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Capítulo 1
ОглавлениеBurghsey House, sede del ducado de Marwick, en el pasado.
No existía nada en el mundo como la risa de él.
No importaba que ella no estuviera cualificada para hablar del vasto mundo, porque nunca se había alejado de aquella enorme casa solariega situada en la tranquila campiña de Essex, a dos días en carruaje desde Londres, donde las onduladas y verdes colinas se convertían en trigo a medida que el otoño ganaba terreno.
No importaba que no conociera los sonidos de la ciudad o el olor del mar. Ni que nunca hubiera oído hablar en otra lengua que no fuera el inglés, ni hubiera visto una obra de teatro, ni hubiera escuchado una orquesta.
No importaba que su mundo se limitara a los tres mil acres de tierra fértil cubiertos de mullidas ovejas blancas y enormes fardos de heno, y a una comunidad de personas con las que no tenía permitido hablar, para las que era prácticamente invisible; porque ella era un secreto que debía guardarse a toda costa.
Era la niña que habían bautizado como el heredero del ducado de Marwick. La que habían envuelto en el arrullo de encaje reservado para una larga estirpe de duques, la que habían ungido con aceites esenciales destinados exclusivamente para los residentes de Burghsey House más privilegiados. A la que habían otorgado nombre y título de varón ante Dios. El duque —un hombre que no era su padre— había pagado a sirvientes y a sacerdotes para que guardaran silencio, había falsificado documentos y había trazado planes para sustituir a la hija bastarda de su esposa por uno de sus propios hijos bastardos —nacido el mismo día que ella, de mujeres que no eran la duquesa—; de esa manera, ofrecía a uno de sus hijos el único camino hacia el legado ducal…, un legado robado.
Con esta estratagema estaba abocando a esa niña inútil, el bebé que lloraba en los brazos de la enfermera, a una vida a medias, llena de una dolorosa soledad que emanaba de un mundo tan grande y, al mismo tiempo, tan pequeño.
Y entonces había llegado él, hacía ya un año. Tenía doce años y estaba lleno de fuego, poseía toda la fuerza del mundo que había ahí afuera. Era alto y delgado, y tan inteligente como astuto. Le parecía el ser más hermoso que jamás hubiera visto, con un flequillo rubio tan largo que caía sobre unos brillantes ojos de color ámbar, unos ojos que guardaban mil secretos. Tenía una risa queda, apenas un susurro, tan poco frecuente que, cuando aparecía, era como un regalo.
No, no había nada en el vasto mundo como la risa de él. Ella lo sabía, aunque el vasto mundo estuviera tan lejos de su alcance que ni siquiera fuera capaz de imaginar dónde empezaba.
Él sí.
Y le encantaba contarle cosas sobre ese mundo. Eso fue lo que hizo aquella tarde, en uno de los preciosos momentos robados a las maquinaciones y manipulaciones del duque, justo el día antes de la noche en la que el hombre que manejaba su futuro regresó para deleitarse atormentando a sus tres hijos varones. Pero, en esos momentos, en aquella tranquila tarde, mientras el duque estaba fuera, en Londres, haciendo lo que fuera que hicieran los duques, los cuatro niños aprovechaban la felicidad allá donde podían encontrarla: al aire libre, en el salvaje y serpenteante terreno de la finca.
El lugar favorito de ella estaba en el límite occidental del terreno, lo suficientemente alejado de la casa solariega como para perderla de vista. Allí había un magnífico bosquecillo de árboles que se elevaba hacia el cielo, bordeado por un pequeño y burbujeante riachuelo, o más bien un arroyo, para ser precisos, pero que le había proporcionado horas, días y semanas de parlanchina compañía cuando era más niña y la conversación con el agua era lo único que cabía esperar.
Pero allí, en aquel momento, no estaba sola. Reposó entre los árboles, donde los rayos de sol moteados inundaban el suelo en el que yacía de espaldas, exhausta después de haber recorrido los campos, y aspirando grandes bocanadas de aire cargado del aroma del tomillo silvestre.
—¿Por qué siempre venimos aquí? —Él se sentó a su lado, cadera con cadera, mientras su propio pecho subía y bajaba por la respiración agitada mientras la miraba a la cara, con sus piernas, cada vez más largas, estiradas más allá de la cabeza de la chica.
—Me gusta estar aquí —dijo ella con sencillez, y volvió la cara hacia la luz del sol, y el son de los latidos de su corazón se calmó al mirar a través del dosel de ramas que jugaban al escondite en el cielo—. Y a ti también te gustaría si no estuvieras siempre tan serio.
El aire tranquilo del lugar se transformó, se volvió más pesado ante la certeza de que no eran niños de trece años corrientes y sin preocupaciones. Protegerse formaba parte de su supervivencia. La seriedad formaba parte de su supervivencia.
