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—¿Que qué le pasa a Benito? Que no folla desde hace años. Y encima quiere disimularlo —dijo Ignacio.

—Pues se le nota a la legua —concluyó la Presen.

Si Teresa, a quien veía de uvas a brevas, se lo había barruntado, cómo no iba a habérselo notado la gente con la que trataba a diario.

Las personas de tal frecuencia de relación eran Ignacio Vírseda, la Presen y Pedro Crespo. Es decir, los tres empleados de Terre, S. L., la diminuta empresa de investigaciones químicas que Benito había constituido en 1995.

Ignacio era un compañero de la facultad. Fuera toda implicación de colegueo. Benito e Ignacio hicieron la carrera en la misma promoción de la Complutense sin que ninguno llegara a reparar nunca en el otro. A los tres años de licenciarse, Benito creó su empresa. Publicó un anuncio por palabras pidiendo currículum vítae y le llegó el de Ignacio. Durante su entrevista de trabajo ataron cabos y se asustaron en secreto de que hubieran compartido aulas y profesorado durante cinco añazos sin que sus miradas se cruzasen. Benito contrató a Ignacio porque apenas recibió ningún currículum más. Tenían una relación correcta. Pero nunca habían conseguido romper la barrera afectiva que les tendió su mutua invisibilidad en el campus.

La Presen era la madre de Ignacio. Oficiaba de recepcionista por no estar en casa. Hacía recados, compraba la papelería, los consumibles y las infusiones, traía merienda. Su buen humor, su parentesco directo con la tercera parte de sus compañeros y su nula cualificación profesional daban a Terre un entrañable aire de tienda de pueblo. Que a veces no quedaba muy allá cuando ante una llamada importante la Presen contestaba el teléfono con un «¡A ver!».

Pedro Crespo había recalado en Terre hacía seis meses. Era un químico venerable de sesenta y cuatro años que trabajaba en la empresa medio gratis, por la ilusión de ayudar a un menda que había aislado una sustancia, el mocordo, con aplicaciones de claro interés. Quería mucho a Benito. Le veía meterse en el laboratorio con la temeraria determinación, con el inquietante empuje y con la emocionante tenacidad de los iluminados. Le convencían sus callados logros científicos, y le ofrecía el respeto que se dedica al sujeto al que se ve sudar la gota gorda. Desplegaba con él un compañerismo paterno que a Benito, tan renuente a abrirse, le llevaba a recelar absurdamente. Y una camaradería intergeneracional que a Benito, tan precisado de abrirse, le llevaba a sentirse respaldado. Benito rechazaba y anhelaba este roce a partes iguales. Por miedo a la reedición de los palos, en el primer caso; y por su casi congénita penuria filial, en el segundo. Paradoja en la que el hombre andaba metido hasta las trancas desde siempre.

Crespo aún no había llegado. Ignacio y la Presen continuaron con su glosa.

—Eso tiene que ser horroroso —dijo Ignacio—. Que no te quiera ninguna, que se pasen los días y tú a verlas venir.

—Sacar la basura a diario hay que hacerlo. Pero que el camión del ayuntamiento no pase, eso sí que tiene que ser de apaga y vámonos.

—Desde luego la cara que trae siempre es como para llevárselo a enterrar.

—Por eso está bebiendo cada vez más. Huele a botiquín.

—Pues vaya solución. Porque no hay mayor afrodisíaco que el alcohol, digan lo que digan. Te lo dice un químico.

Las dependencias de Terre estaban en Valdemoro, municipio situado a veintiséis kilómetros al sur de la Puerta del Sol de Madrid. Los exiguos dominios de la empresa abarcaban dos espacios adyacentes, uno interior y otro exterior. El primero era un bajo de setenta y cinco metros cuadrados, con zona de recepción (un mostrador para la Presen), área de administración (un despacho de dos por dos para Benito, con el único ordenador de la empresa), cuarto de baño (mixto), cocina (una cafetera eléctrica sobre una nevera combi) y laboratorio (lo sobrante). El segundo era su patio trasero de cuatro por veinte en el que caían las pinzas de los vecinos. Era esta la zona de experimentos al aire libre, donde una colección de palos y maderos conservados en urnas eran sometidos a agresiones controladas para verificar la eficacia del mocordo famoso.

