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Capítulo 5

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Estaba viva.

Incluso allí, de rodillas, con las manos atadas a la espalda, cegado por el saco con el que le habían cubierto la cabeza cuando lo habían sometido, con los músculos tensos por el forcejeo que le había hecho caer a escasos metros de la puerta donde la había visto, estaba consumiéndose por ese único pensamiento.

Estaba viva y había huido de él.

No lo habían dejado inconsciente en la refriega; lo habían tirado al suelo y luego lo habían arrastrado, atado y con los ojos vendados, hacia una habitación lo bastante grande como para que hubiera eco; en algún lugar, en la distancia, se oía un susurro ininteligible. Las personas que lo habían llevado allí habían reforzado sus ataduras y, en cuanto estuvieron seguros de que era imposible que lograra escapar, se habían marchado. Mientras esperaba, notó que los tablones del suelo bajo sus rodillas estaban encerados y que eso le facilitaba el movimiento, así que se dejó las muñecas en carne viva luchando contra las cuerdas, que se negaban a ceder. Había esperado allí mientras los segundos se convertían en minutos, en un cuarto de hora. En media hora.

Contar el tiempo era una habilidad que había perfeccionado de niño, encerrado en la oscuridad, esperando volver a ver la luz. Esperando que ella volviera. Y por eso contar los minutos le parecía tan natural como respirar, aunque lo atormentara la idea de que esta vez no la esperaba.

Tal vez estaba dándole tiempo para huir.

Y, aun así, el temor de que hubiera huido se vio eclipsado por el alivio absoluto de que estuviera viva. ¿Cuántas veces le habían dicho sus hermanos que estaba muerta? ¿Cuántas veces había estado en la oscuridad —en Covent Garden, en Mayfair, en los Docklands— y había oído sus mentiras? Sus hermanos, que habían escapado de su casa de la infancia con Grace a su cargo, ¿cuántas veces habían mentido?

«Huyó al norte», le dijeron. «Se convirtió en una criada. Perdimos el contacto. Y luego…».

¿Cuántas veces había sentido la tentación de creer sus palabras?

Cientos. Miles. Con todo su ser desde el primer momento en que Diablo le contó aquella mentira.

Y luego, cuando finalmente les había creído, se volvió loco de dolor. No quería otra cosa que castigarlos con sus propias manos, aplastarlos con sus botas, con su poder. Hasta el punto de que había prendido fuego a los muelles de Londres, dispuesto a verlos arder como castigo por lo que le habían arrebatado.

La única persona a la que había amado.

No se había ido.

Estaba viva.

Esa idea, y la paz que la acompañó, llegó a lo más profundo de su alma. Durante años, había anhelado encontrarla. Saber que estaba bien. Durante años, se había dicho a sí mismo que le bastaría con ver con sus propios ojos que ella estaba bien y era feliz. Y ahora lo sabía. Estaba bien. Vivía.

Esa única idea lo estaba consumiendo mientras esperaba, incapaz de pensar en nada más que en la oscura sombra de su figura en la puerta de la habitación cuando había huido. Incapaz de dejar de preguntarse cómo habría cambiado la chica a la que amó tiempo atrás. En la forma en que ella lo miraría en la actualidad. Otra vez.

Se abrió una puerta a la izquierda, detrás de él, y se volvió hacia allí, con la visión cegada por el áspero saco de arpillera que le cubría la cabeza.

—¿Dónde está?

No hubo respuesta.

La incertidumbre y la desesperación se encendieron cuando el recién llegado se acercó con pasos lentos y uniformes. Detrás había otras dos personas. Dos, quizá tres, pero no se acercaron. Guardias.

Le dio un vuelco el corazón.

¿Dónde estaba?

Giró el cuello, volviéndose sobre sus rodillas e ignorando la punzada en el muslo mientras se movía. El dolor no era una opción. Ya no.

—¿Dónde está?

