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Capítulo 2

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Londres, otoño de 1837.

—¡Por Dahlia!

Una estridente ovación se elevó en respuesta al brindis; la multitud concentrada en la sala principal del número 72 de Shelton Street —un club de alto nivel y el secreto mejor guardado de las mujeres más elegantes, sabias y escandalosas de Londres— se volvió al unísono para brindar por su propietaria.

La mujer conocida como Dahlia se quedó quieta al pie de la escalera central, observando la enorme estancia, ya repleta de socias del club e invitadas a pesar de lo temprano que era.

—Bebed, queridas, os espera una noche inolvidable. —Dirigió al público una amplia y brillante sonrisa.

—¡O para olvidar! —exclamó alguien desde el otro extremo de la sala. Dahlia reconoció al instante la voz de una de las viudas más alegres de Londres, una marquesa que había invertido en el 72 de Shelton Street desde sus inicios y que amaba aquel club más que a su propia casa. Allí, una alegre marquesa gozaba de la privacidad que en Grosvenor Square nunca había tenido. Sus amantes también se sentían totalmente libres.

Los enmascarados rieron al unísono y Dahlia se libró de la atención general el tiempo suficiente para que Zeva, su lugarteniente, apareciera a su lado. La alta belleza de pelo oscuro había estado con ella desde que fundó el club y se encargaba de atender a las socias, asegurándose de que tuvieran todo lo que desearan.

—Es un éxito —dijo Zeva.

—Y va a serlo más. —Dahlia echó un vistazo al reloj que llevaba en la cintura.

Era temprano, apenas pasadas las once; gran parte de las mujeres de Londres solo podían escabullirse de sus aburridas cenas y bailes poniendo excusas como el abatimiento y su naturaleza delicada. Dahlia sonrió al pensar en ello, ya que conocía la manera en que las socias del club utilizaban la delicadeza que se atribuía al sexo débil para tomar lo que deseaban sin que la sociedad lo supiera.

Se adjudicaban esa debilidad y jugaban con ella, al tiempo que convocaban a sus cocheros en las puertas traseras de sus casas; al tiempo que cambiaban sus respetables ropas por otras más provocativas; al tiempo que se despojaban de las máscaras que llevaban en su mundo y se ponían otras diferentes, otros nombres, otros deseos…, lo que ansiaban fuera de Mayfair.

Pronto llegarían y abarrotarían el 72 de Shelton Street para deleitarse con lo que el club les ofrecía cualquier noche del año —compañerismo, placer y poder— y, en concreto, con lo que ocurría el tercer jueves de cada mes, cuando las mujeres de todo Londres y de cualquier otra parte del mundo eran bienvenidas para explorar sus deseos más profundos.

El célebre acontecimiento, al que llamaban Dominio, era en parte baile de máscaras, en parte juerga salvaje, en parte algo así como un casino y, sobre todo, algo completamente confidencial. Diseñado para ofrecer a los miembros del club y a sus acompañantes de confianza una velada dedicada exclusivamente a su placer… Fuera este cual fuera.

Dominio tenía un único propósito: las damas eligían.

No había nada que le gustara más a Dahlia que proporcionar a las mujeres acceso al placer. En el mundo real, el sexo débil no recibía la más mínima consideración, y su club se había creado para darle la vuelta a esa situación.

Desde que había llegado a Londres, veinte años atrás, había ganado dinero de muchas maneras. Había trabajado como camarera en pubs y teatros. Había picado carne en carnicerías y doblado metal para hacer cucharas, y nunca había ganado más de un penique o dos por jornada. Enseguida descubrió que el trabajo diurno no era rentable.

Lo cual le parecía bien, ya que nunca se había adaptado a los horarios diurnos. Después de que los orinales y los pasteles de carne le revolvieran el estómago, y que trabajar con el metal le dejara las palmas de las manos en carne viva, había encontrado un trabajo como florista y se había esforzado por conseguir vaciar la cesta de unos ramilletes que se marchitaban rápidamente antes del anochecer. Pasaron dos días antes de que un vendedor ambulante del mercado de Covent Garden notara su buen ojo para los clientes y le ofreciera trabajo vendiendo fruta.

Eso había durado menos de una semana, hasta que él la había golpeado cuando, accidentalmente, se le cayó una manzana roja brillante en el serrín. Cuando se puso en pie, ella misma lo rebozó a él en serrín antes de salir corriendo del mercado con tres manzanas en la falda que valían más que su sueldo de una semana.

El suceso había sido lo suficientemente sorprendente como para atraer la atención de uno de los mejores luchadores del barrio del Garden. Digger Knight siempre andaba buscando chicas altas con caras bonitas y puños poderosos. «Los brutos son una cosa», solía decir, «pero las bellas se ganan al público». Dahlia resultó ser ambas cosas.

Le había enseñado bien.

La lucha no era un trabajo diurno. Era un trabajo nocturno y se pagaba como tal.