Para compensar sus desarboladuras, Benito decoró las instalaciones con objetos coloridos: papeleras, cubiletes, estores o alfombrillas se elegían con intención ambiental en verde hierba, bermellón subido, amarillo limón o naranja fuerte. Algún tabique iba pintado en rosa chicle, que daba mucha alegría a los blancos satinados de los muros. En el patio había plantado hierbabuena y perejil, y tenía esmaltadas en colores vivos las mesas de mecano que soportaban las urnas de sus pruebas de exterior. Las animosas acometidas cromáticas no hacían buenas migas con la renqueante marcha de las cosas.

Todo empezó a finales de 1994, cuando Benito tuvo un proverbial golpe de inventiva química. Fue soñando, dormido en su cama. En enero de 1995 creó Terre para desarrollar la idea que había alumbrado metido en su pijama. La empresa sería el marco científico y jurídico que acogiera las investigaciones conducentes a la materialización de su ocurrencia nocturna. Imperaba entonces el espíritu optimista sobre la iniciativa personal. Benito se lanzó a tumba abierta. Alquiló el bajo de Valdemoro y comenzó a trabajar con sus flacas huestes.

Hubo momentos para todo. Para los primeros balbuceos de heroica memoria, para los conatos de éxito, para los de derribo, para sus apuntalamientos. El proyecto se iba comiendo todos los recursos recabados y por recabar. Pero él no lo lamentó. Como premio, en octubre de 1997, y después de casi tres años de desvelos, Benito consiguió destilar el primer centímetro cúbico de un compuesto que quedó registrado en la Oficina de Patentes con la retahíla nominal ES-C21-63189/1997. En Terre lo llamaban mocordo.

El mocordo se inyectaba en la madera y esta volvía a nacer. Restituía todas las propiedades de la fibra vegetal, neutralizaba el desmembramiento celular y retardaba su envejecimiento casi hasta paralizarlo. La madera revivía orgánicamente, tuviera los años que tuviera. Llevaban probándolo desde entonces en las muestras del patio y los resultados, mes tras mes, eran cada vez más asombrosos. Para la restauración de retablos y escultura antigua, el mocordo era inmejorable.

En el historial del laboratorio brillaba el momento estelar de la decantación final de la sustancia, su gran logro técnico, tras invertir en su consecución todo el dinero (poco) y todo el esfuerzo, el tiempo y la creatividad (mucho).

Pero Benito no hacía nada con su descubrimiento si no encontraba una compañía de producción digna de tal nombre que se hiciera cargo del mismo. Que lo fabricara, lo comercializara y lo promocionara, poniendo a funcionar una planta industrial de cierto rango, una red de distribución eficaz y unos mecanismos de comunicación decentes. Unos medios a los que Terre, apenas un precario comando de investigación, no tenía ningún acceso.

Preparó cincuenta centilítros de mocordo para muestras e hizo copias del libro de especificaciones químicas. En sus catorce gestiones ofreciendo la patente a catorce compañías de toda España, Benito cosechó catorce noes. Ni él ni su producto interesaron a nadie durante el año que invirtió en presentaciones. Entonces supo de Bristol Chem., de Bristol, grupo que se dedicaba a elaborar, colocar y publicitar productos para la conservación de materiales por media Europa. Les propuso alianza en diciembre de 1998.

A la semana escasa le dieron una respuesta. Que, al contrario que las otras, denotaba un interés claro por la compra y la aceptación de la comandita. Le pidieron una carta de exclusividad, de hecho, lo que indicaba un grado importante de compromiso. Renunció documentalmente a la búsqueda de nuevas entidades y se centró en esta. Le gustó mucho que mostrara su disposición, precisamente, la empresa más asentada de entre aquellas a las que había acudido.