No hubo respuesta cuando la puerta se cerró en el extremo más alejado de la habitación. Se hizo el silencio, unos pasos lentos se acercaban cada vez más, una promesa siniestra. Se enderezó preparándose para lo que pudiera venir. Tener tanto la vista como la capacidad de movimiento anuladas no presagiaba nada bueno y, cuando el audaz recién llegado se acercó, se preparó para el ataque.

Ningún golpe físico que pudieran asestarle sería nada comparado con el daño que le infligía la tortura mental.

«¿Y si la he perdido, ahora que la había encontrado?».

Aquel pensamiento resonó en su interior como un grito. Se retorció, el saco que cubría su cabeza se volvió repentinamente sofocante, sentía las ataduras de las muñecas demasiado apretadas mientras luchaba y se retorcía en vano.

—¡Decidme dónde está!

La orden resonó en la silenciosa habitación y, durante un instante, no hubo ningún movimiento, todo estaba tan en calma que se preguntó si se habría quedado solo una vez más. Si lo habría imaginado todo. Si la habría imaginado a ella.

«Por favor, que esté viva. Dejad que la vea».

«Solo una vez».

En ese momento, el saco desapareció. Y su ferviente oración recibió respuesta.

Se sentó sobre sus talones, con la mandíbula floja, como si acabara de recibir un golpe.

Durante veinte años, había soñado con ella, el ser más hermoso que había visto nunca. Había imaginado cómo habría madurado, cómo habría crecido y cambiado, cómo habría pasado de niña a mujer. Y, aun así, no estaba preparado para ello.

Sí, veinte años la habían cambiado. Pero Grace no había pasado de niña a mujer; había pasado de niña a diosa.

Había pequeños indicios de su adolescencia, solo visibles para alguien que la hubiera conocido entonces. Que la hubiera amado entonces. Los brillantes rizos anaranjados de su infancia se habían oscurecido hasta convertirse en cobrizos, aunque seguían siendo espesos y salvajes, y caían alrededor de su cara y sus hombros como un viento otoñal. La cicatriz que atravesaba una de sus cejas apenas se notaba, la veías solo si sabías buscarla, como él. Él estuvo allí cuando se la había hecho al aprender a luchar en el bosque. Ewan le dio un puñetazo a Diablo por habérsela causado, antes de limpiarle la sangre de la ceja con la manga de su camisa.

Ella no dijo nada mientras lo miraba fijamente, y Ewan se demoró observando las finas líneas de las comisuras de su boca y los bordes exteriores de sus ojos, líneas que demostraban que sabía bien cómo reír y que lo había hecho a menudo durante los últimos veinte años. ¿Quién la había hecho reír? ¿Por qué no había sido él?

Hubo un tiempo en que era el único capaz de hacerlo. Allí, de rodillas, con las muñecas atadas, se enfrentó al impulso primitivo de volver a hacerlo.

Aquel pensamiento lo consumió cuando se encontró con sus hermosos ojos marrones y esos anillos limbales, igual que cuando eran niños, pero sin la expresión que habían tenido cuando lo miraban. Nada de esa adoración. Nada de aquel amor.

El fuego de sus ojos no era de amor, sino de odio.

Aun así, se quedó prendado de ella.

Siempre había sido alta, pero había crecido desde la adolescencia hasta adoptar una altura de más de un metro ochenta y unas curvas que lo martirizaban. Estaba rodeada de una luz imposible; de alguna manera, la estancia se había inundado de un resplandor dorado, a pesar de la escasez de velas en la habitación. Había otras personas, las había oído entrar, ¿no era así?, pero no las veía y ni siquiera lo intentó. No iba a perder un momento mirando a los demás cuando podía admirarla a ella.

Grace se dio la vuelta y salió del foco de la luz, desapareciendo así de su vista.

—¡No!

Ella no respondió, y Ewan contuvo la respiración, esperando que volviera. Cuando lo hizo, fue con una larga tira de lino en la mano derecha y otra colgada del hombro. Comenzó a envolver metódicamente el material alrededor de los nudillos y la muñeca izquierda.

Fue entonces cuando lo entendió.