Se pagaba bien. Y se sentía mejor, en especial para una chica que no era nadie y estaba llena de rabia. No le importaba el dolor de los golpes, se recuperaba pronto del mareo que experimentaba a la mañana siguiente de un combate… Y en cuanto aprendió a anticiparse a los golpes y a evitar los que hacían daño de verdad, no miró atrás.

Dejó las flores y la fruta, y vendió sus puños en su lugar, en peleas justas y también en las sucias. Y cuando vio la cantidad de dinero que ganaba con las últimas, vendió su cabellera a un peluquero de Mayfair que compraba en el Garden al por mayor. El pelo largo era una debilidad para una chica que peleaba sin guantes.

Con casi quince años, pelo corto y piernas largas, se había convertido en una leyenda de los rincones más oscuros de Covent Garden. Era una chica delgada y fibrosa, y con un puño duro como el roble con el que ningún hombre deseaba encontrarse en una calle oscura. Sobre todo cuando iba flanqueada por los dos chicos que la acompañaban, y que luchaban con una rabia adolescente y feroz capaz de acabar con cualquiera que se enfrentara a ella.

Juntos habían ganado dinero a espuertas con los puños y habían levantado un imperio. Dahlia y los chicos, que rápidamente se convirtieron en hombres —sus hermanos de corazón y de alma, no de sangre—, los Bastardos Bareknuckle. Y el trío vendió los puños hasta que ya no tuvieron que hacerlo. Hasta que, finalmente, se tornaron imbatibles. Irrompibles.

Los reyes.

Y solo entonces la reina Dahlia construyó su castillo y reclamó su lugar, ya no en el negocio de las flores ni de las manzanas ni del cabello ni de las peleas.

Y a sus súbditos les ofrecía algo magnífico: podían elegir. No era el tipo de elección que se le había concedido a ella —el menor de los males—, sino el que permitía a las mujeres alcanzar sus sueños. Fantasías y placer hechos realidad.

Lo que las mujeres querían, Dahlia se lo proporcionaba.

Y Dominio era la forma de hacerlo.

—Veo que te has vestido para la ocasión —dijo Zeva.

—¿Ah, sí? —respondió Dahlia con una ceja arqueada. El corsé escarlata que llevaba por encima de unos pantalones negros, perfectamente ajustados, acariciaba sus exuberantes curvas bajo un largo y elaborado abrigo bordado en negro y oro, forrado con una rica seda dorada.

Rara vez llevaba faldas. Los pantalones le permitían mayor libertad de movimientos para trabajar, por no mencionar que eran un valioso símbolo de su papel como propietaria de uno de los secretos mejor guardados de Londres y de reina de Covent Garden.

—Sé dónde has estado los últimos cuatro días. Y no ha sido envuelta en terciopelo y seda, precisamente. —Su lugarteniente la miró de arriba abajo.

Una estruendosa ovación surgió de la ruleta, salvando a Dahlia de tener que responder. Se giró para observar a la multitud y vio la amplia y feliz sonrisa de una mujer enmascarada, anónima para todos menos para la dueña del club, que atrajo a Tomas, su compañero de esa noche, para darle un beso de celebración. Tomas se mostró muy dispuesto a festejar, y el abrazo terminó entre silbidos y aplausos.

Nadie creería que para todo Mayfair ella era una florero que había perdido toda oportunidad con los hombres. Las máscaras tenían un poder infinito cuando se usaban bien.

—¿La dama está en racha? —preguntó Dahlia.

—Tercera victoria consecutiva. —Por supuesto, Zeva llevaba la cuenta—. Y Tomas no es lo que se dice una influencia negativa.

—No se te escapa nada. —Dahlia le ofreció una media sonrisa.

—Me pagan muy bien por ello. Me entero de todo —dijo—. Incluyendo tu paradero.

Dahlia miró a su factótum y amiga.

—Esta noche no —dijo en voz baja.

—La votación de mañana fracasará. —Zeva tenía más cosas que decir, pero calló. En su lugar, hizo un gesto con la mano en dirección al extremo de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas se apiñaban en una conversación privada.

Aquellas mujeres eran esposas de aristócratas, la mayoría más inteligentes que sus maridos, y todas tan cualificadas (o mucho más) para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores. Sin embargo, el hecho de carecer de las vestimentas apropiadas no impedía a las damas legislar y, cuando lo hacían, lo hacían allí, en los aposentos privados, a espaldas de Mayfair.

Dahlia dirigió una mirada de satisfacción a Zeva. La votación podría ilegalizar la prostitución y otras formas de trabajo sexual en Gran Bretaña. Dahlia había pasado las últimas tres semanas convenciendo a las esposas en cuestión de que esa era una votación en la que ellas —y sus maridos— debían tomar partido para asegurarse de que no se aprobara.

—Bien. Es inconveniente para las mujeres en general y, para las pobres, todavía más.

Era inconveniente para Covent Garden, y ella no iba a permitirlo.

—También lo es para el resto del mundo —dijo Zeva secamente—. ¿Tienes tu propio proyecto de ley?

—Dame tiempo… —respondió Dahlia mientras atravesaban la sala hasta llegar a un largo pasillo, donde varias parejas aprovechaban la oscuridad—. Nada se mueve tan despacio como el Parlamento.