La incorporación de Bristol era de una trascendencia definitiva. Porque las inversiones para aislar el específico y para colocarlo ya casi se habían comido todos los fondos. Porque ya no había otro remedio que ir con la bristolada, tras suscribir la exclusividad. Y porque el área operativa de la compañía inglesa abría las puertas a la internacionalización de su reconocimiento. El que Benito se había merecido a base de dar el callo. Concluir las negociaciones y llegar a un acuerdo firmado significaba satisfacciones a toneladas.

A partir de ahí, surgió el campo minado de las indefiniciones. Bristol no progresaba en las conversaciones. Los síes del principio se hicieron imprecisos, y la comunicación se gelatinizó como el caldo de un codillo. A Benito le daban largas, le cogían poco el teléfono, jamás le habían contestado a un mail, pasaban de todo, se comportaban con la informalidad que los españoles creemos que nos es privativa. Como si dudaran, como si no lo vieran claro, como si no lo quisieran, como si ocurriera algo sospechoso. Llevaban así diez meses.

La única solución pasaba por insistir telefónicamente a Bristol, y recordar a los supuestos interesados el supuesto interés que habían mostrado. A veces le contestaban las llamadas. Benito entonces, con su inglés del bachiller, lidiaba como podía para medio conversar más o menos dignamente con quien le cogiera.

Cuando eso sucedía, lo peor no era el idioma. Al químico Benito, vendedor de circunstancias, le paralizaba el pánico. Con él a cuestas, en llamadas temblorosas que se le hacían violentísimas, tenía que reiterarles a estos las bondades de su mocordo. Se topó de bruces con el hecho de que él, de relaciones comerciales —ni apenas humanas— ni tenía el talante ni daba el perfil. Chocó contra el hecho atroz de que le tocaba desarrollar una labor de aproximación, de convicción y de chalaneo en la que no tenía experiencia previa alguna, sudando de apuro, sin dar la talla, hecho un zote. No tenía más remedio que hacer una tarea de seducción que, literalmente, no sabía hacer. Porque le daba terror. Como con las mujeres.

El efecto era que las conversaciones, cuando se daban, resultaban cada vez más difusas, y con empleados cada vez menos autorizados. Benito se culpaba de ello, y hacía de tripas corazón para intentar hablar con Bristol regularmente, por seguir al quite. Su improbable objetivo era contactar con Ken Heemstra, director de la compañía, que era lo suyo. Sacarle un hello, decirle que entonces qué. Quedar con él, en última instancia, en ínsula o en península, daba lo mismo, con un intérprete afable que quebrara las barreras del idioma. Pero en sus asaltos telefónicos no conseguía infiltrarse más allá de las alambradas de los subalternos, que cada vez parecían más hartos de él.

Cada cuatro o cinco semanas, sin embargo, Bristol respiraba de nuevo. Anunciaban a Benito una inminente llamada de un monicaco próximo a Ken Heemstra, le echaban una flor a su mocordo, le emplazaban para una nueva conversación. Jalones en lontananza que hacían que el jefe de Terre recobrara la fe. Luego, a los pocos días, el diálogo se interrumpía nuevamente, las esperanzas se diluían en el aire y otra vez vuelta a empezar. Mientras Bristol no comprara, haber destilado el mocordo le valía a Benito lo mismo que haberse hecho un Cola-Cao. Los ingleses ni siquiera habían llegado a la fase de proponer una oferta. Ni en pesetas, ni en libras, ni en ECU, ni en denarios. Ni a eso se habían aproximado. Había que insistir en que se pronunciaran. Con lo que costaba.

Entre su apuro innato y que en Bristol sólo daban señales de vida de Pascuas a Ramos, Benito se reconcomía. Sus días consistían en ir viendo cómo su hallazgo químico se cifraba en el hallazgo de su incapacidad para saber dónde coño meterlo y qué cojones hacer con él. En el patio de Valdemoro, a todo esto, el mocordo exhibía sin espectadores sus potencias prácticas, en una hilera de maderas a las que sometían al sol, al agua, a los bichos más asesinos. Las piezas tratadas con soluciones convencionales estaban hechas unos zorros. Las protegidas con el gel de Terre lucían casi más lustrosas que cuando empezaron a atacarlas. Todo, para nada.