Ella prefería no pensar en ello mientras las últimas mariposas del verano danzaban bajo los rayos de luz, por encima de sus cabezas, llenando aquel lugar con una magia que mantenía a raya lo peor. Así pues, cambió de tema.
—Cuéntame cosas del mundo.
—¿Otra vez? —Pero en realidad, él no estaba pidiéndole explicaciones. No las necesitaba. Se giró, y ella movió las faldas para que él se tumbara a su lado, como había hecho docenas de veces antes. Cientos. En cuanto se acomodó de espaldas, con las manos apoyadas en la nuca, él empezó a hablar al cielo—. Nunca hay tranquilidad.
—Por el golpeteo de las ruedas de los carros contra los adoquines.
—Las ruedas de madera hacen ruido, pero es más que eso. —Ella asintió—. Son los gritos de las tabernas y de los vendedores ambulantes de la plaza del mercado. Los ladridos de los perros de los almacenes. Las peleas de las calles. Yo solía subir al tejado del lugar donde vivía y apostaba en las peleas.
—Por eso eres tan buen luchador.
—Siempre pensé que sería la mejor manera de ayudar a mi madre. Hasta que… —Se encogió levemente de hombros. Interrumpió sus palabras, pero ella sabía el resto. «Hasta que cayó enferma y el duque le ofreció un título y una fortuna a ese hijo que habría hecho cualquier cosa para ayudarla». Se volvió para mirarlo; tenía una expresión tensa, la vista clavada en el cielo, los dientes apretados.
—Háblame de los improperios —lo incitó.
—Hay mucho lenguaje soez. Eso te gusta, ¿eh? —Él soltó una risilla de sorpresa.
—Ni siquiera sabía que existían las palabrotas antes de conoceros a vosotros tres. —Los chicos que habían llegado a su vida eran puro alboroto: rudos, malhablados y maravillosos.
—Antes de conocer a Diablo, querrás decir. —Diablo, bautizado como Devon, era uno de sus otros dos hermanastros; había sido criado en un orfanato para niños abandonados, y para demostrarlo se expresaba con un lenguaje malsonante—. Él te ha transmitido sus amplios conocimientos. Sí. Los improperios. En especial los de los muelles. Nadie maldice como un marinero.
—Dime cuál es el mejor improperio que has oído.
—No. —Él le lanzó una mirada socarrona.
—Háblame de la lluvia. —Le preguntaría a Diablo más tarde.
—Es Londres. Nunca para de llover.
—Cuéntame algo bueno. —Le dio un codazo en el hombro.
—La lluvia hace que las piedras de la calle estén resbaladizas y brillantes. —Sonrió, y ella hizo lo mismo. Adoraba la forma en que le seguía la corriente.
—Y, por la noche, las luces de las tabernas las vuelven doradas —terminó ella.
—No solo las de las tabernas, también las de los teatros de Drury Lane. Y las lámparas que cuelgan delante de las casas de alterne. —Las casas de mala muerte donde su madre había aterrizado después de que el duque se negara a mantenerla cuando eligió tener a su hijo. Donde había nacido aquel hijo.
—Para mantener la oscuridad a raya —susurró ella.
—La oscuridad no es tan mala —adujo él—. Lo que ocurre es que la gente que vive en ella no tiene más remedio que luchar por lo que necesita.
—¿Y consiguen lo que necesitan?
—No. No tienen lo que necesitan, y tampoco lo que merecen. —Hizo una pausa y luego susurró al dosel de ramas, como si realmente fuera mágico—. Pero vamos a cambiar todo eso.
No le pasó desapercibido que había usado el plural. No solo ellos dos, sino todos. Aquel cuarteto que hizo un pacto para iniciar aquella loca competición: quien ganara protegería al resto. Y luego escaparían de aquel lugar en el que los habían forzado a luchar en una batalla de ingenio y armas que le daría a su padre lo que quería: un heredero digno de un ducado.
—En cuanto seas duque… —empezó ella, en voz baja.
—En cuanto uno de nosotros sea duque. —Se volvió para mirarla.
Ella negó con la cabeza y buscó su brillante mirada ambarina, tan parecida a la de sus hermanos. Tan parecida a la de su padre.
—Vas a ganar tú.
—¿Cómo lo sabes? —dijo él, después de observarla durante un buen rato.
—Lo sé, y punto. —Apretó los labios.
Las maquinaciones del viejo duque se volvían más desafiantes cada día. Diablo era como su nombre, demasiado fuego y furia. Y Whit era demasiado pequeño y demasiado amable.
—¿Y si no quiero?
—Por supuesto que quieres. —Cualquier otra cosa era una idea absurda.
—El ducado debería ser tuyo.
—Las chicas no pueden ser duques. —Ella no pudo reprimir una risita exagerada.
—Y, sin embargo, aquí estás: eres la heredera.