Llevaba los mismos pantalones de antes, negros y ajustados a las piernas, largos y perfectos. Las botas que los cubrían eran de cuero marrón oscuro y flexible, se ceñían a sus pantorrillas y terminaban medio metro por encima de las rodillas. Estaban rayadas en la punta, no lo suficiente como para parecer descuidadas, pero sí para demostrar que las usaba con regularidad y quizá hacía negocios con ellas.

En la cintura, dos cinturones. No. Un cinturón y un pañuelo de color escarlata, con incrustaciones de hilo de oro, el hilo de oro que él siempre le había prometido cuando eran niños y con el que se atrevían a soñar. Seguramente lo había comprado ella misma. Por encima del cinturón y el pañuelo, una camisa de lino blanco que dejaba desnudos sus brazos hasta algo más allá de los codos. La camisa estaba metida por dentro con cuidado y atada por el centro, ceñida a su cuerpo.

Nada de telas sueltas, porque las telas sueltas eran un lastre en una pelea.

Y mientras envolvía su muñeca con cuidado, dando una y otra vuelta, como si lo hubiera hecho cientos o miles de veces antes, Ewan supo que había venido a buscar pelea.

No le importaba. No mientras fuera con ella con quien tuviera que enfrentarse.

Le daría lo que deseara.

—Grace —dijo, y aunque había intentado que sonara como un simple susurro que se pierde en el serrín que se extendía por el suelo de la estancia, la palabra, su nombre, su título, resonó como un disparo en la habitación.

Ella no reaccionó. Ni un respingo, ni siquiera un parpadeo de reconocimiento en el rostro. Ningún cambio de postura.

—Me han dicho que has arrancado mi puerta de la pared —dijo ella con un susurro de desagrado; su voz era baja, cadenciosa y magnífica.

—He puesto Londres patas arriba buscándote —respondió—. ¿Creías que una puerta me retendría?

—Y, sin embargo, aquí estás, de rodillas, así que parece que algo te ha alejado de mí después de todo. —Arqueó las cejas.

—Te estoy mirando, amor, así que no me siento alejado de ti en absoluto. —Levantó la barbilla. Un ligero estrechamiento de su mirada fue la única señal de que había dado en el clavo. Grace terminó de vendarse la muñeca y metió el extremo de la venda en la palma de la mano antes de empezar a envolver la otra. Y solo entonces, una vez iniciado el movimiento medido y metódico, volvió a hablar.

—Es extraño, ¿no?, que lo llamemos lucha a puño limpio, pero no luchemos a puño limpio. —Él no respondió—. Por supuesto, luchamos con los nudillos desnudos. Cuando llegamos aquí… —Se detuvo para buscar su mirada—. A Londres. —Las palabras fueron un golpe, más duro que cualquiera que ella hubiera podido darle, con o sin las vendas. El recordatorio de aquello a lo que se habían enfrentado cuando llegaron a la ciudad hizo que se quedara inmóvil—. Todavía recuerdo la primera noche —continuó Grace—. Dormimos en un prado a las afueras. Hacía calor, estábamos bajo las estrellas y sentíamos pavor, pero nunca habíamos sido tan libres… ni tenido tanta esperanza. —Lo miró a los ojos—. Nos habíamos deshecho de ti. —Otro golpe que casi lo hizo retroceder—. Cosí la cara de Diablo en ese prado, con una aguja que había robado al salir de la mansión, e hilo sacado de mis faldas. —Hizo una pausa—. No se me ocurrió que para encontrar trabajo iba a necesitar faldas sin rasgar.

Ewan cerró los ojos. ¡Dios! Habían corrido peligro.

—Aprendí rápido. Después del tercer día de no tener trabajo ni nadie que se ocupara de nosotros tres, sin comida y sin un techo sobre nuestras cabezas, asumimos que nuestras opciones eran limitadas. Pero yo era una chica y tenía una más a mano que Diablo y Whit.

Ewan aspiró un poco, la rabia endureció su mandíbula y enderezó su columna vertebral. Habían huido juntos, su único consuelo había sido la idea de que se protegerían mutuamente. Que sus hermanos la protegerían.

Grace buscó su mirada y arqueó una ceja oscura.