—Tú y yo sabemos que no hay nada que te guste más que manipular al Parlamento. Deberían darte un escaño. —Zeva soltó una carcajada.

El pasillo se abría a un espacio amplio y acogedor, lleno de juerguistas, con una pequeña banda de músicos en un extremo, que tocaba una animada melodía; buena parte del público bailaba con desenfreno, sin pasos torpes, sin espacios entre las parejas, sin ojos exigentes que vigilasen el escándalo o, si lo hacían, buscaban disfrutar y no censurar.

Las dos se abrieron paso entre la multitud por los laterales de la sala. Pasaron por delante de un hombre corpulento que les guiñó un ojo mientras la mujer que tenía en sus brazos acariciaba su pecho musculoso, que parecía que iba a reventar las costuras del abrigo. Era Oscar, otro empleado; su trabajo consistía en dar placer a las damas.

A los pocos hombres que asistían y no eran empleados los habían investigado de antemano debidamente; investigados y reinvestigados gracias a la información que obtenía Dahlia de su amplia red, formada por empresarias, aristócratas o esposas de políticos; mujeres que conocían y ejercían el poder más complejo: la información.

La orquesta descansaba mientras una cantante se dirigía al centro de la tarima del escenario, donde estaba sentada una joven negra cuya voz se alzaba lo bastante alto como para resonar en toda la sala. Los bailarines se quedaban sin aliento al oírla trinar y escalar un aria brillante que provocaría que cualquier sala del Drury Lane estallara en vítores.

Una sucesión de jadeos de asombro se adueñó de la sala.

—Dahlia.

Dahlia se giró para encontrarse con una mujer vestida de verde brillante y con una elaborada máscara a juego. Nastasia Kritikos era una legendaria cantante de ópera griega que había hecho caer rendida a sus pies a toda Europa. Con un cálido abrazo, señaló el escenario con la cabeza.

—Esa chica. ¿De dónde la has sacado?

—¿A Eve? —Una sonrisa se dibujó en los labios de Dahlia—. De la plaza del mercado. Cantaba allí para ganarse unas monedas.

—¿Y no es eso lo que hace esta noche? —Levantó una ceja oscura, divertida.

—Esta noche canta para ti, vieja amiga. —Era la verdad. La joven cantaba para tener acceso a Dominio, un evento que había catapultado al estrellato a un puñado de talentosos cantantes.

Nastasia echó una mirada perspicaz al escenario, donde Eve emitía una serie de notas imposibles.

—Era tu especialidad, ¿verdad? —dijo Dahlia.

—Es mi especialidad. Y no puedo decir que su técnica sea perfecta. —La otra mujer le lanzó una mirada.

Dahlia le dedicó una breve sonrisa de complicidad. Era perfecta, y ambas lo sabían.

—Dile que venga a verme mañana. Le presentaré a algunas personas. —Con un enorme suspiro, la diva agitó una mano en el aire.

—Qué bondadosa eres, Nastasia. —La chica estaría de gira por los escenarios antes de darse cuenta.

—Como se lo digas a alguien, provocaré un incendio que hará arder este lugar hasta los cimientos. —Los ojos castaños brillaron detrás de la máscara verde.

—Tu secreto está a salvo conmigo. —Dahlia sonrió—. Peter ha preguntado por ti. —Era la verdad. Además de ser una auténtica celebridad londinense, Nastasia también era un premio codiciado entre los hombres del club.

—Por supuesto que sí. Supongo que dispongo de unas horas libres. —La mujer se pavoneó.

Dahlia se rio y señaló a Zeva.

—Lo encontraremos para ti, entonces.

Tras finalizar la conversación, avanzó atravesando la multitud, que se había reunido para escuchar a la que pronto sería una famosa cantante, hasta una pequeña antesala, donde las partidas de faro solían ser bastante tensas. Dahlia percibía la emoción en el aire y la absorbió junto al poder que llevaba consigo. Las mujeres más poderosas de Londres, reunidas allí para su propio placer.

Y todo gracias ella.

—Tendremos que buscar a una nueva cantante —refunfuñó Zeva mientras se movían entre los jugadores.

—Eve no va a pasarse la vida amenizando nuestras juergas.

—Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?

—Tiene demasiado talento para nosotros.

—Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.

—… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.

Sin embargo, Dahlia se demoró.

—He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.

—Sí, e imagínate, solo dos muertos.

—Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?

—El periódico dice que cinco.

«Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.

—Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.

Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.

Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.

—Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.

—Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?

—¿A quiénes? —Dahlia la miró.

—A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.

Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.

—¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!

Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.

—Dios, no estarán aquí, ¿verdad?

—No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.

—Podemos intentarlo.

—Tienen que saber…

—Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.

—¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.

—Deja que yo también me encargue de eso.

—Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó a asentir. Se dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud, dejando a Dahlia a solas.

Sola para presionar el panel oculto de la puerta, activar el pestillo y cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.

Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.

Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.

«Una. Dos. Tres».

Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.

Sola en esa habitación.

Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.

Grace y el duque

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