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Capítulo 4

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Grace giró la llave en la cerradura como un rayo. Apenas la había sacado cuando la manilla vibró: alguien intentaba abrir desde dentro. Y no, nadie quería huir, sino perseguirla.

Oyó un grito furioso y herido. Y algo más…

El grito finalizó con un golpe que reconoció al instante. Un puño contra la madera, lo bastante fuerte como para aterrorizar a cualquiera.

Aunque ella no estaba asustada. Apoyó una mano en la puerta, la palma sobre la hoja de madera, y contuvo la respiración, esperando.

Nada.

«Y si él hubiera golpeado de nuevo, ¿qué habría pasado?».

Retiró la mano cuando aquella idea le atravesó la mente.

No entraba en sus planes que se despertara. Le había dado una dosis de láudano suficiente para derribar a un oso. Suficiente para mantenerlo en cama hasta que su hombro y su pierna estuvieran listos para afrontar un esfuerzo. Hasta que estuviera preparado para el enfrentamiento que ella ansiaba.

Pero lo había visto ponerse de pie sin vacilar, una prueba de que sus heridas estaban sanando con rapidez. Que sus músculos eran tan fuertes como siempre.

Conocía bien esos músculos. Incluso aunque no debiera.

Había querido ser lo más fría posible. Atender sus heridas y curarlo para luego mandarlo a paseo, para darle el castigo que se merecía desde aquel día, hacía ya dos décadas, en que destruyó sus vidas. Sobre todo la de ella.

Había planeado esa venganza con años de anticipación y rabia, y estaba preparada para llevarla a cabo.

Aunque había cometido un error. Lo había tocado.

Estaba quieto, y era fuerte y muy diferente al chico que no había vuelto a ver; sin embargo, en los ángulos de su cara, en la forma en que el pelo demasiado largo le caía sobre la frente, en la curva de sus labios y en el corte de sus cejas, era demasiado parecido. No había tenido elección.

La primera noche se había dicho a sí misma que estaba buscando lesiones, palpando las costillas de su torso, fijándose en las crestas y los valles de los músculos. Estaba demasiado delgado para su constitución, como si apenas comiera o durmiera.

Como si hubiera estado demasiado ocupado buscándola.

No tenía excusa que justificara el modo en que había explorado su rostro, acariciándole las cejas, maravillándose con la suave piel de sus mejillas, notando la aspereza de la barba incipiente que le cubría la mandíbula.

No tenía forma de catalogar los cambios que él había sufrido, la forma en que el niño que había amado se había convertido en un hombre fuerte, anguloso y peligroso.

Y fascinante.

Pero él no debería resultarle fascinante. Y ella no debería sentir curiosidad.

Lo odiaba.

Durante dos décadas, él la había perseguido. Había amenazado a sus hermanos. En última instancia, los había perjudicado a ellos y a los hombres y a las mujeres de Covent Garden, a quienes los Bastardos Bareknuckle habían jurado proteger.

Y eso lo había convertido en su enemigo.

Así que no debería resultarle fascinante.

Y no debería haber deseado tocarlo.

Tampoco debería haberlo tocado, no tendría que haberse quedado con los ojos clavados en su torso, en el ascenso y descenso uniforme de su respiración, en la aspereza de la barba de su mandíbula, en la curva de sus labios, en su suavidad…

Las tablas del suelo de la habitación cerrada crujieron cuando él se agachó.

Grace retrocedió y se arrimó a la pared en el lado opuesto del pasillo, lo bastante lejos como para que el hombre que estaba dentro no la viera cuando mirara por el ojo de la cerradura. Era él quien le había enseñado a espiar por las cerraduras cuando era tan joven para creer que una puerta cerrada suponía el final de la historia.

Se quedó mirando el pequeño vacío negro que había bajo el pomo de la puerta, consumida por el potente recuerdo de otra puerta. Del tacto de otro picaporte en la palma de su mano, de la fría caoba contra su frente cuando se había inclinado cerca de ella, en otra vida, para mirar dentro.