Mientras tanto, era muy doloroso ver cómo otras empresas, coetáneas a la suya y de dimensiones similares, salían adelante, germinaban, sacaban la cabeza, en una coyuntura de bonanza económica que se adivinaba propicia como nunca antes. El país entero transitaba por la más rutilante era de prosperidad de su historia contemporánea.

Terre, no. Con todos los huevos puestos en esta cesta, Terre languidecía inmersa en el sinsentido de vivir su peor momento industrial bajo el lucero flamante de su específico más meritorio, más funcional, más loable y más innovador. Tras cinco años de devaneos, científicos y/o comerciales, todo lo hecho se cifraba en una sola pauta: o se cerraba el trato con Bristol o se cerraba la empresa.

En Terre nadie cobró nunca grandes nóminas. Los dos mayores venían por apenas lo que un becario mal pagado, y ellos tan contentos. A Ignacio y a Benito les llegaba para un sueldo discretito que durante los primeros años consideraron transitorio. Pero el estancamiento obligaba a Benito a reducir su asignación mes a mes, porque los restos del dinero se estaban agotando. La idea principal de Terre, apuntada incluso en sus propios estatutos fundacionales, era la dedicación a la química de investigación para su aplicación práctica. Sin embargo, y por salvar la situación, Benito dedicaba cada vez más tiempo a buscar apaños a pie de calle que le permitieran ingresar cuartos: un análisis alimentario para un colegio, una calidad de aguas para una finca, una certificación de asepsia para una charcutería. Remiendos con los que desvirtuaba sus propósitos y objetivos, y que casi nunca eran bien remunerados ni abonados en plazo.

En una entidad de esta parca anchura, todo se sabía. Si se colegían las intimidades sexuales de su jefe, cuánto no se confirmarían las económicas. A Benito le parecía innoble ocultarlas, por lo demás, con lo que los avatares y los tropezones eran parcela comunal. La plantilla de Terre valoraba el hecho de que Benito, como representante de producto, hacía lo que podía. Pero se palpaba que todo lo que podía hacer no era gran cosa. Les enternecía cuando le veían deambular en el tráfago de querer vender su hallazgo, con la impericia comercial y la querencia a meter la cacha hasta el fondo de los párvulos. Pero la coyuntura también les preocupaba.

Por ahora, la tropa parecía cohesionada, para alivio de Benito. Sería mejor así. Mientras no comenzaran las insubordinaciones o no le empezaran a insultar, más fácil sería ir comunicándoles que la indefinición de Bristol les estaba llevando irremisiblemente a la liquidación. Se repartirían la hierbabuena, el perejil, los cubiletes y la cafetera. Y sería muy triste y, para Benito, muy frustrante y muy poco justo.

No estaba al tanto de que Ignacio, por su parte, ya había tomado la delantera a la situación. Estaba buscando algo por otras compañías desde hacía algún tiempo. Igual que la Presen, cada vez más hecha a la idea de que tampoco sería tan malo quedarse en el sofá viendo la tele si lo encontrado por el vástago no preveía escolta materna.

Crespo, por el contrario, estaba fuertemente comprometido con Benito y con Terre. Abominaba sin ambages de la expectativa de tener que abandonar. Hubiera querido hablar inglés para secundar a su jefe, para crear un nuevo frente de insistencia y negociación, para exigir concreción a los bristolianos, para mandar al cuerno a toda la Britania si no se llegaba a nada. Sólo le cabía lamentar su mal oído para los idiomas y animar a Benito en la medida de lo posible.

Mientras las cosas iban tan mal en lo empresarial, y fuera del titular, todo el mundo en Terre estaba feliz con su vida amorosa. A esos efectos, Benito los envidiaba hasta arriba. Le parecía imposible que se pudiera haber triunfado tanto en el tema de los cariños.

Ignacio sería invisible en la facultad a ojos de Benito, pero tenía dos novias. Era hombre de voz muy bonita. Una amiga suya, apenas una conocida, una chica sin atractivo ninguno, empezó a llamarle un día. Y se masturbaba oyéndole, intentando que no se le notara. Ignacio se dio cuenta a la tercera llamada. Tuvo una ocurrencia. Empezó a hacer lo mismo que ella hacía. Empezó, por tanto, a asociar la voz de la chica con su placer. Al fin quedaron. Se echó la tercera novia.