—No tuve que elegir. Digger nos encontró pronto.

Encontraría a ese Digger y lo destriparía.

—¿Te puedes creer que hay un mercado para niños luchadores? —Grace sonrió y terminó de envolverse la muñeca. Se acercó, y él creyó percibir su olor a crema de limón y a especias—. Era algo que sí sabíamos hacer, ¿no? —Así era. Habían aprendido juntos—. Digger no nos dio vendas la primera noche. No son solo para proteger los puños, ¿sabes? El acolchado, en realidad, hace que la pelea dure más. Fue un detalle: pensó que las peleas terminarían antes para nosotros si peleábamos con los puños desnudos. —Hizo una pausa, y él observó cómo el recuerdo la atravesaba, la vio recomponerse—. Y sí, las peleas terminaban antes.

—Las ganabas tú. —Las palabras salieron ásperas, como si durante un año no hubiera usado su voz. O durante veinte.

Tal vez no lo había hecho. No se acordaba.

Sus ojos volaron hacia los de él.

—Por supuesto que las ganaba. —Una nueva pausa—. Aprendí a luchar con los mejores. Aprendí a pelear sucio. Precisamente del mejor, del chico que ganaba, aunque llevara a cabo la peor clase de traición.

Ewan evitó estremecerse ante aquellas palabras, que destilaban repulsión. Al recordar lo que había hecho para ganar. Se encontró con su mirada, directa y honesta.

—Te agradezco el cumplido.

Ella no respondió, sino que continuó su relato.

—No tardaron en darnos un nombre.

—Los Bastardos Bareknuckle. —Ewan hizo una pausa—. Pensaba que eran solamente ellos. —Solo Diablo y Whit, uno con una horrenda cicatriz que le cruzaba la cara, una cicatriz que él se encargó de colocar allí, y el otro con puños que caían como piedras, impulsados por la furia que Ewan había desatado aquella noche hacía tanto tiempo. Solo los dos chicos, ya hombres, que se habían convertido en contrabandistas. En luchadores. En criminales. En los reyes de Covent Garden.

Cuando en el barrio siempre había habido una reina.

—Todo el mundo piensa que son solamente ellos. —Grace curvó la comisura de los labios en un amago de sonrisa.

Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla y, si hubiera tenido las manos desatadas, la habría tocado. No habría podido contenerse cuando ella estaba allí, de pie, cerniéndose sobre él.

—Salimos del lodo y construimos un reino, aquí, en el Garden, este lugar que había sido tuyo —le recordó—. Pensaba en ello cuando descubría la curva de Wild Street. Cuando trepaba por los tejados, fuera del alcance de los matones de Bow Street. Cuando robaba carteras en Drury Lane y luchaba a sangre en los cuadriláteros móviles de la colonia.

Él volvió a concentrarse en sus ataduras, aunque estaban demasiado apretadas para liberarse.

En ese momento, deshacerse de las ligaduras era imposible, porque ella lo tenía a su alcance. Iba a tocarlo; le recorrió la mejilla con las yemas de los dedos, dejando un rastro de fuego a su paso. Inspiró con fuerza cuando las uñas le recorrieron la barba de varios días, pasando por el vello incipiente hacia la barbilla. Se quedó quieto temiendo que, si se movía, ella se detendría.

«No te detengas…».

No se detuvo. Le puso los dedos debajo de la barbilla y le alzó el rostro hacia el de ella, ensombrecido por ángulos y curvas. Lo miró fijamente a los ojos, y su mirada lo cautivó.

—¿Por qué me miras así? —dijo Grace en voz baja, un susurro apenas perceptible y lleno de incredulidad.

Pero ¿por qué lo preguntaba? ¿No la había mirado siempre así?

Dios, se estaba acercando, inclinándose sobre él, bloqueando la luz. Convirtiéndose en esa luz.

Sus ojos examinaron cada centímetro de él y lo dejaron al descubierto con su análisis. Y no pudo contenerse mientras ella se acercaba más y más, haciendo que su pulso palpitara con fuerza, hasta que la habitación se desvaneció y no había nada más que ellos dos; y entonces él también desapareció, y solo quedó ella.