La oscuridad absoluta del interior.

El tacto de la estructura metálica de la cerradura contra sus labios mientras susurraba a la habitación de al lado: «¿Estás ahí?».

Dos décadas más tarde, todavía notaba cómo le palpitaba el corazón al acercar el oído a la misteriosa abertura, buscando el sonido donde no podía usar la vista. Todavía percibía el miedo. El pánico. La desesperación.

Y entonces, desde la nada…

«Estoy aquí».

La esperanza. El alivio. La alegría al repetir sus palabras.

«Yo también estoy aquí».

El silencio. Y luego…

«No deberías».

«Qué tontería».

¿Dónde más iba a ir?

«Si te descubren…».

«No me descubrirán».

Nadie la veía nunca.

«No deberías arriesgarte».

«Riesgo». La palabra que llegaría a serlo todo entre ellos. Por supuesto, ella no lo había sabido entonces. Solo sabía que hubo un tiempo en el que nunca se habría arriesgado en esa enorme y fría finca, a kilómetros de cualquier lugar. El hogar que le dio un duque, el que le dijeron que debía estar agradecida de tener. Después de todo, había sido la bastarda de otro hombre, nacida de su duquesa.

Había tenido suerte, le dijeron, de que no la hubiera mandado lejos al nacer, con una familia del pueblo. O algo peor.

Como si una vida escondida, sin amigos ni familia ni futuro, no fuera ya lo peor.

Como si no la consumiera la certeza siempre presente de que algún día se le acabaría el tiempo. De que se quedaría sin metas.

Como si no supiera que llegaría el día en que el duque recordaría que ella existía. Y entonces se libraría de ella.

Y luego, ¿qué?

Había aprendido pronto la lección de que las chicas eran prescindibles. Y por eso más valía mantenerse fuera de su vista y de sus oídos. Su meta era sobrevivir. Y no cabía lugar para el riesgo.

Hasta que llegó, junto con otros dos chicos —sus hermanastros—, todos ellos bastardos, como ella. No. No eran como ella.

Eran chicos.

Y por eso eran tambien infinitamente más valiosos.

Se olvidaron de ella en el instante en que nació: una niña, la hija bastarda de otro hombre, indigna de recibir atención o, incluso, de tener un nombre propio, valiosa solo por haber nacido como sustituta de un hijo varón.

El único modo de que el duque mantuviera su posición en la aristocracia.

Y, aun así, se había arriesgado por él. Para estar cerca de él. Para estar cerca de todos ellos —tres chicos a los que había llegado a querer, a cada uno de manera diferente—, dos de ellos hermanos de corazón, no de sangre, sin los cuales nunca habría sobrevivido. Y el tercero… era él. El chico sin el que nunca habría vivido.

«No…».

«¿Qué?»

«No te vayas. Quédate».

Ella lo había querido. Había querido quedarse con él para siempre.

«Nunca. Nunca me iré. No hasta que puedas irte conmigo».

Y ella no se había ido…, hasta que él no le dio otra opción.

Grace negó con la cabeza al recordarlo.

En los veinte años transcurridos, había aprendido a vivir sin él. Pero esa noche tenía un problema, porque él estaba allí, en su club, y cada segundo que él estuviera consciente era una amenaza para todo lo que había construido Grace Condry, empresaria de éxito, emprendedora y líder de una de las redes de inteligencia más codiciadas de Londres.

No era solo el chico al que una vez susurró a través del ojo de la cerradura.

En la actualidad, él era el duque. El duque de Marwick, y su prisionero. Rico y poderoso, además de lo suficientemente loco como para derribar los muros, y su mundo.

—Dahlia… —Zeva de nuevo, en la distancia, con tono de advertencia.

Grace negó con la cabeza. ¿No le había dejado claro a Zeva que no debía seguirla?

«¿Qué narices había hecho?».