Tras treinta y seis años de casada, la Presen hablaba de su marido como si sólo llevara con él una gozosa primera semana. Se pintaba los labios al salir de Terre, no al entrar, denotando que se reservaba su mejor cara al prójimo para la intimidad de su domicilio. Sacaba el tema lúbrico con la naturalidad de quien habla sobre camiones de basura y ayuntamientos, y a Benito le pasmaba que lo hiciera delante de su hijo sin más miramientos. Era físicamente hasta un ápice desagradable, pero la jovial desenvoltura con la que apelaba al sexo plantaba brotes de deseo en la mente necesitada de Benito. Hasta ahí llegaba su desesperación.

A Crespo, viudo, le venía a buscar los martes una señora de apreciable aspecto, con el desparpajo de la persona madura que sabe que está trazando nuevos límites a la relación entre la edad y el galanteo. Se había filtrado la sospecha de que quedaban sólo para follar. Se maliciaba en Terre que habían desnudado su relación de todo lo que la entorpecía, y que de la monda había resultado esta naranja. Crespo, discretísimo para todo, no hablaba jamás de ella. Pero todos daban por sentado que el hecho de citarla en su puesto de trabajo, a la vista de todos, era su forma de cantar su alegría a los cuatro vientos, aún a boca cerrada.

En esta cata de sabores maridados, Benito era el non. Sus compañeros lamentaban sus desiertos y sentían pena ante pronósticos de sequía tan palmarios. Que no se cifraban en que mirara con ganas a las mujeres, sino en todo lo contrario: en que les rehuía la mirada si alguna aparecía por el laboratorio. En que evitaba hablar de amor o de sexo: si salía el tema, de pitorreíllo o en seriecito, enseguida él se sonreía desencajadamente y decía «cómo sois, siempre pensando en lo mismo», o algo de eso. A los de la oficina, Benito les daba mucha pena. Pero, sobre la lástima, les daban ganas de decirle «siempre pensando en lo mismo, tú. Que no haces otra cosa, como se huele por tu empeño en espantar las palabras sobre el sexo como quien quiere espantar a las cucarachas en verano: por miedo a las cucarachas».

Madre e hijo seguían al hilo de la plática cuando llegó Crespo. Le gustaba trabajar en bata blanca, que se empezó a calzar en silencio después del saludo.

—Pues vaya plan de vida —continuó la Presen—. Todo el día con el pito guardado en el bolsillo.

—A ver si ofertan los de Bristol y se le cambia la cara —aventuró Ignacio.

—Podíamos decirle que ya han ofertado.

—Sí, claro. ¿Y si al final no entran?

—Decimos que entendimos otra cosa porque de inglés andamos flojos.

—Qué injusticia lo de las chavalas. Porque el tío es majo. Un poco soso. Un poco feo. Pero majo.

Entre lo que Crespo oyó de la conversación y lo que indujo de la misma por su cuenta; entre lo que llevaba inferido sobre Benito desde hacía meses y lo que llevaba macerado desde hacía décadas, Crespo metió baza.

—Benito se ha portado con todos como no se ha portado nadie. Yo sólo llevo aquí medio año, pero nunca me he encontrado con un jefe tan válido, tan currante y tan sincero. Que tenga a sus empleados así, sin enjuagues raros, trabajando como el que más. Sin trampas, sin racanadas, sin mierdas. Que nadie hemos dejado de cobrar, y eso con Bristol colgando.

Era imposible no estar de acuerdo.

—Habría que hacer algo —propuso Ignacio—. Echarle un cable, a ver si sale del pozo.

—Eso es lo que yo creo —continuó Crespo—. Pero menos palique y más actuar. Hay que ayudarle con actos. Y yo le tengo preparado un plan que, si funciona, va a hacer que empiece a dormir bastante mejor.

Le colmaba de gozo poder echar una mano a un tipo que tanto lo precisaba. A un tipo que le caía tan bien.

Las ganas

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