminaba detrás de una chica, tan guapa como tantas. En dirección contraria venía un chico de treinta y varios. Faltaban todavía doce pasos para el cruce cuando Benito comenzó a notar cómo el chico miraba hacia ella con algo parecido a una laudatoria sonrisa. Ella lo notó (y Benito a la par), y se azoró. Pero sin remilgos, sin dramas y hasta con un ademán de agradecimiento en la actitud. Al pasar junto a la mujer, que ya casi se reía aprobatoria, el hombre le dijo algo. Era lo que Benito sería siempre absolutamente incapaz de hacer. Ella aún caminó un paso, y él otro, pero ya con las cabezas giradas y con los labios en movimiento. Enseguida se detuvieron y se aproximaron. Benito los alcanzó y oyó cómo él hablaba:

—Las había visto de todos los colores. Pero malva, nunca.

Y señalaba a las zapatillas de la mujer. Que eran malva, en efecto, y que le quedaban tan festivas, tan golosas, tan de paso al frente.

En el breve momento de unos metros, el chico había tenido tiempo de fijarse en ella; y de pergeñar un atisbo de conversación plausible. Había tenido la entereza de abrir la boca y sacar aire modulado en la dirección correcta. Había tenido la confianza suficiente y necesaria como para transmitírsela a ella. Había tenido la suerte incomprensiblemente inmensa de atinar. Había tenido de todo, en el lapso exiguo de unos segundos. Benito continuó caminando. A veinte pasos, se giró simulando buscar una Boutique de la Prensa, como hacía a veces para prolongar una mirada clandestina. Les vio juntos, entrando en un puesto de regalices. Iban tan contentos, dejando para más tarde lo que fueran a hacer a Atocha. A Benito la admiración le rebosaba por las costuras de la camisa hasta convertirse en resentimiento. Supuestamente, contra la nueva pareja recién formada. En el fondo, contra sí mismo.

Segundo tren. Más charla ajena.

—Una manada de ciervos. Llega la época del celo. Los machos se lían a cabezazos para ver quién monta a la hembra. Sólo gana uno. ¿Y los demás? ¿Qué hacen, con todos los huevos llenos? ¿Se la cascan con las pezuñas? ¿Frotándose el pito con un árbol?

—Se ponen a tiro de los cazadores.

En San Cristóbal de los Ángeles se subió una joven de veinte años que se fue directa a un chico de la misma edad. Se besaron, lo que denotaba que habían quedado en el vagón. Benito cazó al vuelo la conversación de los amantes.

—¡Hola, amor! —saludó él—. ¿Qué tal la mudanza?

—Acabamos de acabar, de ahí vengo. Sesenta cajas nos hemos bajado. No te me acerques mucho, que íbamos con el tiempo justo y no me he podido ni duchar.

Él la abrazó y la besó.

—Mejor. Más olor a Sonia.

Sonia debía de ser ella. Los dos se reían creyendo que nadie registraba sus pláticas.

El tren llegó a Valdemoro. Quince minutos más de baldosa. Casi llegando a Terre, Benito paraba siempre en la vecina panadería Sánchez, a comprar la media barra que se comía a las doce. La altiva panadera Yureni hablaba con todo el mundo, pero a él lo despachaba y listo. Muy joven, deseable, fecundativa, de las que Benito se barruntaba que ha colocado la Naturaleza adrede (una por cada diez mil habitantes) para amarrar la pervivencia de la especie (su versión masculina es olorosamente eyectiva). En la panadería, cada mañana, Yureni celebraba con cenutria implicación la mugrienta telerrealidad de gallinero de anoche, y las novedades emitidas para desgraciados y peleles volaban por el local como el aroma a mantequilla. Por su vertiente trascendente, Yureni había pegado un folio en la pared trasera con la asnada esa de LA VIDA ES COMO UN ESPEJO: TE SONRÍE SI LA MIRAS SONRIENDO.

Cuando Benito entró, Yureni hablaba con Soraya, una amiga de su mismo año y entramado que siempre andaba metida en la tienda. La panadera mostraba su extrañeza por el octubre tan anómalo que estaban teniendo.

—El calor que hace no es normal.

Para ilustrar el comentario, Yureni se pasó la mano por la frente sudorosa. Le enseñó la palma mojada a su amiga.

—Mira.

A Benito, siempre tan serio, apenas le saludaba. Él pidió su media barra de todos los días. Yureni tomó el pan con su mano húmeda y la metió en una bolsa. Benito lo vio todo. Pagó. Ella volvió a la conversación.

—Me acuerdo yo que el año pasado a estas alturas estábamos ya todas con leotardos.

Benito salió de la panadería. Cortó el pico por el que la muchacha tomó el pan con su mano rociada y se lo comió, con el deleite de quien hace algo acaso repugnante.

A pocos metros de Terre le sonrió un niño de dos años. Le animó la simpatía, y se lanzó a un gesto de valor quizá propiciado por la ingesta de partículas de femineidad untadas sobre corteza de pan. Una chica de veinticinco años venía hacia él. Con unas zapatillas de un amarillo oscuro. Al llegar a su altura, Benito se arrancó.

—Las había visto de todos los colores, pero mostaza nunca.

La chica salió corriendo, rebozada en miedo como si le hubiera hablado una gárgola demoníaca.

Benito se quería morir, anegado en un bochorno de alcance proporcional a la valentía descomunal que tuvo que echarle a su hazaña grotesca. Pateado por lo que pasó mientras observó en silencio y coceado por lo que pasó cuando tuvo a bien abrir la boca. Qué engendro de vida, con lo del engendramiento de la vida.

Ahí iba él, Benito, que se llamaba como su abuela, porque eso es lo que era: una abuela pútrida, con un nombre propio que recordaba a bonito para más chanza. Y con unas iniciales, este borracho, que decían B. B., be-be, que bebas, secadora humana, para acabar de rematarlo.

Habría seguido padeciendo pensamientos. Pero dejó la matraca porque llegó al laboratorio. En este estado.

Crespo le esperaba, conteniendo la sonrisa de quien se sabe benefactor. Con sus mañas a punto.

Las ganas

Подняться наверх