—¿Qué narices has hecho? —Ah, de ahí la advertencia de Zeva.

Grace cerró los ojos al oír la voz de su hermano en la oscuridad, aunque los abrió un segundo después. Se apartó de la puerta cerrada y del inquietante silencio que rodeaba a su prisionero, y caminó por el estrecho pasillo levantando un dedo para pedir silencio.

—Aquí no. —Se encontró con la mirada de Zeva, oscura y cargada de intención. Ignoró su expresión—. La habitación necesita un guardia. Que no entre nadie —dijo.

—¿Y si sale? —Zeva señaló la puerta.

—No saldrá.

Intercambiaron un asentimiento para mostrar que estaban de acuerdo, y Grace pasó de largo para encontrarse con su hermano en la oscura entrada de la escalera trasera.

—Aquí no —repitió ella, viendo que él iba a hablar de nuevo. Diablo siempre tenía algo que decir—. En mi despacho.

Él arqueó una de sus negras cejas con irritación, algo que enfatizó con un rápido golpe del bastón que siempre llevaba consigo. Grace aguantó la respiración esperando que él aceptara…, sabiendo que no tenía ninguna razón para hacerlo. Consciente de que tenía todas las razones del mundo para ignorarla y enfrentarse al duque. Pero no lo hizo. En lugar de ello, hizo un gesto con la mano en dirección a la escalera, y Grace soltó el aliento que contenía para guiarlo hacia el último piso del edificio, donde sus habitaciones privadas colindaban con el despacho desde el que dirigía su reino.

—Ni siquiera deberías estar aquí —le recriminó a su hermano en voz baja mientras se abrían paso por el espacio oscuro—. Sabes que no me gusta que estés cerca de las clientas.

—Y sabes tan bien como yo que no hay nada que tus distinguidas damas quieran más que ver a un rey de Covent Garden. No les gusta que yo ya tenga una reina.

—Al menos esa parte es cierta —dijo ella, burlándose de sus palabras. Ignoró cómo le latía el corazón, pues sabía tan bien como Diablo que, en cuanto estuvieran dentro de sus aposentos, esa conversación intrascendente llegaría a su fin—. ¿Dónde está mi cuñada? —Haría cualquier cosa por tener a Felicity allí en ese momento, distrayendo a Diablo de su propósito con su sentido común.

—En casa de Whit, haciéndole compañía a su señora —dijo cuando llegaron a la puerta de sus aposentos.

—Y Whit no le está haciendo compañía a su señora porque… —Lo miró por encima del hombro, con la mano quieta en el pomo de la puerta. Su hermano levantó la barbilla, indicando la habitación que había más allá—. ¡Maldita sea, Diablo!

—¿Qué se supone que debía hacer? ¿Decirle que no podía venir? Tienes suerte de que lo convenciera de que esperara allí mientras te buscaba. Quería registrar el edificio. —Se encogió de hombros.

Grace apretó los labios en una delgada línea y abrió la puerta para enfrentarse al hombre que estaba dentro y que ya cruzaba la habitación hacia ella, enorme y tenso.

Una vez que estuvieron dentro, Grace cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, fingiendo no sentirse inquieta por la evidente furia de su hermano. En los veinte años que hacía que lo conocía, desde que escaparon de su pasado común y se reinventaron como los Bastardos Bareknuckle, nunca había visto a Whit tan enfadado. Lo había visto castigar con frialdad letal, pero solo después de que agotaran su paciencia, que era de una mecha tan larga como el Támesis.

Pero eso había sido antes de enamorarse.

—¿Dónde diablos está?

—Abajo. —No intentó hacerse la despistada.

—¿Dónde? —gruñó Whit, con un sonido grave apenas audible pero amenazante, como un animal salvaje, listo para atacar. Conocido por todo Covent Garden como Bestia, esa noche estaba en tensión; lo había estado durante toda la semana desde que la explosión en los muelles, obra de Ewan, casi había matado a Hattie.