Pero no lo era. No de verdad. Ella era el producto de una aventura extramatrimonial de su madre, una apuesta ideada para darle un heredero bastardo a un marido monstruoso, y manchar así para siempre su preciado linaje, que era lo único que realmente le importaba al duque. Pero, en lugar de un niño, la duquesa había dado a luz a una niña, por lo que no podía heredar. Era la sustituta. Una simple nota al pie en el ancestral ejemplar del Libro de la nobleza de Gran Bretaña e Irlanda. Y los cuatro lo sabían.
—No importa —aseguró, ignorando sus palabras.
Y no importaba. Ewan ganaría. Se convertiría en duque. Y lo cambiaría todo.
Él la observó en silencio durante un rato.
—Cuando sea duque… —fantaseó en un susurro, como si las palabras fueran a convertirse en realidad al pronunciarlas en voz alta—. Cuando sea duque, yo cuidaré de todos. De nosotros y de todo el Garden. Manejaré su dinero. Su poder. Su nombre. Y me alejaré de aquí y nunca miraré atrás. —Las palabras volaron alrededor de ellos, reverberando en los troncos de los árboles antes de que él se corrigiera—. Su nombre no —susurró—. El tuyo.
Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, heredero del ducado de Marwick.
Ignoró el ramalazo de emoción que la recorrió y suavizó el tono.
—Te quedará bien ese nombre. Es nuevo. Yo nunca lo he usado. —Había sido bautizada como el heredero, pero no podía hacer uso de su nombre.
A lo largo de los años, siempre se habían dirigido a ella como «niña», «chica» o «señorita». Un día, cuando tenía ocho años, hubo una criada que la llamó «mi amor», y eso le gustó mucho. Pero la criada se había marchado al cabo de unos meses, y ella había vuelto a ser invisible.
Hasta que más tarde llegaron tres chicos que sí la veían, y el que estaba con ella no solo parecía verla, sino también entenderla. Y la llamaron de mil maneras: «Liebre», por la forma en que atravesaba los campos a la carrera, «Fuego», por las llamas de su cabello pelirrojo y «Rebelde», por la manera en que se enfadaba con su padre. Y ella respondía a todos aquellos apodos, sabiendo que ninguno era su nombre, sin importarle demasiado, porque ellos estaban allí. Porque tal vez estar con ellos fuera suficiente.
Porque para ellos era alguien importante.
—Lo siento —susurró él. Y lo decía en serio.
Para él, ella sí era alguien importante.
Permanecieron así durante unos instantes, con las miradas entrelazadas mientras la verdad pesaba a su alrededor, hasta que él carraspeó y apartó los ojos, rompiendo así aquella conexión. Lo observó cuando giró su tronco para volver a prestar atención a las copas de los árboles.
—De todos modos, mi madre decía que le encantaba la lluvia, porque era el único momento en que veía joyas en el barrio de Covent Garden.
—Prométeme que me llevarás contigo cuando te vayas —susurró ella para romper el silencio.
Los labios de Ewan se convirtieron en una línea firme, la promesa quedó escrita en las arrugas de su cara, más vieja de lo que debería ser. Más joven de lo que iba a necesitar que fuera.
—Y tendrás muchas joyas. —Asintió con seguridad.
Ella se giró, y sus faldas se desplegaron sobre la hierba.
—Por supuesto —bromeó ella—. Y vestidos confeccionados con hilo de oro.
—Vivirás entre bobinas de hilo oro.
—Sí, por favor —dijo ella—, y una doncella que sepa hacerme preciosos peinados.
—Para ser una chica de campo, eres muy exigente —se burló.
—He tenido toda la vida para elaborar una lista con mis necesidades. —Le dirigió una sonrisa.
—¿Crees que estás preparada para Londres, chica de campo?
—Creo que se me dará bien, chico de ciudad. —La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.
Él se rio, y el preciado (por infrecuente) sonido de su risa llenó el espacio que los rodeaba, reconfortándola. En ese momento, sucedió algo. Algo extraño e inquietante, maravilloso e inaudito. Ese sonido, que no se parecía a ningún otro del vasto mundo, la liberó.
De repente, lo sintió. No solo el calor de él a su lado, donde se tocaban de hombro a cadera. No solo el lugar donde su codo descansaba junto a su oreja. No solo el contacto de sus manos en los rizos cuando él extrajo una hoja de ellos. Sino en todas partes. En el ascenso y descenso uniforme de su respiración. En su segura quietud. Y esa risa…, en su risa.
—Pase lo que pase, prométeme que no me olvidarás —le pidió en voz baja.
—No podré. Estaremos juntos.
—La gente se va.
—Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.
—A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…
Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.
—Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.
—No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.
—Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.
—Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.
—Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.
La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.
—Entonces, ¿no me llamo Robert?
—Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.
Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.
—Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.
Quería ese regalo en los labios y en la voz de él, en los oídos de ella. Quería que se lo diera y sabía que le resultaría imposible olvidarlo, incluso después de que se marchara y la dejara atrás.
Y él se lo dio.
—Grace —la llamó.