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Las colonias de Casas Baratas comenzaron a crearse en Madrid a principios del siglo XX. En origen, eran pequeños núcleos de población formados por chalecitos unifamiliares de poca altura y conciso jardín, pensados para ser habitados por profesionales de baja remuneración. Se establecían a las afueras, con el aire de pueblo de sus dos, tres plantas a lo sumo, su escala recoleta y su aspecto amable.

Tras la Guerra Civil, la ciudad se expandió considerablemente. Las colonias fueron quedando rodeadas por los bloques, pero mantuvieron su conformación apacible y su urbanismo de juguete. Por ello, y al pasar del tiempo, las Casas Baratas empezaron a seducir a más y más gente. Al acabar el siglo, las antiguas viviendas económicas eran construcciones reformadas con esmero y adquiridas a alto precio por quienes buscaban un entorno sosegado y una arquitectura pintoresca dentro de los límites de la metrópoli.

Aún quedan unas cuarenta colonias, con su foresta acogedora, sus trazados cuidadosos, sus rincones amenos y sus nombres evocadores: Bellas Vistas, Ciudad Jardín, de los Músicos, Fuente del Berro, Los Cármenes...

En la de Los Rosales, en el distrito de Chamartín, vivió Benita Díaz entre el 3 de diciembre de 1929, día en que nació, y el 5 de septiembre de 1999, día en que murió. Viuda de cartero, y de profesión sus labores, Benita siempre permaneció ajena a la ascendente evolución socioeconómica del vecindario. Pasó su vida en el número 38 de la calle Levante, haciendo gala de la modesta condición de los primigenios habitantes de las colonias. Cuando falleció, su casa era una edificación más que destartalada, de dos plantas y buhardilla, con agujeros en su tejado a dos aguas, escueta reja antañona y vertedero por jardín. Un reducto del humilde pasado que cada vez contrastaba más con un enclave de fachadas remozadas, de instalaciones reconvertidas, de interiores reconstruidos, de pavimentos adecentados y de patios embellecidos.

Sus nietos, Benito y Teresa Bernal Ruiz, heredaron la propiedad el 29 de septiembre de 1999. Él tenía treinta y uno cuando la defunción de la abuela, y ella treinta y cuatro. Se les hacía insólito recibir algo por línea familiar. Nunca habían esperado mucho de unos padres que no querían saber nada el uno del otro y que parecían haber encargado progenie por imperativo de un sorteo vinculante en el que les había salido la china negra. Benito y Teresa estuvieron siempre unidos como los mejores amigos. Fueron el padre de la una y la madre del otro, respectivamente. Muy pronto se dieron cuenta de que sus pequeños resbalones y aciertos, más tibios o menos, eran netamente suyos, armados y vividos al margen de un amparo paterno en el que tampoco cabía depositar demasiada expectativa. El padre real falleció en 1995 y la madre en 1997, cuando hacía tiempo que ya apenas les veían. A la abuela la habían tratado aún menos.

Las cosas del trabajo no iban bien para Benito, a cuenta de las zozobras de su empresita. Por lo que Teresa le había dejado claro que quería que él se quedara con el inmueble. Alegó que ella estaba tan feliz viviendo en su piso, con las necesidades cubiertas, y que era tontería que su hermano tuviera que andar alquilando nada mientras pudiera ocupar la casa de la abuela. La ayuda era grande, porque hacía meses que Benito no encontraba más que tropezones y reveses en su vida laboral.

Los hermanos se veían poco desde que Teresa se mudara a San Lorenzo de El Escorial, cuatro años atrás. No era fácil juntarse, que él vivía al sur de la región, con toda el área metropolitana mediante. Con Benito en Los Rosales, sin embargo, acercaban domicilios. No iban a desaprovechar la proximidad para volver a frecuentarse como antes.

A mediados de octubre, Benito invitó a su hermana a comer a la casa heredada. Aún entonces, seguía sin contarle a nadie qué era lo que de verdad le estaba atormentando. Algo mucho más grave que los estadillos de ventas, el reconocimiento profesional, las cuentas de ahorro, el mérito comercial y los balances por ejercicio.

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