—Encerrado.

—¿Es eso cierto? —Miró a Diablo.

—No sé. —Diablo se encogió de hombros.

Que Dios la librara de tener hermanos odiosos.

—¿Es cierto? —Whit la miró.

—No —dijo ella—. Está abajo bailando una giga.

—Deberías habernos dicho que estaba aquí. —No mordió el anzuelo.

—¿Por qué?, ¿para que lo matarais?

—Exactamente.

—No vais a matarlo. —Se enfrentó a su ira de frente, negándose a acobardarse.

—No me importa que sea duque —dijo cada centímetro de aquella Bestia a la que Londres había apodado así—. Lo destrozaré por lo que le hizo a Hattie.

—Y que te cuelguen por ello —dijo ella—. ¿De qué le servirá eso a la esposa que te ama?

Su hermano rugió de frustración y se dirigió al enorme escritorio que había en un rincón, encima del cual se apilaban decenas de papeles con los asuntos del club: expedientes de las socias actuales, cotilleos, facturas y correspondencia.

—¡Oye! Ese es mi trabajo, patán. —Ella avanzó mientras él pasaba una mano por una torre de solicitudes de nuevas socias y hacía volar papeles por la habitación.

Bestia se llevó las manos al pelo y se volvió hacia ella, ignorando su protesta.

—¿Qué tienes planeado, entonces? Casi la mata. Estuvo a punto de… —se interrumpió, sin querer pronunciar las palabras—. Y eso después de dejar que Diablo casi muriera congelado. Después de casi matarte a ti, hace tantos años. Dios, todos vosotros podríais haber…

A Grace se le encogió el corazón. Whit siempre había sido su protector. Se desesperaba por mantenerlos a salvo, incluso cuando era demasiado pequeño y estaba demasiado herido para hacerlo.

—Lo sé. Pero todos estamos aquí. Y tu mujer está a salvo. —Asintió.

—Esa es la única razón por la que mi espada no está en sus entrañas. —Dejó escapar un suspiro áspero y aliviado.

Ella asintió. Merecía venganza. Todos la merecían. Y ella pretendía que la obtuvieran. Pero no así.

—Y tú, no entiendo por qué estás tan tranquila, Grace. De alguna manera, sigues dispuesta a dejarlo vivir —dijo Diablo junto a la puerta, donde estaba apoyado en la pared, falsamente relajado, con una larga pierna cruzada sobre la otra.

—Las mujeres no tenemos permitido el lujo de la ira. —Sabía a dónde quería llegar y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Dicen que has estado suspirando por él.

Entonces la rabia se apoderó de ella, y enredó los dedos en el pañuelo rojo que llevaba a la cintura.

—¿Quién lo dice? —Cuando Whit no respondió, se volvió hacia Diablo—. ¿Quién lo dice?

Diablo golpeó lentamente el suelo dos veces con el bastón.

—Tienes que admitir que es extraño que lo hayas curado. Zeva dijo que te encargaste tú misma. Lo recogiste de las puertas de la muerte. Te negaste a llamar a un médico. —Dirigió una incisiva mirada al escritorio desordenado—. Y el trabajo del club se amontona mientras haces de niñera.

Fue el turno de Grace de fruncir el ceño.

—Primero, Zeva habla demasiado. Segundo, mi escritorio siempre tiene ese aspecto, y lo sabes —añadió cuando no le contestaron—. Y tercero, cuanta más gente sepa que está aquí, menos probabilidades habrá de que reciba su castigo.

Eso era. Por eso le había limpiado las heridas. Por eso le había puesto la mano en la frente para comprobar si tenía fiebre. Por eso había permanecido en la oscuridad, escuchando el ritmo de su respiración.

Eso era todo.

No tenía nada que ver con el pasado.

—Y cuantas más personas sepan que está aquí, más peligro representa para todos nosotros —añadió.

—Ya es un peligro para todos nosotros —dijo Diablo.