—Te escondieron de mí.

Ella negó con la cabeza y aquel movimiento lo envolvió en su aroma, como un dulce que hubiera comido y que pudiera recordar perfectamente sin haber vuelto a disfrutarlo jamás.

—A mí nadie me esconde —dijo. Dios, estaba muy cerca. Estaba justo ahí, con sus voluptuosos y perfectos labios, a un milímetro de los suyos—. Me cuido yo sola.

Tensó las ataduras, duras como el acero. Duras como él. Se desesperaba por acortar la distancia entre ellos. ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaba? ¿Cuánto tiempo había soñado con ella?

Toda una vida.

Sus pupilas estaban dilatadas por el deseo, los ojos fijos en su boca, y él se lamió el labio inferior sabiendo que ella también lo deseaba, no le cabía la más mínima duda. Lo deseaba tanto como él a ella.

Imposible. Nadie podría amar nada como él la quería a ella.

«Hazlo», deseó.

«Por favor, Dios. Bésame».

—Por fin te he encontrado —dijo como en una especie de rezo.

—No —le corrigió ella suavemente—. Yo te he encontrado a ti, Ewan.

Su nombre, el nombre que ya nadie usaba, lo atravesó. No pudo evitar susurrar el nombre de ella en respuesta.

Sus ojos se posaron de nuevo en los de él, como un regalo.

Sí.

—Tómalo —dijo. «Lo que necesites. Todo lo que desees»—. ¿Qué necesitas, Grace? —susurró.

Ella se inclinó y a él le dolió más de la cuenta.

Dos golpecitos, agudos e insistentes, desde la oscuridad, reconocibles al instante como de Diablo, su hermano de sangre.

Hermano de ella por un vínculo mucho más fuerte.

Grace desapareció al instante, como si una cuerda tirara de ella, y perderla de vista lo hizo enloquecer. Ewan se volvió hacia el sonido con un gruñido grave, como un perro al que le han prometido un filete y se lo han arrebatado en el último segundo.

—Me dijo que habías muerto —dijo, volviéndose hacia ella, entusiasmado por su cercanía—. Pero no estás muerta. Estás viva —añadió. Y luego otra vez, sin poder ocultar el alivio de su voz. La veneración—. Estás viva.

—Has intentado matarlo. —Ella lo miró fríamente, impasible.

—¡Me dijo que habías muerto! —¿Es que no lo entendía?

—Casi matas al amor de Bestia.

—¡Pensé que te habían dejado morir! —Casi se había vuelto loco al enterarse.

«No casi, se había vuelto loco del todo».

—Esa no es razón suficiente. —Negó con la cabeza.

Él levantó la barbilla. La idea de que no hubiera destruido Londres para vengar su muerte le arrancó una risa amarga.

—Tienes razón. No fue suficiente. Lo fue todo. —Se encontró con su mirada, cálida y dorada, una mirada que había envejecido como el resto de ella. En ese instante, estaba llena de conocimiento y poder—. Lo haría de nuevo. Desátame.

Ella lo observó durante un buen rato en silencio.

—¿Sabes?, pensaba en ti cuando caminaba por esos adoquines y aprendía a amarlos. Cuando aprendía a protegerlos, como si hubiera sido yo quien hubiera nacido en una alcantarilla de Covent Garden y no tú.

—Desátame. Déjame…

«Deja que te abrace».

«Deja que te toque».

—Pensaba en ti… hasta que dejé de pensar en ti. —Ella lo ignoró y permitió que las palabras lo golpearan—. Porque ya no eras uno de nosotros. ¿Verdad, duque?

Grace blandió el título como un cuchillo y lo clavó tan profundamente como para tocarle el hueso, pero Ewan no mostró dolor alguno.

En cambio, hizo lo único que se le ocurrió. Lo único que creía que la mantendría cerca de él. El único regalo que ella aceptaría de él.

—Desátame y te daré la pelea que deseas —le prometió mientras la miraba a los ojos.

Grace y el duque

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