Su frustración se disparó ante aquellas palabras, tranquilas y tajantes, como si su hermano estuviera hablando del próximo cargamento que llegaba al puerto. Sabía que su hermano se mostraba tan firme porque la razón estaba de su parte. Sabía también que mantener al duque de Marwick prisionero en el cuarto piso del 72 de Shelton Street no era lo más sensato.

—Dame una buena razón por la que no debería matarlo después de todo lo que ha hecho. Después de lo que le hizo a Diablo. Después de lo de Hattie. Después de los envíos que nos robó. Los hombres a los que atacó. Los que no sobrevivieron. Cinco hombres. Al Garden se le debe su sangre. —La voz de Whit se volvió ronca mientras la sorpresa inundaba a Grace. No lo había oído decir tantas palabras seguidas desde… Quizá desde nunca.

Los ojos de Diablo se abrieron de par en par con un asombro similar y la miró, pero se recuperó con rapidez.

—Lleva razón, Grace. Merecemos cobrarnos la venganza.

—No. —Ella negó con la cabeza.

—Entonces más vale que tengas una razón. —La terrible cicatriz que cruzaba el rostro de Diablo se volvió blanca cuando el músculo de su mejilla se contrajo.

Ella apretó los labios con los pensamientos desbocados por la frustración, el miedo, la ira y la desesperación de décadas de injusticia.

—Porque fue a mí a quien le quitó lo más importante. —Se hizo un silencio denso y poderoso, finalmente interrumpido por una maldición de Whit en voz baja. Se volvió hacia Diablo, alto y delgado, con la horrible cicatriz causada por Ewan—. No hace mucho, estuvimos juntos en los muelles y me lo dijiste, hermano. Se llevó más de mí que de ti.

—Y entonces… ¿Qué? ¿Recibe tus cuidados? ¿Obtiene ternura en la convalecencia de la mujer que ama? —Diablo la observó durante un rato mientras golpeaba el bastón contra su bota.

—Vete al infierno —dijo ella—. No me quiere. —Dos miradas de color ámbar se dirigieron hacia ella. El corazón comenzó a latirle con fuerza—. Que no. —No hubo respuesta—. Lo que siente… nunca ha sido amor.

No importaba que lo hubieran llamado así cuando eran niños y jugaban a una versión tierna y bondadosa del amor: inocente, nueva y demasiado agradable para ser real. Algo que no estaban destinados a vivir en la edad adulta.

Les pidió a sus hermanos que dejaran el tema, y, milagrosamente, lo hicieron.

—¿Qué hacemos, pues? —preguntó Whit—. ¿Lo dejamos libre? ¿Permitimos que vuelva a Mayfair? Por encima de mi cadáver, Grace. No me importa lo que te haya quitado a ti; llevamos años esperando este día, y que me aspen si le permito volver a la vida que robó.

—Me confundes —dijo ella. Dos décadas antes, cuando Ewan los había traicionado, habían jurado vengarse si alguna vez iba a por ellos. Ella misma se lo había prometido mientras los curaba—. No fuisteis los únicos que le prometisteis venganza. Yo también estaba allí.

Whit acabó con las costillas rotas, Diablo con la cara acuchillada.

Y Grace, con el corazón roto y, lo que era peor, la confianza hecha trizas.

—¿Y crees que eres lo bastante fuerte como para mantener esa promesa, Gracie? —quiso saber Whit, en voz baja y grave.

—Yo sé que sí. —Grace bajó la mano hacia el pañuelo de su cintura, sus dedos enredados en la tela. Sonó un golpe en la puerta que interrumpió su promesa—. La venganza es mía. —Miró a Bestia—. Soy capaz de luchar contra vosotros dos para que así sea, y no os gustará el resultado.

Silencio de nuevo, mientras los dos hombres más temidos de Londres asimilaban sus palabras. Diablo fue el primero en mostrarse de acuerdo. Un golpecito de su bastón. Un rápido movimiento de cabeza.

—Como no… —Whit gruñó desde el fondo de su garganta.

—Que sí —le prometió.

El golpe de la puerta se repitió, más fuerte y más rápido.

—Adelante —gritó, y apenas acabó de decirlo la puerta se abrió para revelar a otra de sus lugartenientes, Veronique.

Mientras que Grace llevaba las finanzas y gestionaba el negocio más allá de las paredes del 72 de Shelton Street y Zeva se encargaba del funcionamiento interno y de las necesidades de la clientela, Veronique se ocupaba de la seguridad. En esos momentos, la mujer negra estaba de centinela en la puerta, con el abrigo abierto que mostraba su camisa de lino, los pantalones ajustados y unas botas altas de cuero por encima de la rodilla iguales que las que llevaba Grace. Lo que no coincidía era la pistola atada a un muslo, a la altura perfecta para poder desenfundarla sin vacilar.

«Todavía está enfundada».

Aunque no era eso lo más importante.

—Dahlia… —Los ojos oscuros buscaron los de Grace con un propósito urgente.

—¿Dónde está? —Grace no vaciló.

La mirada de Veronique se dirigió a Diablo y a Whit, y luego volvió a ella.

«¿Qué había hecho Ewan?».

—Ha arrancado las bisagras de la puerta.

Bestia maldijo moviéndose por la habitación, y Diablo se puso tenso como un arco.

—¿Dónde está? —repitió Grace interponiéndose en el camino de su hermano e ignorando el torrente de emociones que acompañaban a la pregunta.

—¿Se ha ido? —Bestia miró a la otra mujer.

Algo parecido a una afrenta apareció en el rostro de Veronique.

—No. Lo hemos derribado. —Se encontró con los ojos de Grace—. Está consciente.

Experimentó otra emoción que no quiso analizar.

—Apuesto a que le ha encantado —dijo Diablo con una risotada.

Veronique dirigió una amplia sonrisa a los Bastardos Bareknuckle.

—Se ha llevado una buena tunda, eso se nos da muy bien —respondió ella con su acento caribeño.

—No tengo ninguna duda —dijo Diablo. Los guardias del 72 de Shelton Street eran los mejores luchadores del Garden, y todos lo sabían.

Sin embargo, no era momento de dejarse llevar por el orgullo.

—Pregunta por Grace. —El nombre sonaba extraño en los labios de Veronique; nunca se había pronunciado delante de ella y, sin embargo, la otra mujer sabía a quién se refería.

Y ahí estaba: el pasado venía a ajustar cuentas.

—Te ha visto. —Bestia la miró.

Pensó en negarlo. Después de todo, la habitación estaba a oscuras. Era imposible que él la hubiera visto de verdad. Y aun así…

—Un segundo.

«Lo he tocado».

«No debería haberlo hecho, pero no he podido evitarlo».

—Me sorprende que lo hayan derribado, entonces —respondió Bestia.

—¿Por qué?

—Porque acabas de darle un motivo por el que luchar.

No le pidió que se lo aclarara. Se sentía demasiado inquieta por lo que quería decir.

—¿Qué hacemos con él, Dahlia? —Veronique rompió el silencio.

No dudó, el nombre le recordó su objetivo. El de la vida que había construido en las dos décadas transcurridas desde que lo dejó. El del dominio sobre el que reinaba.

—Si está lo bastante fuerte como para arrancar la puerta del marco, está lo bastante fuerte como para luchar.

—Así es, ha plantado cara en la pelea con los muchachos.

Gracie asintió. Cruzó la habitación hacia su cámara privada y se desanudó el pañuelo de la cintura.

—Entonces, que me plante cara a mí también. Esta noche se acaba todo.

Las palabras de Diablo la siguieron:

—Casi siento pena por ese malnacido. No verá de dónde le llueven los golpes.

—Casi… —Fue la respuesta de Whit.

Grace y el duque

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